ARCHIVO | La Policía Nacional se lleva una de las urnas del referéndum para la independencia del 1 de octubre de 2017 en Cataluña ante las protestas de los votantes

El otro día mantuve un intercambio de mensajes en Twitter con Ignacio Molina, investigador senior del Real Instituto Elcano y profesor de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Madrid. Siempre es interesante leer a personas que, al margen de su mirada particular, aportan argumentos y razonan sus puntos de vista –especialmente en tiempos de odio e inmediatez tuitera-. En mi opinión, Molina cumple con este requisito y, tal vez por eso, me sorprendió su valoración express de los resultados del último barómetro del Centre d’Estudis d’Opinió (CEO).

Decía Molina en su mensaje en twitter: “Solo un 19,7% de los catalanes considera España un Estado extranjero del que mi país no debería formar parte, solo un 24,1% se siente solo catalán, solo un 34,2% cree que Catalunya debería ser un Estado independiente”. Con la simplicidad que requiere dicha red social, solo acerté a contestar: “Solo un 75,1% de los catalanes considera que los catalanes tienen derecho a decidir su futuro como país votando en referéndum“; solo un 50,3% de los catalanes votarían a partidos independentistas en unas nuevas elecciones catalanas”. Todos estos datos –los que aportamos ambos- comparten fuente y refieren al mismo grupo de personas entrevistadas.

La conversación continuó cuando mi interlocutor criticó el sesgo de la frase los catalanes tienen derecho a decidir su futuro como país votando en referéndum. Así lo explican Ignacio Molina y Pau Marí-Klose en un artículo de 2015 titulado “El referéndum no es la solución”, publicado en el País. Si bien es cierto que el ciudadano siempre prefiere ser escuchado cuando se han de tomar grandes decisiones, se podría entender que la mejor solución no solo es la preferida sino la que menos detractores tiene. En el caso catalán, sorprende ver como más de un 20 por ciento de los votantes de PP y Ciudadanos y más de la mitad de los electores del PSC consideran que los catalanes tienen derecho a decidir su futuro como país votando en referéndum. O lo que es lo mismo: el referéndum como herramienta levanta pocas resistencias entre la mayor parte del electorado catalán. Un aspecto clave que en muchas ocasiones se menosprecia, poniendo énfasis en la presunta fractura social que provocaría la celebración del mismo.

El barómetro del CEO publicado el pasado 28 de mayo de 2021 arroja otros datos interesantes. Solo un 8,3% de los catalanes se muestra muy en desacuerdo de que la ciudadanía catalana decida su futuro como país en referéndum. El pasado 14 de febrero, VOX obtuvo un 7,69% de los votos, Ciudadanos un 5,57% y el Partido Popular un 3,85%. Además, podemos aceptar que el sesgo es menor cuando ofreces gradualidad en la respuesta. La afirmación mencionada tiene diversos grados de aceptación: muy de acuerdo (53,3%), bastante de acuerdo (21,8%), ni de acuerdo ni en desacuerdo (2,8%), en desacuerdo (10,4%) y muy en desacuerdo (8,3%). El referéndum como herramienta sigue gozando de prestigio social más allá de las fronteras del independentismo y de un nivel de resistencia sorprendentemente bajo.

Molina y Marí-Klose también se refieren, en su artículo de 2015, al porcentaje de catalanas y catalanes que menciona el referéndum como solución principal –e idónea- al conflicto entre Catalunya y España. Según datos del GESOP (febrero de 2014), solo un 49% se decantaba por el referéndum. Dos años más tarde, el GESOP, por encargo de El Periódico, volvió a preguntar sobre esta cuestión y los resultados fueron ilustrativos. A la pregunta “¿Está a favor de que se convoque un referéndum sobre la independencia en Catalunya?”, un 49,6% se mostraba favorable –al margen de la opinión del gobierno del Estado-, un 35% solo lo aceptaría si contaba con el previo acuerdo entre Generalitat y Moncloa y un 13,8% se oponía en todos los escenarios. Y en ese contexto de bloqueo nos encontramos.

El debate posterior al otoño de 2017 debe girar alrededor de diálogo, negociación política y sobre los mecanismos que puedan ser aceptados por ambas partes –y ambas sociedades- para resolver el conflicto. Es cierto que en Catalunya un 24,3% de los ciudadanos se refieren a España como “su país”, que un 25,6% proponen como solución óptima un Estado federal o que un 72,3% prefiere una república a una monarquía. Son datos relevantes que influyen en la cuestión soberanista. Tal vez sería el momento de que el Gobierno del Estado ponga sobre la Mesa qué agenda propone para Catalunya; de manera que los ciudadanos también se puedan expresar sobre esta. El gran ejercicio pendiente sería ofrecer claridad a los escenarios y a las consecuencias de un hipotético referéndum.

Por último, me gustaría hacer referencia a uno de los aspectos que mencionan Molina y Marí-Klose: la cuestión identitaria. En su artículo se apoyan en la idea de que Catalunya no es un solo pueblo para cuestionar la idoneidad del referéndum como herramienta para la solución de conflictos. Equiparan el caso catalán al de Bélgica, el Ulster o Chipre –en términos de pluralidad social- cuando en realidad son escenarios muy diferentes. En Bélgica existen dos comunidades monolingües con una capital-región compartida, en el Ulster la religión y la violencia marcan su evolución histórica y en Chipre se plasman las disputas de dos Estados soberanos. El caso catalán, aunque probablemente lejos de la uniformidad escocesa, es singular en su pluralidad –y necesita de soluciones propias-.

En conclusión, el referéndum es la solución que menos resistencias levanta entre amplios sectores de la sociedad catalana. Este hecho, en realidad, resulta incómodo tanto a bravos independentistas que reivindican la legitimidad del 1 de octubre como a nacionalistas españoles que sueñan con uniformidad y venganza. El ‘empate eterno’ en el que nos situamos en la actualidad debe dar paso a una época de negociación activa que se inicie con los indultos y la mesa de negociación, siempre teniendo en consideración la opinión de la ciudadanía. Sin el concurso de los catalanes y las catalanas –y tal vez, sin la tolerancia de una gran parte de la sociedad española- no se podrá avanzar en una solución democrática profunda y duradera.

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