Ya casi tenemos ley de la eutanasia. Una Ley que permitirá recibir ayuda para morir a aquellas personas que, sufriendo de forma insoportable, no encuentran respuesta en lo que les ofrece la Medicina. Han sido varias las iniciativas emprendidas fracasadas, pero el sentimiento mayoritario de una sociedad donde muchas personas lo viven en primera persona o que tienen seres queridos que viven este sufrimiento, hace que estemos cerca de la aprobación de la ley. Eso sí, una ley que burocratiza la ayuda a morir de una manera muy preocupante.
Por un lado, es una ley permisiva, porque no limita su aplicación a las situaciones de terminalidad ni a las enfermedades somáticas, sino que permite que soliciten la eutanasia aquellas personas que sufren “una enfermedad grave e incurable o un sufrimiento grave, crónico e imposibilitando”. También permite que la eutanasia pueda ser aplicada a personas que, habiendo perdido su capacidad de hecho, hayan dejado expresada su voluntad en un documento de voluntades anticipadas. Pero no lo permite a los menores ni aquellos sin capacidad de hecho pero sin voluntad expresada previamente.
Sin embargo, el abanico de personas que sí pueden acogerse a solicitar la ayuda a morir es más amplio que el permitido por otras legislaciones vigentes o en trámite de ser aprobadas. Pero, a diferencia de estos países donde está permitida la práctica de la eutanasia, la Ley española prevé un procedimiento que, aunque algunos han querido ver como una garantía de que las cosas se harán bien, en realidad es un trámite burocrático que puede ser muy farragoso. Se podría decir que traduce una falta de comprensión de lo que se estaba legislando.
Ayudar a morir a una persona que sufre no es un trámite administrativo como el que describe la Ley, sino un acto médico, compasivo, de extraordinario compromiso que muchos médicos han realizado a lo largo de su práctica profesional. Se quiere recalcar su carácter de “prestación pública”, pero en realidad es un acto asistencial que se realiza bajo la responsabilidad del médico que atiende al paciente. Aunque con diferencias muy importantes, es una actuación clínica, como lo es la retirada de la ventilación mecánica o la sedación terminal; actuaciones de gran trascendencia, pero que no están contempladas explícitamente en el catálogo de prestaciones. En quererle dar esta naturaleza de “prestación” parecería que la práctica de la eutanasia requiere unos recursos específicos, onerosos, cuestión a considerar cuando se habla de prestaciones.
Se olvida que lo más importante, además de respetar el procedimiento legal previsto, es contar con voluntad y confianza. Por un lado, la voluntad que tiene el paciente de morir y la voluntad que tiene el médico de ayudarle. Del otro, la confianza que deposita el paciente en el médico y el equipo que aceptan ayudarle, pero también la confianza que la sociedad otorgó a los profesionales sanitarios para realizar actos de gran trascendencia con el fin de remediar o aliviar el sufrimiento a las personas enfermas.
Por eso, cuando el legislador dice que hay un informe previo de la Comisión de Control y evaluación autonómica para verificar si se “cumplen los requisitos y condiciones establecidos para el correcto ejercicio del derecho a solicitar y recibir la prestación de ayuda a morir”, está diciendo que la sociedad no tiene suficiente confianza en la práctica de los profesionales, y que unas personas alejadas de la cabecera del enfermo, que difícilmente pueden ver reflejado el sufrimiento en unos informes, sabrán discernir con más criterio si éste es insoportable o no, o si la información que se le ha dado al paciente y la deliberación que se ha mantenido es la correcta.
No solamente se desconfía del correcto proceder del médico que ha recibido la solicitud y de los médicos a los que ha consultado para comprometerse voluntariamente y con ánimo compasivo ayudar a una persona que sufre, también se desconfía que esta persona sepa valorar si su sufrimiento es insoportable.
Con el control previo por parte de la comisión de evaluación, el paciente debe demostrar que su sufrimiento es suficientemente grande para que un grupo de personas ajenas autorice remediarlo. Si él o el médico que le atiende no tiene suficiente habilidad para demostrar lo que es indemostrable, quedará condenado a seguir sufriendo, o recurrir a la jurisdicción contencioso-administrativa, que no parece el medio más idóneo en este caso.
Se olvida que una misma situación puede ser vivida con tolerancia por unos, con resignación por otros, y con deseo de poner fin a su vida por quienes piden ayuda para morir. El sufrimiento, con dolor o sin, escapa al propósito de medir todo, un hecho que cada vez impregna más nuestras vidas. Si ni los profesionales sanitarios, que están familiarizados con tratar el sufrimiento de sus pacientes, pueden evaluar de manera objetiva, menos comprensible es que un jurista, habitualmente desde un despacho, pueda aportar mucha más luz.
Aunque la Ley prevé la posibilidad de acortar los más de 50 días que se necesitan para realizar los trámites (no para eliminarlos), es posible que el procedimiento sea excesivamente complejo para aquellas personas con expectativa de vida muy corta. Otros podrán sentirse intimidadas con la exigencia de tener que justificar y explicar su sufrimiento a personas que no conocen y con las que no desearían compartir una cuestión tan íntima y personal. Pasar por un tribunal antes de morirse no es seguramente, lo que la mayoría de los pacientes querrían.
Por otra parte, algunos médicos que de entrada podrían mostrarse solícitos atender la petición, desistirán en ver la tarea pesada que se añade, a la ya de por sí estresante responsabilidad de ayudar a morir a una persona. También puede ser que otros profesionales accedan a seguir el trámite pero sin demasiada convicción. “Mire, veremos que dice la Comisión sobre su sufrimiento, si lo aceptan ya la ayudaré, pero si no…”.
Es una ley que, además de burocratizar, fomenta la práctica de la medicina defensiva, porque cuando se quiere ayudar verdaderamente a una persona que sufre, la conducta no la puede guiar el papeleo ni el miedo a los litigios, sino la compasión y el bienestar del paciente, que en este caso se concreta en ayudarle a dejar de vivir y, por tanto, de sufrir. Muchos trámites se hacen porque se piden, no porque se crean necesarios. Al hacer más de los que convienen, como es el caso, hay más posibilidades de hacer más daño del que se pretende evitar.
Hay previstas 17 Comisiones de Evaluación en todo el Estado para que realicen este control previo pero, dado que su composición es competencia de los gobiernos autonómicos, no es difícil imaginar que en unos lugares será más fácil que en otros solicitar que se atienda lo que la Ley reconoce como un derecho y, por tanto, nada impedirá que se produzca un lamentable turismo eutanásico en el interior de España.
En cuanto a la objeción de conciencia, derecho que cualquier profesional puede ejercer por cuestiones morales o religiosas, no parece idónea la creación de un registro centralizado. Muchos profesionales pueden querer modular su implicación en función del caso que se presente. No todo es blanco o negro.
En definitiva, no se ha puesto fácil la implicación de los profesionales en dar la respuesta más adecuada al sufrimiento del enfermo, pero nada de lo dicho cuestiona la importancia que se despenalice la ayuda a morir y que se produzca un minucioso control posterior a la intervención eutanásica. Incluso puede ser conveniente que se haga esta evaluación por parte de la Comisión con carácter previo cuando el profesional que recibe la solicitud se le plantean dudas. Pero en la mayoría de casos, los trámites de control previo son claramente contraproducentes, no aportan valor añadido y, en cambio, pueden aumentar el sufrimiento del enfermo, a la vez que hacen menos responsable la actuación del profesional sanitario.
Hay que ir pensando en hacer una propuesta para mejorar la Ley con un espíritu de desburocratizarla, manteniendo mecanismos de control previo para casos dudosos. Los trámites administrativos de solicitud previos pueden llegar a ser contraproducentes, como ocurriría si fueran exigidos para la retirada de tratamientos vitales o sedaciones paliativas, cuestiones ambas que forman parte de la buena práctica asistencial.

