Hace pocos días se reunía el G7 en la ciudad de Cornualles del Reino Unido. Boris Johnson y la longeva Reina de Inglaterra eran los anfitriones de este reducido y excelso club de las grandes potencias occidentales. Después de los cuatro años de trumpismo, las reuniones han vuelto a ser esperables y pacíficas, y solamente el anfitrión se ha permitido algunas salidas de tono sobre las consecuencias del Brexit.

El G7 nació en 1973 y está formado por los Estados Unidos, Canadá, Japón, Francia, Alemania, Italia y el Reino Unido y, desde hace varios años, cuenta con la presencia de los dos líderes de la Unión Europea. Años después de la caída del muro de Berlín, Rusia -el año 1998- entró a formar parte de este grupo, que abandonó como consecuencia de la guerra de Crimea (2014). Los miembros del G7 representan aproximadamente el 65% de la riqueza mundial y durante muchos años, prácticamente durante más de cincuenta años, han sido el motor principal de la economía mundial, controlando los flujos financieros .

En 1999 se creó el G20, que agrupaba los países del G7 más Rusia, China, Brasil, México, Corea del Sur, India, Indonesia, Turquía, Arabia Saudita, Sudáfrica, y la Unión Europea. El G20 es el espacio de encuentro anual -con una clara dimensión económica- de las potencias occidentales con las emergentes.

En el 2009, en la ciudad del centro de Rusia, Ekaterimburgo, se produjo la primera y más emblemática reunión constituyente del BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica). Rusia ya se había recuperado de los años críticos y caóticos posteriores a la caída de la Unión Soviética (1991); China ya emergía como una nueva potencia mundial, convirtiéndose en la gran fábrica del mundo; Brasil venía de la época dorada de Lula da Silva; la India iba cogiendo -cada vez más- un importante empuje económico, y Sudáfrica se incorporaría un poco más tarde. BRICS era la respuesta al G7. Eran países, con la excepción de Rusia, que habían sido colonizados y controlados por Europa o Japón, que habían pasado muchos años de gran crisis económica y que, a partir de los inicios del nuevo siglo, se habían industrializado y emergían como nuevas potencias.

Si durante la segunda mitad del siglo XX el mundo había sido controlado por dos superpotencias -el mundo bipolar-, con la caída del muro de Berlín y el subsiguiente hundimiento de la Unión Soviética, los Estados Unidos de América se habían convertido en la gran potencia del mundo, e incluso el conocido intelectual estadounidense Francis Fukoyama postulaba temerariamente el final de la historia como el resultado de la abrumadora victoria del capitalismo americano.

Pero el mundo es, felizmente, mucho más complicado, complejo y rico, y progresivamente este polo de poder empezaría a resquebrajarse -la imagen icónica es la caída de las Torres Gemelas en Nueva York- con la emergencia del terrorismo internacional, el enfrentamiento con el mundo árabe, la recuperación de Rusia y el inverosímil despertar y desarrollo de China.

Así, pues, el G7, con Estados Unidos a la cabeza, se encontró con un Oeste y un Sur que quieren participar de las decisiones económicas y políticas del mundo. Unos países que quieren conseguir una mejor y más equitativa distribución de la riqueza mundial. Hay un dato que muestra el desequilibrio del reparto de la riqueza del mundo, y es la siguiente: el G7 representa el 10% de la población mundial, el casi 50% del PIB mundial y -atención! – el 75% del gasto social del mundo. Con China a la cabeza, seguida de Rusia, el mundo deja de estar sometido a los intereses únicos del mundo occidental y lidera una revuelta para cambiar las normas de juego de las relaciones internacionales.

Es cierto que la mayoría de estos países emergentes tienen graves problemas de desigualdades en su interior que afectan y afectarán más sus políticas de cohesión social y, al mismo tiempo, China, aún bajo el control del Partido Comunista Chino, y Rusia, moviéndose cada vez más hacia un régimen autoritario, quedan lejos de los modelos liberales occidentales, respetuosos con los derechos humanos básicos. Sin embargo, y especialmente si nos referimos al gigante asiático, que ha sido capaz de sacar cientos de millones de personas de la más estricta pobreza, se debe tener prudencia a la hora de querer juzgar sus procesos políticos con ojos estrictamente occidentales.

Las relaciones internacionales durante siglos han sido asentadas en el principio del interés nacional. Únicamente se llegaba a un acuerdo internacional sólido si el interés nacional sumaba esfuerzos con el interés de la otra parte. De hecho, el nacimiento de la CECA es la respuesta cooperativa de intereses nacionales tras la sangrienta II Guerra Mundial y ha sido el mejor invento para detener las guerras europeas, después de siglos de confrontación.

La lógica de la confrontación vuelve a aparecer en la cumbre del G7. El peligro, el enemigo, se llama China, un país que podría amenazar los países occidentales. Mi pregunta es muy sencilla: ¿no sería mejor sentarse para cooperar para hacer un mundo mejor y no competir? ¿El G7 no puede sentarse con China, compartiendo las oportunidades y amenazas que todos vivimos para entender que los desafíos rebasan las fronteras nacionales o regionales? ¿Seremos capaces de no cometer errores pasados y sabremos proyectar caminos futuros?

Ante la parálisis de las Naciones Unidas, los grandes países del mundo que marcan de verdad la agenda internacional deben trabajar al servicio de sus intereses nacionales, regionales y, también, globales. Existe un solo mundo. Las amenazas, empezando por el cambio climático, son inmensas: ¿no nos corresponde cambiar de paradigma? ¿Podemos cooperar?

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