Estoy en la ronda del Guinardó con el carrer de Sardenya, el campo del Europa a mi espalda. El número 534 de esta última es un edificio emblemático en esta zona de la ciudad. Mira hacia la plaça Sanllehy y ocupa una posición privilegiada al ejercer de encrucijada entre dos realidades, puerta de Gràcia y mayordomo del Baix Guinardó, hasta entonces huérfanas de tanto cemento.
Desde mi posición atisbo la ruta hacia el Guinardó, pero como conozco los sedimentos no puedo prescindir de la idiosincrasia del enclave. Hasta los años cuarenta Can Sampere, además de sus enlaces con la antigua travessera de Dalt y la riera de Can Toda, conectaba con una inmensa extensión de vías rurales a través del camino de la Legua, mencionado por Juan Marsé en Ronda del Guinardó mediante las siguientes palabras: “El camino de la Legua serpenteaba entre altas tapias semiderruidas a lo largo de más de un quilómetro, hasta alcanzar la falda del Guinardó orlada con volantes verdes de pitas y chumberas y franjas de tierra calizas. A sus espaldas, la ciudad se apretujaba hacia el mar bajo una lámina rosada y gris.”
En mi caso no descubrí este sendero por el escritor frontera de la zona, sino porque gracias a Carles Sanz se conservan setenta y cinco metros de su trazado junto a una placa en su memoria, posible gracias a este ciudadano; de otro modo su muro hubiera sido cimentado por el Ayuntamiento, perdiéndose su formato original, pedregoso de aires agrícolas, como lo fue este barrio hasta la calamidad de la Gran Vía de la ronda del Guinardó, pues ese y no otro es su nombre exacto según los documentos oficiales.
La ronda comió terreno a lo antiguo de forma paulatina, hasta destrozarlo por completo a mediados de los años setenta. Así fue como los coches, con el regalo de la línea cuatro del metro para apaciguar ánimos, coparon ese kilometraje, cargándose calles tan hermosas como la de la Bona Sort y nacimientos de torrentes como el de Delemús o del Lligalbé, único resistente a duras penas y urgido, junto a los pasajes hermanos de Boné y Sant Pere, de una revisitación municipal para convertirlos, esa es mi propuesta, en un lugar referencial, mezcla de centros de estudios de la barriada y rincón pedagógico para comprender cómo fue el entorno hasta no hace tanto.

El Baix Guinardó se reconfiguró a lo largo del último tercio del siglo XIX con la llegada de la Compañía General de Aguas de Barcelona, la vecina más inmediata del viejo camino, con alumbrado público en 1898 y según algunas fuentes de considerable longitud, de ahí su bautizo en legua, aunque esta se fragmentaba en callecitas como la de San Cirilo, esfumándose luego del nomenclátor, si bien lo más probable de su pequeña Historia sea cavilar sobre una continuación hasta el Guinardó por el tramo actual comprendido entre el carrer Cartagena y Sant Quintín, desde finales del Ochocientos en perpetua modificación, hasta ser absorbido por la ronda.
La Compañía General de Aguas se erigió en verdugo de su salida a la calle de acuerdo con los planes urbanísticos del primer Franquismo, decidido a modificar los campos para teñirlos de asfalto y velocidad. Antes de ello, por pura lógica, convenía ponerse manos a la obra, y la ocasión surgió por una de esas iniciativas tan ignoradas de los años cuarenta, aquí consistentes en procurar apartamentos modernos para los trabajadores de la gran empresa.
Estos se planificaron a finales de esa década, acogiéndose a dos leyes de vivienda de renta limitada para la inexistente clase media de la dictadura, una excusa como cualquier otra para rellenar huecos, dar lustre y alterar el paisaje hasta dejar una impronta muy desdeñada por la vagancia barcelonesa en mirar al haber asumido los mandamientos estéticos idóneos para los turistas, basados en Modernismo y poco más, como si todo el legado posterior no mereciera la menor consideración o respeto.
El primer cachito moderno de la ronda Guinardó alcanza de su cruce con Camelias y Sardenya hasta Praga y la neonata Abd el-Kader, aprobada por la Casa Gran en noviembre de 1950, sin determinar su ubicación.

Estos bloques de la ronda contienen múltiples secretos. El primero de ellos remite a la proximidad de los mismos con la Compañía, de ahí su rango inaugural, únicos en esa línea recta en descenso porque al otro lado, enfocado hacia Gràcia, solo les acompañaba la finca del 534 de Sardenya, con aroma a frustración de un proyecto donde quizá ambos costados debían armonizarse a través de una ortodoxia estética entre racionalismo y leves toques fascistizantes.

El segundo nos conduce al sustento del todo. Si se quiere aprehender la esencia de este conjunto firmado por diversas rúbricas debemos partir de la plaça d’Alfons X el Savi, dominada por una enorme mole, punta de lanza independiente y eje vertebrador del conglomerado comprendido entre los números 31 y el 19 de la ronda, con la excepción del 27, fechado en 1964 y vistoso desde su fealdad, más realzada al desmarcarse del resto de fachadas. El arranque de las mismas se cifra en el número 31, en ángulo y con una distribución muy eficiente de las viviendas desde lo tramado por el casi anónimo arquitecto Luis Durán, de quien poco más sabemos, aunque una anotación dispersa le otorga la autoría del Bloc CLIP, Còrcega Lepanto Industria Padilla, de la misma época y normalmente reconocido a Raimon Durán i Reynals, un clásico con mucho bagaje a sus espaldas durante este período, hasta el punto de ser, junto a Francesc Mitjans, el padre de la edilicia del primer Franquismo barcelonés. La confusión nominal y las similitudes entre ambas piezas invita a una cierta duda.

Durán se halló ante su gran oportunidad y no la desaprovechó a partir de una espectacular distribución interior y un exterior donde nutrió al frontis de balcones corridos para diferenciarse del rascacielos, así lo podemos juzgar, que le antecede, también de su cosecha, con truco, como explicaré con detenimiento en la próxima entrega. En el lateral correspondiente a la ronda combina balconadas más sobrias con motivos típicos de ese instante para dar pie a sus colegas de oficio, una miscelánea bastante surrealista al incluir al manresano y socio fundador del GATPAC Pere Armengou, quien en su segmento procuró locales en los bajos, y al madrileño Pablo Canto, desatado en la localidad murciana de Yecla por llevar al extremo el estilo de posguerra al prescindir de todo rigor y trasladarlo a la arquitectura religiosa.

Estos bloques de ronda Guinardó, de cromatismo blanco y ladrillo en la mejor tradición del momento, son un certificado de defunción y el alba de una modernidad devastadora, claro contraste con los aledaños, aún medio vírgenes. Sus propietarios, no todos correspondían a la Compañía de Aguas, tuvieron vidas dispares, enterrándose sus ilusiones de riqueza con los años, y en esto encajaban sin quererlo, algo más evidente por lo opuesto de sus situaciones simultáneas, con los Navarro Manau, artífices del asesinato de Carmen Broto, enterrada en un huerto de la calle Legalidad la madrugada del 11 de enero de 1949. El joven Marsé, según su propia leyenda, vio al amanecer de ese martes el Ford Sedán donde se perpetró el crimen. Quizá en la lejanía, preocupado por no arribar tarde a su trabajo de aprendiz de joyero en el carrer de Sant Salvador, tuvo tiempo para mirar hacia el camino de la Legua y asustarse, otra vez, por la contradicción entre la verticalidad emergente en Sardenya y lo rústico de la última tumba de una mujer desesperada, superviviente, fúnebre guinda de la etapa más oscura de la Barcelona reciente.



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