Voy a sentarme en el banco que hace esquina con Via Augusta y la calle Margenat como hago cada martes y jueves. Me siento como siempre y pongo play a Pau Vallvé a todo volumen. Hoy no me he llevado Elvira Sastre para completar el poco tiempo de descanso del que dispongo. Hoy me conformo en sentarme y observar. Veo decenas de personas que caminan arriba y abajo sin prestar atención al entorno; abuelas y abuelos que recogen los niños de la escuela; grupos de jóvenes charlatanes; señoras y señores que salen del trabajo… Me concentro en cada movimiento, en cada gesto, en cada palabra, y es que si no fuera por el pequeño detalle tan relevante que es la mascarilla diría que nada gira fuera de la normalidad.
Ya son meses los que vivimos bajo una incertidumbre constante. Han sido tantos los “inputs” recibidos en tan poco tiempo que, sin darnos cuenta, han atentado todas nuestras libertades hasta dejarnos impunes. Centrando todas las atenciones a las personas mayores y los niños. ¿Pero qué se ha hecho de la generación de los noventa y dos mil? ¿Cómo puede ser que a aquellos que tanto necesitan alas les corten sin dar explicaciones? ¿Cómo aprenderán a volar de nuevo?
Desde la propia experiencia he podido observar en varias ocasiones como la energía de los míos se desvanecía, se apagaba. Como a aquella pregunta tan frecuente, “¿cómo estás?”, solo seguía el silencio.
Hace unas semanas mi prima Alba estuvo preguntando desde la plataforma de Instagram a sus seguidores más íntimos, cuántos de estos creían, puntuándose del 1 al 10, que necesitaban visitar un psicólogo, o por lo menos se lo habían planteado. Sin duda la respuesta fue impresionante e inquietante: sólo tres de setenta personas creían que no les era necesario acudir a una consulta.
Éramos unas adolescentes de 18 años que en su momento nos tuvimos que espabilar para estudiar la selectividad, repentinamente dejando de asistir a clases presenciales. Poco a poco, tuvimos que ejercer solas desde casa el nuevo temario que nos correspondía para ir preparadas a la selectividad. Incluso fueron varias asignaturas a las que nos dejaron de dar clase, hasta pocos días antes de examinarnos para las PAU. También fue un golpe duro quedarnos sin viaje de fin de curso ni graduación, hechos que, obviamente, quedaron en un segundo plano, pero que poco a poco iban dejando huella a media que los días iban pasando.
Después de haber vivido un verano diferente, llegó la universidad, esa experiencia de la que hacía años que nos hablaban y que todas tanto anhelábamos. Sin duda, cuando llegó la hora, nada fue como pensábamos… ¿Dónde se habían metido aquellos nuevos amigos que tenían que cambiar nuestras vidas? ¿Dónde se habían metido aquellas reflexiones introspectivas y debates de largas horas junto a un café en un bar universitario? La inmensidad de las aulas llenas de caras desconocidas, las profesoras de las que mi hermano mayor ya me había hablado al cursar años antes mi carrera, de la proximidad y los vínculos que había ido perfilando a lo largo de los años con ellas, de aquella famosa biblioteca que parecía Hogwarts, de conocer gente nueva de toda Catalunya, y con ello entender nuevas maneras de vivir…
Nos ha tocado convivir en una normalidad inesperada, donde nosotras, las recién llegadas, no sabemos cómo vivir, porque nunca antes a nadie le ha tocado estar. Es esta la nueva realidad que estamos afrontando y que nadie nos ha enseñado a gestionar, porque nadie sabe cómo gestionarla.
Me parecen imprescindibles las medidas sanitarias restrictivas tomadas por parte del gobierno, pero no por ello no me planteo el funcionamiento de todos estos procesos. Es importantísima la salud física de toda la población, pero parece como si nos hubiéramos descuidado de una pequeña parte de los ciudadanos, la gente joven. ¿Qué no es importante su salud mental? Al fin y al fin seremos los que formaremos parte de nuestro futuro. Como podremos seguir diciendo que nos encontramos bien, que nos encontramos como siempre nos habíamos encontrado, si es como si nos hubieran cogido y encerrado en una jaula desde donde vemos que el mundo no para de correr cada día más y nosotros lo observamos como si nos encontráramos en el banquillo de un partido de fútbol, esperando cuánto tiempo nos queda para volver de nuevo a jugar.
Nuestra rutina se ha convertido en despertarse, encender el ordenador, asistir a las clases online de la universidad o los estudios cursados, realizar el trabajo necesario que nos atañe, apagar el ordenador y de nuevo empezar el nuevo día sin quizás ni haber pisado la calle. ¿Cómo es posible que todas aquellas personas cuya vida era completamente activa, que pasaban pocas horas bajo el techo de su casa, que necesitaban el contacto constante con la gente, socializarse, charlar, vivir y convivir, hacer cultura, ir al cine, al teatro, a museos, conciertos, abrir y cerrar bares, que vivían como si no hubiera mañana… ahora se encuentren bien, cuando les han robado los mejores años de su vida? Se ha dejado a la juventud desamparada, y ahora ya no sabemos cómo salir a flote. Es obvio que actualmente no son las prioridades de nadie, pero al fin y al cabo no dejan de ser personitas que se están formando y que vivirán siempre con un recuerdo amargo que los condicionará de por vida.

