Durante muchas semanas he caminado el torrent de la Guineu para comprenderlo. A la hora de escribir sobre su triple nacimiento tengo el problema de no poder multiplicarme, pues por ahora sólo tengo una entidad corporal. Por eso mismo explicar su descenso desde el Guinardó resultará complicado, aunque no está de más intentar la proeza.
Estoy en el parque del Guinardó y abordo su primer ramal desde la Fuente del Cuento, por donde bajaba hasta alcanzar un cruce hoy en día desdibujado, el de avinguda de Verge de Montserrat con Garriga y Roca. Ese ángulo, poco frecuentado por los habitantes a partir de una escalera útil para contemplar fantásticas vistas, encierra un enigma por su forma. Hasta después de la Guerra Civil albergó una especie de castillo, propiedad de Francesc Mascaró, uno de los grandes terratenientes de la zona, más sorprendente si cabe por lo yermo de la misma a finales del siglo XIX.

Desde este punto el torrente seguía su camino hacia el passatge dels Garrofers. En su junción con el carrer de Varsòvia aún se conserva la casa Salvador Boloix, alzada a principios de los años veinte y característica por su sencillez, sólo disimulada por una decoración cerámica localizable en otros inmuebles cercanos, al menos hasta la previsible irrupción de la piqueta, muy poco respetuosa con el bonito legado de este barrio, en ocasiones con premeditación, nocturnidad y alevosía, como si destruir a escondidas evitara la formulación de preguntas.

La curva de la vivienda señala el paso de la Guineu, perdiéndose hasta llegar a otra confluencia, en este caso la del número 4 de Sales i Ferré, esquina con Art. Este domicilio tenía uno de sus hemisferios en Sant Martí y otro en Sant Andreu, algo debido a la implacable lógica fronteriza de nuestro protagonista, cuyo segundo ramal, casualidades de la vida brotaba de la estribación más alta de esta calle, dedicada desde 1949 al fundador del Instituto de Sociología.
Estos últimos meses Sales i Ferré ha cobrado popularidad en los aledaños porque en su encrucijada con la rambla de la Montaña alguien ideó un nido para un ratoncito Pérez de mentira, amado por los vecinos, defensores de esa hermosa excentricidad presente hasta no hace tanto en otros lugares de la ciudad, como en Les Corts. Estos roedores de cartón son maravillosos tanto por lo espontáneo de su creación como por las sonrisas emanadas ante su presencia.
La mía es perpetua en esta calle. Su cima se halla al final de unas escaleras con casitas de planta y piso a su izquierda. Para quien quiera visitarlo recomiendo encarecidamente recrearse en las tres fincas casi adyacentes a Verge de Montserrat, ejemplo de Modernismo popular y con el engaño contemporáneo de sus tres colores para darles un toque inconfundible, por lo visto irrelevante para declararlas bien patrimonial o dar con su autor, inencontrable en mis investigaciones por el Arxiu Municipal.

Desde la cumbre de Sales i Ferré el segundo brazo de la Guineu desfilaba hasta otra unión fundamental de este sector del Guinardó, la de Amílcar, pista libre hacia Vilapicina, y Verge de Montserrat. Este tramo es un choque de estéticas, estilos y cronologías, con hileras de villitas enturbiadas en su belleza por una mole roja erigida en 1961, cuando era azul, hasta enterrar siempre el recuerdo de otro hito de este entorno rural, la Quinta Paquita, a priori una masía, si bien por las pocas imágenes existentes asemeja a una sucesión de no tan pequeñas edificaciones.
A lo largo de 1916 la pusieron a la venta, y quizá entonces cambió hasta adquirir el aspecto de las instantáneas. Su ubicación era idónea al encontrarse a pocos pasos de la plaça Catalana, hermana distante de la Font Castellana, no en vano ambas se engarzan desde la imperfección en el mapa.

Desde aquí el torrente se inmiscuía en Varsovia hasta el trecho inferior del carrer del Centre, así llamado por configurar el trozo central de la urbanización consecuencia de las adquisiciones de Salvador Riera cuando se cerraba el Ochocientos.
Hasta el momento, todo se andará, estas trillizas no confluyen. La última partía donde se entrecruzan las calles de Ercilla y Camil Oliveras, tranquilas y de continua curvatura, hermanas de zigzagueo y no tan rotundas en su vertiginosa pendiente si la comparamos con la de Llobet i Vall-Llosera, nuestro particular San Francisco sin Steve Mc Queen, donde la Guineu se deslizaba para mirar de soslayo la plaça Catalana, una rotonda demasiado poco ponderada y muestra del desastre para con la pequeña Historia barcelonesa. La podemos admirar desde hace más de una centuria; aun así estamos en 2021 nadie ha podido averiguar quién diseñó la fuente, surtida por una mina de agua, capada durante el Franquismo por aquello de hablar en cristiano y esencial al ser una una quíntuple lanzadera hacia Llobet i Vall-Llosera, Mascaró, Amílcar y en doble sentido hacia Verge de Montserrat, por donde volvía a pasar el torrente hasta coincidir con Varsovia y abrazar la frondosa plaça del Guinardó, penúltimo jalón antes de dominar el carrer d’Anna María Martinez, hasta abril de 2009 passatge de l’Agregació, en referencia a las anexiones barcelonesas de 1897, cuyo recuerdo se perpetua en la homónima calle, también con salida desde esta ágora desnivelada por los caprichos del arroyo.

Quizá convenga recapitular sobre la dirección emprendida por esta santísima trinidad. El primer ramo del torrent de la Guineu, desde el parque, afrontaba su ruta paralelo al carrer de l’Art, y para entender cómo debía ser su ritmo basta alucinar con la pendiente asfaltada. El segundo, desde Sales i Ferré, aguardaba el instante de fusionarse con el tercero en rambla de la Muntanya con el extinto passatge de l’Agregació. La ronda del Guinardó, omnipresente como arteria con suficientes arrestos como partir el barrio en dos, no es obstáculo para reconocer el sitio del anudamiento, antesala de la alianza definitiva de la familia en la plaça de Carles Cardó, marcada por sus irregularidades orográficas, desvanecidas, como la masía de Can Vintró, a buen seguro agradecida por tanta profusión acuífera yéndose hacia el mar, su inevitable morir.


