Que los profesionales sanitarios están haciendo un sobreesfuerzo durante este año de pandemia es una realidad ampliamente reconocida. Un sobreesfuerzo que se asocia a un sufrimiento sostenido del que se ha visibilizado sólo una parte y algunas causas. Cierto sufrimiento con el oficio de ser médico, como bien se ha expuesto en la literatura, entre otros, por Camus (La peste), Winckler (Las confesiones del Doctor Sachs) o Berger (Un hombre afortunado). También con todos los oficios que tienen que ver con el cuidado de personas.

La observación del sufrimiento, el testimonio de la enfermedad y de la muerte, sobre todo cuando las posibilidades de evitarlos son exiguas, se enfrentan con cuestiones profundas del ser humano: el sentido del dolor, la inevitabilidad de la muerte, el valor de la comunidad, la solidaridad, o la compasión… Son vivencias que calan poco a poco y se traducen en emociones, sentimientos y cogniciones. Cuando la avalancha es intensa y continuada puede devenir insoportable, punto al que han llegado muchos sanitarios en esta pandemia.

En la entrada “Nuestro sufrimiento” del Foro Catalán de Atención Primaria (FoCAP), enfermeras y médicas hablan en primera persona de sus experiencias e impresiones durante la pandemia. Refieren haber sentido incertidumbre, miedo, inseguridad, frustración, impotencia, culpa, tristeza, agotamiento, desánimo, rabia, indignación, angustia, colapso, bloqueo mental, desesperación, pérdida, aislamiento, separación… que se han ido acumulando en sus cuerpos y sus mentes. Durante muchos meses, han dominado las emociones negativas o desvinculativas (según las llama JL Tizón en Salud emocional en tiempos de crisis, Herder) que han convivido con otras de carácter positivo o vinculativo que han sustentado y protegido de un sufrimiento aún más desestructurante. El sentido del deber, del profesionalismo o del cuidado han mantenido los y las profesionales de pie durante este tiempo que parece interminable, como lo han hecho las manifestaciones de apoyo y estima de los pacientes.

Las compañeras del FoCAP hablan también de otro tipo de sufrimiento, el ocasionado por razones estructurales e institucionales. La escasez de medios y de personal con que se han enfrentado a la pandemia se ha visto agravada por las agresiones repetidas que desde las organizaciones se han dirigido a la atención primaria (AP): ignorar la importancia de su papel en la contención de la pandemia, cerrar CAP y consultorios, poner el foco de la gestión y de la comunicación en los hospitales, los constantes cambios en las instrucciones, la reorganización asistencial… de modo que, además de atender enfermos y pandemia, tuvieron que reivindicar, resistir, o incluso desobedecer, para poder hacer su trabajo.

Después de un año, las cosas no han cambiado demasiado, y los explicables errores iniciales se han convertido en norma. Sigue faltando personal, no se recupera la visita presencial, se ponen en marcha «vacunódromos» fuera de los CAP o se construyen más hospitales cuando muchos consultorios locales permanecen cerrados

También mencionan la importancia de la ideología y los valores que han inspirado las respuestas de las instituciones. Los protocolos no han dejado espacio para poder plantear dilemas, los automatismos se han impuesto a la reflexión, la tecnología ha relevado la confianza y el vínculo. Dicen: «Que se priorice la visita telefónica y que cueste tanto recuperar la presencialidad no es casual. Responde a una escala determinada de valores y a las dificultades para reconocer el sufrimiento del otro». Dilemas, reflexión, confianza, vínculo, personas… Son palabras y conceptos extraños en el actual pensamiento neoliberal, más vinculado a los algoritmos y las soluciones tecnológicas.

Después de un año, las cosas no han cambiado demasiado, y los explicables errores iniciales se han convertido en norma. Sigue faltando personal, no se recupera la visita presencial, se ponen en marcha «vacunódromos» fuera de los CAP o se construyen más hospitales cuando muchos consultorios locales permanecen cerrados. La coincidencia en valorar como mala la gestión de la atención primaria es tan amplia, que incluso Amnistía Internacional la califica de «segunda pandemia» en una investigación que ha llevado a cabo en tres comunidades autónomas, entre las que se encuentra Catalunya.

Todo esto hace daño, mucho daño, porque se cuestionan fundamentos de la profesionalidad y devalúa el trabajo de miles de personas que se dejan la piel demasiadas veces, literalmente. El daño emocional no se reconoce adecuadamente y ya ha empezado a nombrar y medir desde una mirada biologicista y medicalizadoras. Se habla de «trastorno mental» de los sanitarios, y con el uso de estas palabras y este concepto, se está señalando el camino del posible abordaje y tratamiento. Cuestionarios y escalas son poco útiles para penetrar en el mundo de las emociones, que se ve trasladado -trastocado- al mundo de los síntomas y los diagnósticos. Ansiedad, depresión, insomnio, o estrés postraumático no pueden describir sin un cierto reduccionismo un sufrimiento emocional que es mucho más amplio, más rico semánticamente y simbólicamente. El hecho de poner la etiqueta de trastorno o enfermedad en un sufrimiento no sólo la esconde, sino que también responsabiliza a la persona de unos síntomas y sentimientos que son normales, la despoja de capacidades y la revictimiza. Al poner la atención en la alteración personal obvian las causas sistémicas que provocan el malestar. En la misma línea, y como es habitual, los medios de comunicación amplían el mensaje: «La mitad de los sanitarios tienen síntomas de trastorno mental por el Covid», cuando sería mucho más ajustado a la realidad recoger que la sobrecarga y la mala gestión causan sufrimiento.

A instituciones, políticos y gestores les cuesta reconocer, conocer, comprender y acoger el sufrimiento de los y las profesionales. Del mismo modo que no reconocen los errores ni piden disculpas, acción que sería reparadora y mucho más «curativa» que los fármacos o los regalitos que el CatSalut ofrece. No podemos pedir al coronavirus que repare el daño que está haciendo, pero sí lo podemos pedir a todas aquellas personas e instituciones políticas y los diferentes poderes que con sus acciones están provocando daño. Desde la prepotencia no se contempla el deber de reparación hacia la sociedad o las sanitarias. Pero se puede hacer si se quiere. El mismo JL Tizón ofrece en el libro citado más arriba un listado de medidas reparadoras que pueden llevar a cabo las administraciones. Medidas no desde la «salud mental», sino desde la perspectiva social y psicosocial, de protección y atención emocional, de fomento de la solidaridad, del apoyo mutuo y de las redes de relación, espacios de contención emocional en los centros, espacios de reflexión. Y si es necesario, contemplar acciones de cuidado y atención personal, como puede ser ofrecer días de descanso remunerado.

Una de las enseñanzas de la pandemia ha sido la vulnerabilidad a la que estamos expuestos y la necesidad de que todos hemos tenido que ser cuidados. También la importancia que tiene la AP en la contención de la infección, en la atención a las personas enfermas o en riesgo de estarlo, en el rescate de las residencias, en los nuevos dispositivos como los «hoteles de pandemia» o en actividades de alcance poblacional como la vacunación. Todo, en unas condiciones muy precarias, pero siempre desde la responsabilidad y la actitud de cuidado. El alto grado de sufrimiento agota las fuerzas para seguir trabajando y para seguir aguantando el desprecio y la falta de recursos, lo que está revirtiendo en la población.

Reparar significa reconocer el valor del trabajo y de la entrega y poner las medidas necesarias para poder hacerlo bien. Prestigiar socialmente la AP y su papel durante, antes y después de la pandemia. También, enmendar los errores para no repetirlos, devolver a profesionales y población los servicios cerrados y un aspecto esencial sin el cual no se puede cuidar plenamente, que es devolver la relación personal, la presencialidad y la confianza. Elementos que el teléfono y la tecnología nunca podrán suplir.

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