Gran parte de esta columna habla de los matices y contradicciones que observo en una ciudad que se enorgullece de ser “inclusiva” y “abierta”. Así que creo que ya va siendo hora de pasar cuentas con mi propia identidad británica; es justo.
Los países, territorios y pueblos son a menudo vistos a través de estereotipos y generalizaciones, simplemente es así. Algunos de estos estereotipos tienen connotaciones positivas y otras quedan rondando con un aire de mala reputación. Siempre pensamos en los estereotipos como etiquetas no bienvenidas, colgadas sobre nosotros desde el exterior, y que han conseguido quedarse. Sin embargo, quiero hablar de la forma en la que nos vemos a nosotros mismos, de las características míticas que damos a nuestra identidad colectiva y de cuando esto se convierte en una idea incuestionable de lo que nos define como personas.
Siempre he pensado que no soy nada patriótica, lo más mínimo, soy una londinense que se siente más a gusto con la Union Jack del Reino Unido, si tuviera que escoger, que con la bandera de St George de Inglaterra, que suele ser una marca del nacionalismo inglés británico. Me avergüenza el comportamiento del Reino Unido en el ámbito internacional por haber creado y contribuido directamente a desastres humanitarios en todo el mundo, así como internamente, donde Reino Unido lleva a cabo políticas que empobrecen a los más vulnerables mientras al mismo tiempo los demoniza. Nunca hemos perdido nuestra vena victoriana.
¿Pero, como veía realmente mi país y mi identidad nacional? Lo veía como un país con un sentido sobre exagerado de sí mismo, con una política exterior agresiva e inmoral y profundamente interesada en los negocios y los asuntos económicos, por encima de las cuestiones sociales y políticas. También había llegado a normalizar la opinión que los ingleses son “educados” y tolerantes, aunque también superiores e ignorantes. Despreciaba la actitud de “Inglaterra pequeña” en la que todo el mundo se preocupa por su propio castillo y no por la sociedad, pero también se equilibraba con un lado positivo en creer que esto llevaba a tener menos fricciones entre las comunidades ya una mayor libertad para con los abusos de poder. Sabiendo que el Reino Unido tenía un pasado colonial malvado, parecía que seguía manteniendo unos ideales liberales de tolerancia y un estado de derecho que quería decir que había muchas cosas decentes en el pais.
Esta era la parte fácil; lo que no me había dado cuenta era que no había corroborado, cuestionado o criticado este lado “positivo” de la que creía que representaba mi “Britanidad”. Estaba más que dispuesta a ofrecer las partes malas, pero seguía aferrándome a las “buenas” casi sin cuestionarlas. Tenía ideas preconcebidas y no me había dado cuenta de que podían no ser del todo ciertas. Creía que el Reino Unido era, en general, inmune a algunas patologías de otros países, y que ciertos abusos eran imposibles dado el “tipo de país” que es y el sistema que tiene. Sería una versión revisada del antiguo “civilizados contra salvajes” que había internalizado subconscientemente de nuestro pasado colonial. Estas excepciones que había esculpido de mi país y que las había asociado a mi identidad nacional parecen ridículas, ingenuas y cobardes cuando miro atrás.
Por ejemplo, con el tema del racismo, que por supuesto sabía que existía en casa, había partidos marginales como Britain First y otros movimientos similares que eran antimusulmanes y antiinmigración. Habíamos tenido el brutal asesinato racista de Stephen Lawrence, un joven adolescente negro, en los años 90 y cuando estaba terminando la universidad el ruido en la prensa nacional en torno a los trabajadores polacos y rumanos creció, mientras tanto el Brexit comenzaba a ocupar un espacio más central dentro del panorama político. Aun así, nunca había nombrado el Reino Unido como un país racista, y eso estaba mal. Aún no había aprendido los mecanismos del suprematismo blanco; mi idea de país estaba construida desde dentro por una identidad blanca, y yo era de un Londres multicultural y medio griega. Iba a una iglesia y a una escuela ortodoxa griega, y todo eso me iba a llevar a hacerme unas ideas exageradas de tolerancia y convivencia hacia las que creía que tendía mi isla “inherentmente liberal”.
El Brexit pulverizó muchas de mis ideas preconcebidas de Gran Bretaña. Aunque tampoco quiero caer en la trampa de los del Remain de reducir la salida de la UE a la intolerancia y el fanatismo, hay muchas razones legítimas para querer irse, también es innegable que el Brexit abrió la caja de pandora del resurgimiento del nativismo anglosajón, la única parte de Inglaterra que no conocía o no había querido conocer. Perdí la fe en lo que representaban mis compatriotas y esto se fue haciendo cada vez más evidente, sólo hay que ver la respuesta de los medios británicos al movimiento de Black Lives Matter, como Churchill es tendencia semanalmente en Twitter, y como el gobierno pone los cebos en las “Guerras de Cultura”. Sentí una pérdida de identidad, pero sencillamente lo enterré profundo y no lo extendí a otros “principios”.
La puntilla llegó este mes de marzo, cuando el Parlamento aprobó el proyecto de ley sobre policía y crimen (Policing and Crime Bill), que es básicamente hermana de la Ley Mordaza de aquí. Utilizando movimientos como Extinction Rebellion y las movilizaciones del año pasado de Black Lives Matter como excusa, y bajo la presión de la policía Metropolitana, quien aconsejó “aprovechar la oportunidad”, el gobierno elaboró una lista de deseos para la represión más brutal de libertades democráticas que el Reino Unido haya visto nunca. Hasta 10 años de prisión por vandalizar una estatua y una legislación que permite que las protestas puedan ser declaradas ilegales y clausuradas por un montón de razones arbitrarias como ‘molestia pública’ (public nuisance). La ley no es seria; no se sostiene por ninguna parte. Cualquier última ilusión sobre el estado de derecho, los valores liberales y un procedimiento justo, había quedado al descubierto. Sentí pena y angustia. Siempre había visto con miedo la policía de “Europa” mientras caminaban por las calles armados, cuando en el Reino Unido no van “armados”. En el Reino Unido nunca ha sido obligatorio llevar un documento de identificación personal, lo que me hacía pensar que teníamos un mayor respeto por el individuo privado *giro de ojos*. Este mayo el gobierno anunciará en el discurso de la Reina ni más ni menos, la obligatoriedad de tener un documento de identidad como votante cara las próximas elecciones de un país que no cuenta con ningún tipo de documento de identidad obligatorio mientras las élites hace una incursión en las tácticas de supresión del votante de nuestros primos atlánticos.
De manera muy similar al régimen de Trump de 2016-2020, nosotros, en el Reino Unido, tenemos un gobierno ideológicamente extremista con una oscura red de asesores especiales no escogidos y dirigidos por un charlatán que hará cualquier cosa para quien sea que financie su papel de pared pintado. Dicho esto, ya no pienso caer en la cómoda trampa de pensar que esto es una anomalía, que es “poco británico” y una excepción dentro de una política decente. De hecho es una extensión de gran parte de lo que vive en esta isla “liberal”, la careta ha caído y no me seducirán más tiempo. Tuve pistas desde que en la adolescencia me interesó la política, y las vías para refutar tus puntos de vista están allí si puedes aceptarlos. Aquella Gran Bretaña que “perdí” nunca estuvo, hay partes de ella que existen, pero hay que luchar y nutrirlas; son preciosas y están amenazadas constantemente. Las cualidades que creía que Gran Bretaña tenía no son inherentes. Mi identidad no ha sido sencillamente bendecida con estas cualidades únicamente porque se haya repetido suficientes veces sin cuestionarlo. Deben ser practicadas. Eh, Catalunya, te miro a ti.


