En los últimos años, la política catalana nos ha acostumbrado a los giros de guión, cambios de rumbo, golpes de timón, y pasos adelante, atrás y al lado, fruto de las improvisaciones y las (malas) decisiones precipitadas. Si el acuerdo de gobierno que han presentado Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) y Junts, y que probablemente contará con el apoyo de la Candidatura d’Unitat Popular (CUP) se mantiene y antes del 26 de mayo el Parlament investirá Presidente de la Generalitat Pere Aragonès. Teniendo en cuenta la correlación de fuerzas, este escenario de perpetuación de una fórmula que se ha demostrado agotada y incapaz, sólo puede ser leído como una derrota colectiva de las fuerzas progresistas catalanas. La eterna cuestión de la división de las izquierdas sobrevuela la política catalana, huérfana de referentes progresistas al Govern de la Generalitat, a excepción de los governs tripartitos con el Partit Socialista de Catalunya (PSC), ERC e Iniciativa per Catalunya Verds (ICV).
Dice Pere Aragonès que el acuerdo permitirá un gobierno republicano. Nada más lejano de los valores republicanos que los recortes, las privatizaciones, la educación concertada, la falta de progresividad fiscal, el esencialismo, el nacionalismo excluyente y la deshumanización de los adversarios políticos que ha practicado el Govern de la Generalitat durante la última década. En el imaginario republicano de un referente como Pi y Margall, un gobierno republicano debería garantizar el disfrute de las diversas tradiciones y pertenencias, las cuales viven conjuntamente bajo la premisa de la libre pertinencia. Sobre cómo el proceso está deformando el concepto de república y el ideal de sociedad que hay detrás del republicanismo da para una tesis doctoral. Como decía Julio Anguita, la política es conflicto y pasión por mejorar las condiciones de vida de la gente.
El objetivo del artículo no es indagar más en esta cuestión, ni señalar un partido u otro. Simplemente pretende convertirse en una reflexión sobre los motivos de una oportunidad perdida para un gobierno plenamente republicano, progresista, soberanista, ecologista y feminista, antifascista y antirracista, en línea con los anhelos de gran parte de la sociedad catalana. En este sentido, tenemos dos elementos a tener en consideración de entrada. En primer lugar, tal y como comenté en un artículo sobre los resultados electorales “El mensaje de las urnas“, uno de los mensajes claros y nítidos que dejaron los resultados electorales del 14 de febrero fue un giro a la izquierda del centro de gravedad de la política catalana. Con más de ochenta diputados de partidos de izquierdas, de los cuales más de la mitad formando parte de partidos que se ubican a la izquierda del PSC – ERC, Comus y CUP-, existía la posibilidad de hacer el gobierno más a la izquierda de toda Europa. Produce un profundo desencanto y una sensación de oportunidad perdida, en un contexto donde la mayoría de la sociedad catalana que se autodefine como progresista y soberanista, que las fuerzas políticas no hayan sido capaces de concretar este mandato de la ciudadanía en un programa de gobierno. Un segundo factor a tener en consideración es la victoria en votos de las opciones independentistas. La mayoría en votos y escaños que consiguieron los tres partidos favorables a la independencia en un contexto marcado, no ya por la “cuestión nacional” que se decía en la época de la antigua Convergència, sino por el deseo de ruptura a cualquier precio con la resta del estado como razón de ser de la mitad del pueblo de Catalunya, parece tener preeminencia y justifica cualquier presa de posición política.
En este sentido, Eugenio Trias, de entre muchas reflexiones lúcidas y aún vigentes para descifrar el ecosistema político catalán decía lo siguiente: “desacralizar la concepción patriótica y nacionalista es tarea urgente de los que quieran que el pensamiento político y social se nutra de conciencia ilustrada, moderna y civil”. El proceso ha distorsionado las lógicas relacionales entre los partidos, difuminando la ideología entendida como conjunto de ideales, principios y doctrinas políticas, económicas, sociales y culturales plasmadas en un programa político y con el objetivo de instaurar un cierto modelo social, laboral, fiscal, etc. En Catalunya usamos mucho el concepto “proyecto de país”. Me atrevo a decir que si algo genera consenso entre la sociedad catalana (la del 52% y la de 48%) es que la ausencia de un proyecto de país ha sido denominador común de los partidos (independentistas y no independentistas) durante la última década. La independencia como medio es un método que puede ser válido, necesario y suficiente, pero como un fin en sí mismo, no significa nada de entrada. Llevar al conjunto de la ciudadanía a un “salto al vacío” ha sido probablemente uno de los hechos más irresponsables de la historia política de Catalunya.
Una de las causas que “nos han llevado hasta aquí”, en la reedición de un pacto de gobierno que no ha funcionado, es la falta de una alternativa política al proyecto de país o en la idea de país hegemónica, inamovible en la era democrática. A día de hoy, no hay un contrapeso al cada vez más marcado nacionalismo populista que practica la derecha catalana con representación en el Parlament, que no es la única existente, pero es la que monopoliza la representación del espacio ideológico. Una y otra vez, los partidos de izquierdas se encuentran subyugados a su discurso, a sus marcos de pensamiento, a su retórica e incluso su indefinición ideológica.
Pocos días después de haberse cumplido el décimo aniversario del 15-M, las fuerzas progresistas necesitan reflexionar y actuar. Reflexionar sobre sus objetivos, su razón de ser, su utilidad, la sociología de sus votantes, sus preocupaciones, angustias y anhelos. Reflexionar sobre las razones de los vetos cruzados, de la política de trincheras, de la desconfianza mutua y del deseo de derrota de la fuerza vecina con quien compartes tantas luchas dentro y fuera de las instituciones. Qué ganancias y pérdidas tienen estas prácticas, a quién benefician y a quién perjudican, más allá de la esfera de los partidos. Reflexionar sobre la lógica competitiva de su relación y las prácticas capitalistas aplicadas a la acción política como la deriva obsesiva de querer ocupar el espacio del otro a costa de hacerlo fracasar para capitalizar la decepción de sus votantes.
También hay que actuar. Rompiendo puentes, generando espacios de diálogo, buscando elementos de consenso, encontrando las luchas compartidas y dando respuesta a las necesidades colectivas. Vivimos en una era de incertidumbres, pero tenemos algunas evidencias. Sabemos que el crecimiento tiene un límite, que la vivienda es un derecho, que no hay Planeta B, que la política tiene que poner las personas en el centro, que los servicios públicos salvan vidas, que transición ecológica es inaplazable, que la precarización destruye el tejido productivo y empobrece la mayoría, que no se puede especular con la vida. Vivimos en una sociedad angustiada por su futuro y desencantada con el presente. Las fuerzas progresistas deben trabajar conjuntamente para abrir horizontes de esperanza hacia los sujetos que acabamos de mencionar. En Catalunya nos hemos convencido, equivocadamente, que el proceso ofrecía la única utopía disponible, una libertad en forma de República Catalana independiente que acabaría con las disfunciones del actual sistema político e institucional, proveyendo al conjunto de la ciudadanía una mejora automática de sus condiciones de vida. El catalanismo de izquierdas tiene el deber de trabajar para vestir una alternativa donde el centro de la acción política sea la gente, el pueblo entendido como el conjunto de la ciudadanía, más allá de los sentimientos de pertenencia de cada uno. Un programa que permita liderar el escenario político sin tutelas de una derecha que no tiene un interés real en cambiar las condiciones materiales de vida de la ciudadanía.
Las últimas elecciones al Parlament de Catalunya permitían explorar un escenario donde la gestión política se enfocara a no dejar a nadie atrás, a garantizar los derechos fundamentales, el blindaje de los servicios públicos y poner las necesidades, las preocupaciones y las inquietudes del conjunto de la ciudadanía en el centro. Las desconfianzas, el desprecio, la crispación, la beligerancia y la falta de una utopía disponible propia del progresismo catalán han impedido la constitución de una alternativa de gobierno al servicio del pueblo en su globalidad y diversidad. Una oportunidad perdida.


