“A state without means of some change is without the means of its conservation”
Edmund Burke. Reflections on The Revolution in France (1970)

En el debate de investidura del president Aragonès, Salvador Illa reivindicó la etiqueta política del tarradellismo. Una denominación que ha hecho furor entre los sectores más conservadores de la política catalana, que se limitan a reivindicar una parodia del ocaso vital de Josep Tarradellas, los años del marquesado otorgado por Borbón y el “dictum” sobre la política y el ridículo, reducido a un agregado para menospreciar cualquier propuesta política fuera de los márgenes del statu quo.

El ejemplo más evidente de esta deformación del tarradellismo lo dio el Gobierno Sánchez cuando impuso el cambio de nombre del aeropuerto del Prat a “Aeroport Josep Tarradellas”. Sin entender que imponer su nombre a una infraestructura clave para Catalunya, sobre la que la Generalitat no tiene ningún tipo de capacidad de incidencia, era un auténtico desprecio del legado de quien fue president de la Generalitat en el exilio. En cambio, ilustra perfectamente como el núcleo central del PSOE entiende el federalismo y la plurinacionalidad: una capa de pintura que sirve para decorar una estructura esencialmente centralista y centralizada.

Es posible que Salvador Illa contemple el tarradellismo desde una perspectiva más amplia, pues su mentor en la Roca del Vallès fue Romà Planas, un tarradellista de larga trayectoria. Sin embargo, fue la portavoz Republicana, Marta Vilalta, quien reivindicó una visión más compleja de Tarradellas, recordando su exilio como secretario general de ERC y como presidente de la Generalitat. Hoy seguramente es más necesario que nunca reivindicar esta complejidad, como la del acuerdo que lo restauró como presidente.

El president Aragonès y el presidente Sánchez han mostrado su voluntad de reactivar la mesa de negociación entre el Gobierno del Estado y el Govern de Catalunya. No son pocos los que la dan por fracasada, sin que ni siquiera haya empezado su trabajo. El fracaso parece inevitable si el Gobierno Español no sale de la zona confort utilizando la legalidad como escudo y excusa, obviando las puertas que abre la mayoría de progreso y plurinacional en el congreso, si el PSOE quiere.

¿Quiere decir esto que el PSOE tenga que asumir la amnistía y la autodeterminación? Como mínimo las debe entender como demandas legítimas y les tiene que dar respuesta. La resolución de conflictos enquistados, a menudo requiere soluciones imaginativas, no previstas, que puedan dar soluciones a ambas partes.

La restauración de la Generalitat en el exilio, es un ejemplo claro. Suárez quería que Tarradellas aceptase la presidencia de una nueva mancomunidad. Tarradellas era consciente de que lo que daba sentido a los años de exilio era la restauración de la Generalitat republicana. Finalmente la negociación a tres entre el Gobierno Español, Tarradellas y los partidos políticos catalanes culminó con el retorno a Tarradellas y la restauración provisional de la Generalitat, como predecesor directo del primer Govern de la Generalitat surgido del Estatut de Sau en las elecciones de 1980. Tarradellas consigue la restauración de la Generalitat en su persona y el reconocimiento de la continuidad republicana, mientras que los partidos políticos catalanes y el Gobierno Español consiguen que esta restauración no condicione la nueva institucionalidad de la transición.

Otro ejemplo relevante -y más reciente- lo encontramos en la resolución del conflicto entre Grecia y Macedonia del Norte. El conflicto provocaba que externamente el país fuera conocido como FYROM (Former Yugoslavian Republic of Macedonia) y su aislamiento de numerosas instituciones multilaterales como la OTAN o la Unión Europea. El conflicto se mantuvo congelado, hasta que el socialdemócrata Zoran Zaev accedió al poder en 2017 con un mandato explícito para solucionarlo y encontró en Alexis Tsipras un interlocutor viable. En 2018 los dos Gobiernos firmaron el acuerdo de Prespa aceptando el nombre de Macedonia del Norte a cambio del desbloqueo griego. A pesar de las dificultades – acusaciones de traición a Tsipras, poca participación en el referéndum por el cambio de nombre a Macedonia – los dos Parlamentos ratificaron el acuerdo. Hoy, Macedonia del Norte ha accedido a la OTAN y contempla su accesión a la Unión Europea.

La solución Tarradellas – como en su regreso, como en el caso de Macedonia del Norte, como en los acuerdos de Viernes Santo en Irlanda del Norte y tantos otros – requiere cintura, imaginación y liderazgo. Tres características que, hasta ahora, han brillado por su ausencia. Ha habido dos momentos en que se ha avistado esta audacia: la Declaración de Pedralbes, y su apuesta por un relator; y la constitución de la Mesa de diálogo, con el reconocimiento expreso del conflicto entre el Estado y Catalunya. El primero no resistió la manifestación “trifachita” de Colon y terminó con elecciones anticipadas, el segundo fue víctima del Covid y el intento frustrado del PSOE de convertir a C’s en su socio preferente.

A menudo se pone la excusa en las preferencias de la ciudadanía del conjunto del estado, practicando el vicio de confundir el estudio de la opinión popular con los límites de lo políticamente posible. Los politólogos Robert Ford y Philip Cowley advierten de este error a “Sex, Lies and Politics” cuando ponen el ejemplo del primer ministro australiano Bob Hawke que, tras ser informado sobre las actitudes racistas de algunos de sus votantes, la pidió al encuestador que había que hacer para cambiarlo. Tal y como apuntan Christopher M. Achen y Larry Bartels en “Democracy for Realists” las preferencias de la ciudadanía se forman -y cambian- a partir de las acciones de sus referentes políticos, mediáticos y culturales. El ejemplo reciente más espectacular de este mecanismo lo podemos encontrar con las actitudes del electorado republicano estadounidense hacia Rusia durante la presidencia Trump, cuando Putin se convirtió en uno de los líderes mejor valorados por un segmento de la población históricamente muy beligerante con Rusia.

En noviembre de 2019, el Centro de Estudios de Opinión hizo una encuesta en el resto del Estado sobre la relación entre Catalunya y España. Allí apuntaban a que un 36,2% de la ciudadanía del conjunto del Estado sería favorable a un referéndum, que un 68% consideraba necesario solucionar el conflicto mediante el diálogo y la negociación -un 21,2% sin límites y un 46% dentro de la constitución- y que un 33,9% consideraba injusto el encarcelamiento del Govern de la Generalitat y los Jordis. No se puede decir que en España exista la mayoría a favor de la libertad y la autodeterminación que si existe en Catalunya, pero sí hay suficiente margen para una negociación ambiciosa y sin vetos. Tampoco se puede menospreciar el 33% a favor del referéndum y la libertad de los presos, sobre todo cuando la posición del grueso de los partidos, opinadores y medios de comunicación estatal ha sido una de rechazo unánime y criminalización del movimiento independentista.

La solución Tarradellas requiere que el PSOE abandone la política lampedusiana que cree posible volver al oasis catalán con medidas de gracia discrecionales y con reformas superficiales que no alteren los fundamentos de la relación entre Catalunya y el Estado. La solución Tarradellas exige de valentía y coraje para romper un discurso sobre “el constitucionalismo” que, lejos de reflejar los acuerdos del 78, ha consagrado su reinterpretación aznarista. Sin compromiso y ambición para un diálogo entero y voluntad de abordar el fondo del problema no habrá manera de solucionar el conflicto, ni de combatir la hegemonía institucional, cultural e ideológica de la derecha nacionalista española.

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