
Recuerdo la plaza Catalunya como una enorme paradoja, como soñar mientras alguien te grita que despiertes. El 15M era, para cada uno de sus participantes, una manera de reaccionar. ¿A qué? Al desempleo, a la precariedad laboral, a los desahucios, al inmovilismo bipartidista, al rescate bancario, a las consecuencias del capitalismo, a la degradación ecológica… Había casi tantas explicaciones como personas, tantas indignaciones como sueños. La plaza era esperanza y diversidad.

Ellas, entre otros miles, protestaban alrededor del Parlament de Catalunya contra los recortes del sector público liderados por Convergència i Unió, los más contundentes desde la llegada de la democracia. Por consenso, la inmensa mayoría de las personas que participaban en las acciones del 15M actuaban de manera pacífica. No eran necesariamente pacifistas ni necesariamente antisistema. No eran necesariamente nada. O lo eran todo. Ni entonces ni ahora encuentro una etiqueta para la heterogeneidad que éramos.

Viví casi dos años en Bosnia y Kosovo durante las últimas guerras de Europa Occidental, a finales de los 90. Tenía 21 años. Desde entonces, si no antes, ver a uniformados golpeando a civiles pacíficos me enferma. La brutalidad policial durante el desalojo de la plaza Catalunya generó todavía más indignación. La determinación de la resistencia pacífica, más admiración.

Las asambleas eran lugares iluminadores y frustrantes, demostraciones de inteligencia colectiva y, al mismo tiempo, escenarios ideales para las excentricidades, la parálisis del análisis y los troles. Una coral espontánea y horizontal donde aprender a escuchar, compartir o desesperarte. Una red social analógica creada y retroalimentada en las primeras redes sociales digitales.

Recortar: cortar o cercenar lo que sobra de algo. ¿Qué sobra en un hospital público con meses de listas de espera? ¿Qué sobra en un instituto público con 30 estudiantes por aula? ¿Qué le sobra a un trabajador cuando se jubila después de toda una vida trabajando? No lo sabía hace diez años. Una década y una pandemia más tarde, sigo sin saberlo.

¿Cuál sería el lema de la manifestación? ¿Paremos los recortes o Paremos el Parlament? Siempre me he preguntado si aquella discusión, otra más, tuvo consecuencias para todas las personas que fueron acusadas de delitos contra las instituciones del estado. Al final, el lema fue un híbrido: Paremos el Parlament: no dejaremos que aprueben los recortes. Sin sindicatos ni partidos políticos que lideraran ni ampararan las protestas, un hombre semidesnudo sosteniendo una pancarta de cartón simboliza, para mí, la fragilidad del movimiento, su inocencia y su voluntad adanista de empezar de cero, sin ropas viejas.

La rodilla en la cabeza y la mano sosteniendo las armas incautadas: lápices y bolígrafos. Cuando el 15M rodeó el parque donde está el Parlament, no vi cristales rotos ni contenedores ardiendo. Sentí mucha tensión, escuché insultos a los políticos que entraron andando al Parlament y vi cargas policiales. Alguien le pintó el abrigo a una diputada y lanzó cáscaras de plátano. Resultado: el pleno empezó con 15 minutos de retraso.
Aunque algunos accesos estaban abiertos, el entonces president Artur Mas llegó en helicóptero: difícil estar más alejado de la calle. Más tarde, calificó la protesta ciudadana de kale borroka y, junto al sindicato ultraderechista Manos Limpias, la Generalitat pidió penas de tres a cinco años de prisión para 20 manifestantes. Aquellas protestas, entonces, no eran la voluntad de un pueblo.

Las asambleas del 15M eran una apuesta por la democracia participativa y transparente, un rechazo a la política piramidal y los pactos secretos. Un ejercicio funambulista complicadísimo. Se votaba a cara descubierta y mano alzada: manos separadas, a favor; brazos en cruz, en contra. Manos desnudas como en las cargas policiales, sin armas, sin secretos. Y sin anonimato, con la presión de grupo que eso supone.

En el pedazo de papel rodeado de botas y porras se lee: “ni recortes ni hostias”. Pero hubo recortes y hubo hostias. La resistencia pacífica siempre me ha fascinado. No sé si podría ejercerla sin huir o contraatacar. El fotoperiodismo puede ser eso, una forma de denuncia, de defensa, de contraataque.

El 15M era emoción. Meses intensos de convivencia y utopía dieron para tejer complicidades. Del malestar nacieron amistades, amores y también conflictos: la infinitud de visiones, edades, experiencias políticas e ideologías, más allá de la indignación común, generaban chispazos que la comisión de convivencia intentaba apaciguar. Esta fotografía, tomada el último día de una marcha quijotesca que partió hacia Madrid desde Santiago, Cádiz, Bilbao, Murcia y Barcelona, resume los cuidados, la alegría y el agotamiento de aquellos días.

Fotografiar es elegir qué y desde dónde, al lado de quién o frente a quién. En 2009 viví en Líbano unos meses y lo fotografié desde fuera: el fotoperiodismo paracaidista no puede ejercerse de otro modo. En 2011, durante aquellos meses de agitación en Barcelona, a veces fotografié desde dentro.

A sus 90 años, Fernando García fue okupa durante siete meses. Nacido en un pueblo de Jaén, ocupó durante 222 noches y 223 días su centro de salud, el CAP de Rambla Marina, para evitar el cierre. No estaba solo, le acompañaban varios centenares de vecinos y vecinas de Bellvitge, un barrio del extrarradio de Barcelona. En aquel entonces retraté a ochenta de sus protagonistas, los yayoflautas, me fascinó su determinación, su cohesión y su dignidad hasta el final. Las plazas quincemayistas me parecían fugaces resurrecciones del asociacionismo que construyó los barrios de Barcelona a finales del siglo XX.

Negar es una manera indirecta de afirmar: en el 15M no había partidos, sindicatos, banderas ni portavoces. Algo que sí se aceptaba era la desobediencia civil. Y casi se imponía la no-violencia, para algunos una brújula moral y para otros una estrategia política. En 2017, en la misma calle donde tomé este retrato, las multitudes coreaban somos gente de paz tras los abusos policiales del 1 de octubre. En 2019, tras la sentencia del procés, volaban piedras y pelotas de goma.

Visualmente, las manifestaciones del 15M eran una amalgama espontánea y policromática de ideales y malestares. Ninguna bandera, cientos de lemas y pancartas policromáticas, un ejercicio de creatividad y empoderamiento. En aquel momento se abrían más preguntas que respuestas, y las incógnitas creaban mayores horizontes que las certezas. Más tarde llegaron las mareas, nuevos partidos políticos, el auge de los nacionalismos y los populismos; el final del bipartidismo y, paradójicamente, las manifestaciones monocromáticas y la polarización.

Sin casa, sin curro, sin futuro, protestaban los más jóvenes alrededor del 15M hace 10 años.
Cuántas cosas han sucedido y han cambiado en la última década. Y, releyendo ese lema, cualquiera diría que no ha cambiado nada.


