
Con la reapertura postpandémica de DisneyWorld, en California, un reclamo estrella: la atracción El deseo encantado de Blancanieves ha sido renovada para la ocasión. Qué deseo, me pregunto yo. Si algo se echa de menos en el cuento de Blancanieves es precisamente el deseo y la voluntad de la protagonista. Después de unos meses cerrada por reformas, la atracción cuenta con la última tecnología punta. La renovación de la historia, sin embargo, ni está ni se la espera. El beso que el príncipe hace a Blancanieves -una absoluta desconocida- mientras ella está dormida, inconsciente y totalmente vulnerable sigue presente. El cuento es exactamente el mismo que en el año 1930, donde la noción de consentimiento brillaba por su ausencia.
Las quejas no se han hecho esperar. Y con razón. ¿Hay que recrear una y otra vez la parte de una historia que pone directamente en peligro la integridad física de la protagonista? ¿No sería mejor dejar de inculcar que un beso sin consentimiento está bien? ¿Podemos dejar de hacer ver que una agresión sexual puede ser el inicio de una historia de amor?
Algunos opinan que no, y por eso las reacciones de la Plataforma de Afectados por la Cultura de la Cancelación tampoco se han hecho esperar. Personas empadronadísimas en la tradición que quieren proteger a ultranza todo lo heredado culturalmente, aunque conlleve defender ideas que ponen en peligro los derechos de más de la mitad de la población mundial. Es sólo un cuento, dirán. Pero la realidad es otra: la ficción configura nuestros imaginarios, influencia nuestras conductas y tiene un impacto en la vida real.
Año 2015. Brock Turner, un estudiante de Stanford, agrede sexualmente Chanel Miller durante una noche de fiesta, mientras ella estaba inconsciente. Ni rastro de la manzana en esta historia, pero sí de toneladas de veneno. El de la cultura de la violación, que día tras día apuntala la idea de que los hombres tienen derecho al cuerpo de las mujeres, que su deseo siempre pasa por delante del nuestro. Cuatro años después de un juicio mediático donde Turner, a pesar de ser declarado culpable, fue condenado a sólo 6 meses de prisión, Chanel Miller decide salir del anonimato y contar su historia en Tengo un nombre (editado por Blackie Books). Un relato sobre abuso sexual y justicia patriarcal emocionante, profundo y potentísimo donde narra de manera brillante como el sistema cuestiona la víctima y protege a los agresores.
El cuento es el que es. Tenemos la tradición que tenemos. No hay que quemarlo todo, pero tampoco reproducirlo a ojos cerrados. Siempre es más interesante cuestionarnos: revisar qué es lo que queremos seguir transmitiendo y qué es lo que ha quedado obsoleto. Desde aquí, seguramente podremos ofrecer cosas mucho más interesantes, lúdicas y constructivas a las generaciones que vienen. Quizás ha llegado el momento de pasar página, soltar algunas historias y empezar a leer otras, especialmente las de las que nunca pudieron escribir el cuento.


