Hará pronto treinta años que Pasqual Maragall, entonces alcalde de Barcelona, y con motivo de la inauguración del Centro Interconfesional Abraham de la Villa Olímpica, afirmó -junto al arzobispo de Barcelona Ricard Maria Carles- que «la izquierda iba descubriendo que la religión, en lugar de ser ‘el opio del pueblo’, como había afirmado Karl Marx, se convertía en el ‘respiro de los pueblos’». Yo no había escuchado antes un líder socialista de su envergadura haciendo una declaración tan importante como esta sobre el cristianismo.

Nos encontrábamos a unos pocos meses de los Juegos Olímpicos. Tres años antes, el alcalde y el entonces cardenal de Barcelona, Narcís Jubany, habían firmado un acuerdo de cara a la atención espiritual de los atletas, el cual comportaba que la diócesis construiría un edificio en un terreno cedido por el Ayuntamiento en la Vila Olímpica. Mossèn Salvador Pié sería el encargado de gestionar el proyecto, junto con Nuria Iceta. Después de los Juegos, el Centro se convertiría en la actual parroquia del Padre San Abraham.

Aunque desde el mismo nacimiento del movimiento socialista han existido pequeños sectores provenientes del mundo cristiano -Lamenais, Saint-Simon, Owen- que identificaban el socialismo con los valores del cristianismo, la interpretación mayoritaria del socialismo, y por supuesto del comunismo, era asumir los postulados de Feuerbach, Marx y Engels. Para los fundadores del materialismo dialéctico -la filosofía marxista- la religión era una invención de los humanos. Para Feuerbach, que inspiraría a Marx y Engels, Dios no creó al hombre, sino que fue el hombre quien creó Dios.

Feuerbach considera que Dios «es el eco de nuestro grito interior» que nos lleva a una gran alienación como resultado paradójicamente del mismo producto humano. El hombre se entrega a unos valores que él mismo ha creado y que le oprimen. Marx utilizaría la misma teoría de la alienación para entender la sumisión de la clase obrera.

Por otra parte, el cristianismo, mayoritariamente, y de manera especial la Iglesia Católica en los siglos XVIII, XIX y XX y hasta el Concilio Vaticano II, se situaría en contra del liberalismo y, por supuesto, del socialismo. De esta manera, ya fuera por filosofías materialistas o por el autoposicionamiento mayoritario del cristianismo junto a los postulados políticos tradicionalistas y conservadores, el socialismo y el comunismo se han mantenido más cercanos a una visión negativa o muy negativa del hecho religioso.

Para Maragall, la afirmación de la religión como “respiro de los pueblos” era coherente con su vida. Sus padres, católicos practicantes, por no decir su abuelo poeta y el ambiente familiar con dos sacerdotes de referencia, mosén Josep Maria Rovira Belloso y padre Josep Maria Ballarín, con Jaume Lorés -esposo de su hermana Ángeles-, uno de los pensadores católicos de referencia en Catalunya. En un ambiente como este, Maragall creció junto a un catolicismo abierto, catalanista, conciliar, bien lejos del nacional-catolicismo oficial del Concordato vinculado al régimen franquista. Lejos también del catolicismo que se opuso a la República y la Generalitat republicana, pero marcado por las monstruosidades de los primeros meses de la guerra civil española con los miles de sacerdotes y religiosos asesinados. Yo no le pregunté nunca si era creyente o no, pero sí estoy seguro de que Maragall es un «católico cultural».

Era la primera vez que un dirigente importante del PSC ponía radicalmente en cuestión la tesis de Marx y la daba la vuelta. Y eso también fue posible porque en la creación del PSC, en 1978, había un sector de militantes y dirigentes formados en el catolicismo asociativo -desde el Escultismo hasta la JOC- y porque la Iglesia catalana, a partir del Concilio Vaticano II, fue rompiendo de manera progresiva con los modelos rígidos y obsoletos del nacional-catolicismo. La relación del PSC con la Iglesia en Catalunya, a diferencia de otras partes de España, no fue de confrontación, sino, por ambas partes, de cooperación y entendimiento desde sus respectivos ámbitos. Y esto también ha influido en la propia idiosincrasia del PSC.

He pensado muchas veces en esta expresión. Ciertamente, la religión en general, y el cristianismo de manera particular, tiene una dimensión esencial: dar sentido a la vida de las personas, religar sus diferentes dimensiones y proveer de sentido y esperanza. Por ello y para hacer posible el concepto maragalliano de las religiones como respiro necesario, en mi opinión, añadir un aspecto que es indispensable. Pienso en el concepto del papa emérito Benedicto XVI de desmundanización de la Iglesia. Este concepto, que también es central en el Papa Francisco, debe entenderse no como un «retirarse» del mundo sino como un «desprenderse de lo mundano».

Como el Papa emérito explicó en uno de sus viajes a Alemania, conviene entender la desmundanización como la capacidad de la Iglesia «de liberarse de la carga material y política» y de «las pretensiones y condicionamientos del mundo» para adentrarse plenamente a dar sentido y proyección a la vida de las personas, especialmente ahora en un mundo envuelto en el tener y no en el ser. Quitarse de aquellos condicionantes que contaminan la esencia y la práctica cristianas.

Esta mayor credibilidad pasaría por una relectura, entre tradición y renovación, por una proyección pública más coherente -que pueda representar mucho mejor la esencia de su mensaje- y por la pérdida de algunas formas que se podrían entender hace siglos, pero que ahora son sencillamente anacrónicas. Una desmundanización que entiendo, personalmente, como un catolicismo menos normativo y codificado, más cercano a los orígenes, más sencillo, más próximo a los pobres, más espiritual, más cerca de las personas, más acogedor y dialogante.

Hoy, posiblemente, si habláramos del opio del pueblo haríamos referencia al «fútbol», como fenómeno que sí enajena a una parte sustancial de la población levantando pasiones fuera de todo raciocinio. El fútbol, sin embargo, no genera ni sentido y ni esperanza. Solo ilusión, y casi siempre, muy efímera.

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