Los defensores de los indultos a los líderes independentistas encarcelados son optimistas sobre la nueva etapa que se abre en las relaciones entre Catalunya y el Estado español. Entre los partidarios de esta medida de gracia hay independentistas y no independentistas. Como también entre los contrarios a los indultos hay secesionistas y unionistas. La que ha tomado Pedro Sánchez es una iniciativa necesaria e imprescindible para ablandar el conflicto político catalán. Pero este está muy lejos de resolverse, aunque los aparatos de propaganda del PSOE y de ERC pretendan vislumbrar un horizonte lleno de nuevas oportunidades y esperanzas.

Si recordamos las lecciones de la Historia -una gran maestra con alumnos desmemoriados- veremos que las enormes dificultades del encaje de Catalunya dentro de España no comenzaron con la sentencia del Tribunal Constitucional contra el Estatut, y que difícilmente acabarán en las mesas de diálogo que los partidos centrales de Catalunya y España quieren abrir en Barcelona y Madrid. Desde hace casi 200 años, el catalanismo (entonces no se llamaba así, sino “provincialismo”) ha levantado muchas suspicacias en Madrid; entendiendo por Madrid no los madrileños ni, por extensión, a los españoles no catalanes, sino los altos funcionarios del Estado y los máximos representantes institucionales, empezando por la monarquía borbónica.

El problema nunca ha sido el “Madrid villa” (sus habitantes), sino el “Madrid corte” (los cortesanos), un numeroso colectivo endogámico que no ha entendido ni siquiera, por ejemplo, que en un país se puedan hablar varias lenguas y muchos de sus hablantes se sigan considerando del mismo país o que las demandas de los burgueses catalanes en el siglo XIX para impulsar la revolución industrial repercutirían en el desarrollo económico de toda España. Incluso ahora, en el siglo XXI, muchos regímenes, guerras y dictaduras después, es descomunal la desconfianza hacia todo lo que provenga de Catalunya por parte del aparato del Estado, los poderes fácticos, las grandes corporaciones empresariales y bancarias y los creadores de opinión pública instalados en la capital del reino.

Y esto también ocurre en sentido inverso. La famosa desafección creciente entre los catalanes de la que alertó -sin que nadie le hiciera caso en Madrid- alguien nada sospechoso de separatista como el entonces presidente de la Generalitat, José Montilla, ha ido aumentando en los últimos años. Incluso ha llegado a surgir sin complejos en determinados círculos un supremacismo inédito desde hacía mucho tiempo en el catalanismo. Pocos se hubieran aventurado a pronosticar hace 15 años, cuando se aprobó en referéndum el Estatuto de Miravet, que la mitad de los catalanes votarían partidos independentistas y que estos alcanzarían la mayoría absoluta del Parlamento.

¿De qué se hablará en la mesa de diálogo? Si las fuerzas independentistas mayoritarias quieren reivindicar la amnistía y la celebración de un referéndum, y el Gobierno español asegura que de ninguna manera se podrá plantear el derecho de autodeterminación a través de una consulta, ¿sobre la que se debatirá?

El maniqueísmo está muy extendido en los últimos tiempos, sobre todo en las sobrevaloradas redes sociales. Para los portavoces de la derecha española, desde que se han concedido los indultos, o incluso antes, los socialistas, los comunistas y los independentistas son el mismo demonio con caras diferentes. Para muchos independentistas, Pedro Sánchez es tan fascista y anticatalanista como el PP o Vox. Si intentamos observar la realidad más con la cabeza que con las vísceras, no se puede afirmar que la actitud del actual Gobierno hacia el processisme sea la misma que la desarrollada por Mariano Rajoy. Aunque sea porque este no necesitó los votos en las Cortes para mantenerse en el poder, y aquel sí. Del mismo modo, es obvio y ya se han extendido bastante sobre ello los mismos columnistas independentistas, no actúa de igual manera al frente de la Generalitat Quim Torra que Pere Aragonés.

Diálogo, no; negociación

Desde los tiempos de Felipe González, los socialistas han conducido las relaciones con los nacionalistas catalanes con mejor tacto que los conservadores, salvo la corta etapa que abrió José María Aznar con el pacto del Majestic, una manera de convertir la necesidad de votos en las Cortes en una supuesta virtud pactista. Catalunya ha supuesto siempre un quebradero de cabeza para los dirigentes políticos españoles desde la muerte de Fernando VII, sean tradicionalistas carlistas o progresistas federales, conservadores o liberales, lerrouxistas o frentepopulistas, populares o socialistas. Pero, ante el mismo problema no resuelto, unos han apostado por el entendimiento o, más a menudo, la patada hacia adelante (aquellas lluvias de inversiones millonarias que tardan décadas). Y los otros han optado por la imposición o, de vez en cuando, el puntapié en la cabeza (1-O).

González, Zapatero y ahora Sánchez han preferido siempre ofrecer la zanahoria, aunque sea ‘ad calendas graecas’, que el bastonazo, más practicado por Aznar y Rajoy, salvo contadas excepciones, cuando vivía –y apretaba– CiU. Sin embargo, en cualquiera de los casos, ni unos ni otros han logrado satisfacer las reivindicaciones no sólo de los secesionistas más hiperventilados -hecho comprensible- sino a menudo tampoco las de los moderados y sensatos representantes del empresariado catalán, como demuestran los constantes actos reivindicativos de la patronal barcelonesa, nada sospechosa de veleidades separatistas, que se ha hartado de reclamar más inversiones en infraestructuras y un mejor trato fiscal en el territorio español que produce una quinta parte de la riqueza del país y está poblada también por uno de cada cinco españoles.

Volvemos a la famosa mesa de diálogo. Se debería hablar de negociación; no de diálogo. Se puede dialogar, hablar y charlar de fútbol, del tiempo y de si los catalanes son más o menos simpáticos. Pero el conflicto no se resuelve con tertulias, sino negociando; ofreciendo y pidiendo. ¿Qué propondrán unos y otros en la famosa mesa? Mis pronósticos no son optimistas.

La mesa de diálogo (o mesas, porque también se ha propuesto una segunda plataforma paralela en la que estén presentes todos los partidos de la Ciutadella) no nos llevará muy lejos. Estoy seguro de que unos y otros lo saben, aunque no les interesa admitirlo. No tienen más remedio que sentarse, aunque sean conscientes de que no conducirá a ninguna parte. Parafraseando lo que se dice sobre las comisiones parlamentarias, si quieres que algo no se arregle, crea una mesa de diálogo. La política es escenificación. Veremos políticas de gestos, sonrisas, documentos, discursos… Y huidas hacia adelante que durarán justo hasta la próxima convocatoria electoral, en Catalunya o en España. Entonces, todo decaerá y se volverá al “endavant les atxes” a un lado y otro. No será la primera vez que ocurrirá, ¿verdad?

Un empate eterno

Una vez comprobado el fracaso (nunca reconocido) del “tenemos prisa” y “unilateralidad sí o sí”, ERC ha virado el timón hacia el pujoliano “pájaro en mano”, mientras los puigdemontistes cruzan los dedos para que no se llegue a acordar ni el color de las sillas de la mesa. Los socialistas, por su parte, después de apostar a favor de los indultos y arriesgarse a la incomprensión de parte de su militancia y de su electorado tanto en Catalunya como en el resto de España, dilatarán el máximo tiempo posible los encuentros y aún más cualquier tipo de pacto. Sánchez sabe que la derecha, que no tiene nada que perder en Catalunya, sube en las encuestas después de cada concesión que se hace a la Generalitat.

Los indultos han reducido la tensión. Han sido mucho mejor recibidos en Catalunya que en el resto de España. Pueden congelar el processisme y dejar el unilateralismo en stand by. Pero no es ni mucho menos el principio del fin del conflicto político. El empate entre independentistas y no independentistas perdurará muchos años más. Tal vez, sólo tal vez, la celebración de un referéndum sobre un acuerdo institucional, casi con rango de nuevo Estatuto, que representara una ampliación considerable de las competencias y la financiación del autogobierno podría convencer a algunos electores a abandonar las tesis independentistas. O, en sentido contrario, el desacuerdo podría hacer ampliar aún más la base de ERC, Junts y la CUP y romper la situación de tablas en esta partida de ajedrez.

Pero este pacto, si se llegara a alcanzar en la mesa, debería salvar tantos obstáculos a las Cortes y el Tribunal Constitucional y superar tantas envidias en el resto de las autonomías, que, hoy por hoy, parece claro que lo que los pragmáticos Sánchez y Aragonés consideran más sensato y realista para continuar en la Moncloa y en la plaza de Sant Jaume es seguir la vieja y consoladora estrategia del “qui dia passa, any empeny”. Después de tantas decepciones de unos y otros, esperar mucho más es ingenuo.

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