Quienes observamos la personalidad pública de Ada Colau con interés sincero y un sentido de la ironía benevolente por nuestra parte corremos el riesgo de recurrir en exceso a este último ingrediente al considerar el abandono de Twitter por parte de la alcaldesa de Barcelona.  Una persona como ella, aun cuando muestra su rostro más conciliador, nunca da puntada sin hilo. ¿Qué hay, pues, en el fondo de su retirada de Twitter? ¿La admisión de una derrota en la plaza pública comunicacional, en la que se ha mostrado dispuesta a realizar diversas performances harto desacomplejadas o una corrección de rumbo cuyo sentido aún no se alcanza a ver?

A estas alturas no se puede reflexionar sobre el uso político de Twitter como en el momento de su creación pero sigue siendo un hallazgo genial. Como suele decirse, el éxito de Twitter sorprendió a la propia empresa y demostró que la herramienta era mucho más que un sistema de mensajería o una red social: es un medio de comunicación integral con el cual contrarrevolucionarios profesionales pueden simular un gobierno. Ahora ya no somos más ingenuos y hasta sabemos que la cosa va más allá de la difusión de fake news: sirve para sustentar un asalto al Congreso de la nación en lugar de ofrecer un ágora libre al ciudadano ilustrado como se creía en la etapa utópica de Silicon Valley. Pero lo que también ha mostrado Twitter es que este medio es independiente, como corresponde a una publicación privada, y que los dirigentes y las instituciones no lo pueden controlar –a Trump le acaban cerrando la cuenta en un momento clave–, siquiera sea a la europea manera: con códigos, recomendaciones y espantajos diversos que en el fondo siempre disimulan la amenaza de la retirada de una subvención o de la publicidad institucional.

Visto que el riesgo es superior a la ganancia es comprensible que uno se sienta tentado de dar un paso atrás, sobre todo después de constatar el alcance que la furia del trumpismo digital ha alcanzado en Cataluña y de mostrarse consciente de que algunos directores de diarios y ciertas élites justifican una retirada táctica. Pero la mala gente no ha sido creada por internet y las ciencias de la comunicación hace un siglo que vienen estudiando la demagogia totalitaria mediante la propaganda. Por esa razón las reflexiones y preguntas que la alcaldesa aduce en su último tuit suenan a algo que ya no puede ser considerado: denotan la mentalidad de las izquierdas respecto a la comunicación, que se forma entre una concepción utilitaria y mecanicista y voluntarista de la misma y una persistencia en presentarse como víctimas.

El error de Ada Colau son dos. El segundo ha sido abandonar Twitter en el momento en que las izquierdas deben ser capaces de dar una batalla comunicacional en todos los frentes para poder neutralizar y revertir el relato independentista. Pero el primer error fue abrir una cuenta en Twitter a título personal, gestionada por ella misma, al margen de una política integral y metropolitana de comunicación y sin la proporción adecuada entre asuntos personales e institucionales.

Los revolcones que Ada Colau se ha llevado en la red del pajarillo azul le han demostrado que la comunicación, a su nivel, ya no era cosa del “run run”. Ya hace tiempo que la alcaldesa ha comprobado cómo se las gastan desde que en aquel escandaloso paseíllo en la plaza de Sant Jaume las señoras Marías del procesismo le dijeron de todo menos guapa, en una acción tan espontánea como la que se obsequió a Raimon Obiols cuando el caso Banca Catalana (“mateu-lo, mateu-lo!”).

La alcaldesa, una intuitiva voluntarista y autodidacta excepcional en la política, tiene la virtud natural de oler el riesgo. Ya ha probado en sus propias carnes que no porque seas vegetariano no te comerán los leones.  Se sabe bocado apetecible de un nacionalpopulismo que domina la demagogia de las redes sociales como campo de batalla del sentimentalismo tóxico. Fuera o dentro de Twitter,  la alcaldesa sigue siendo, más que nunca, una pieza a cobrar.

Ya es demasiado tarde para echarse atrás. No se está o no en Twitter a voluntad cuando presides el consistorio de una gran capital europea; el que no quiera polvo que no vaya a la era. Que se lo pregunten a Anne Hidalgo, alcaldesa de todo un París que es la capital de la gente antipática por excelencia donde no se reparten precisamente pastelillos regados con agua bendita: es también líder de audiencia en Twitter entre los políticos europeos, y al que no le guste que se aguante. Uno no puede dejar de liderar un proyecto de grandes dimensiones, un proyecto que debería aspirar a contradecir y ganar al movimiento nacionalista, si no estás dispuesta a dejarte cortar la libra de carne que le corresponde a Shylock. La ingenuidad real o aparente se desvaneció aquella infausta tarde en la plaza de Sant Jaume cuando se visualizó la táctica mecánica, grosera y agresivamente emocional que suele emplear el nacionalismo cuando se propone la eliminación del disidente y recurre al acoso de patio de colegio pero a cargo de papás y mamás aparentemente respetables.

Encuentro comprensible que justo ahora las izquierdas comprueben la voracidad del nacionalpopulismo derechista catalán; aún falta para que vean hasta dónde están dispuestos a llegar cuando sus profetas desarmados necesiten dar una vuelta de tuerca a su “ho tornarem a fer”, que parecía una pataleta pero que es sinónimo de “no reparamos en gastos”. Y es asimismo comprensible que la última indignidad de esa corriente alcance a fabricar una fabricación de tal calibre como la que se ha obsequiado a Javier Cercas como comprensible es el temor a ser arrastrado sin reparos en comparaciones torpes y engaños deliberados que demuestran algo más que descaro.

Pero el mundo es el que es y la política profesional, lo que se espera. Y es misión de la izquierda cambiar esa realidad, que viene en un solo paquete; la comunicación en la sociedad compleja indica que las batallas que hay que librar no se pueden acometer a la carta. Primera ley de hierro de la comunicación política expresada de manera bárbara: si te asustan los ladridos de los perros es que ya te han mordido.

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