
Hace días que oigo decir que “ya basta de poner la vida en el centro” como argumento estrella para reclamar que aflojen las medidas restrictivas de la pandemia. Por más que lo intento, no consigo recordar en qué momento del último año se ha puesto la vida en el centro. A no ser que estemos hablando de poner la vida de las personas de clase alta con segunda residencia en el centro. Entonces sí. Chapeau, Procicat. ¿Qué onda con las vidas del resto?
Poner la vida en el centro va más allá de mantener a la gente en marcha, funcionando como robots, de casa al trabajo y del trabajo a casa (los que tienen). No es ir a mínimos, sino apostar por una máxima: el derecho de todas las personas a tener una vida digna. Poner la vida en el centro sería, por ejemplo, parar los desahucios. Tener en cuenta la salud mental de las personas antes de jugar a la ruleta de las medidas absurdas. Poner toneladas ingentes de recursos en Sanidad y abrir el riego automático de las ayudas para frenar el impacto de la pandemia. Colocar la vida en el centro es la base de la economía feminista y consiste en priorizar el bienestar de las personas ante la productividad y la lógica capitalista; que es, casualmente, todo lo contrario de lo que se ha estado haciendo desde el Gobierno.
Con la excusa de la pandemia están vulnerando derechos y libertades fundamentales, y encima hay quien hace ver que esto es poner la vida en el centro. No cuela. Hay que ser muy básico para entender la vida de manera literal, como contrario de muerte. Poner la vida en el centro y respetar los derechos de las personas no son conceptos opuestos y excluyentes, imposibles de combinar. Son, sencillamente, sinónimos; y la única salida válida para que nadie se quede atrás.


