El pasado mes de septiembre se estrenaba Nomadland, una película que ha recibido varios premios y que retrata la vida de un conjunto de personas que han hecho del nomadismo su estilo de vida. El film, basado en el libro de no ficción de Jessica Bruder, nos presenta una serie de personajes con la característica de que la mayor parte de ellos no están interpretando ningún papel sino su propia historia. Durante hora y media de metraje, nos acercamos a sus existencias y de su mano dibujamos interrogantes sobre la naturaleza de nuestra existencia, la vida en comunidad, el sentido de todo. El trasfondo contiene una dimensión ética que posiblemente ha conectado con la mayor parte del público y explica el reconocimiento recibido.

Entre todos estos personajes destaca obviamente Fern, la protagonista, en este caso de ficción, y también Bob Wells, considerado uno de los pioneros en este estilo de vida. Su historia nos habla de una persona que se enfrenta a una pérdida de su capacidad económica y que no puede seguir pagando el alquiler de su apartamento. Intentará primero una tienda de campaña y posteriormente decidirá vivir en una furgoneta y de esta solución provisional y no querida en primera instancia surgirá toda una reivindicación de otro estilo de vida. De este punto de inflexión y de construcción de sentido ante una situación crítica nace también la necesidad de comunicarse con los demás, generando un portal de internet y promoviendo encuentros anuales en Arizona para intercambiar conocimientos y experiencia y ayudar a otras personas que se encuentran en la misma situación y que aparentemente optan por un cambio en su estilo de vida.

Ahora bien, la fuerza de la película, la reivindicación de una manera diferente de entender nuestra vida y nuestra libertad, corre el riesgo de edulcorar todos aquellos factores que inciden de forma salvaje en esta y que nos permiten cuestionar la elección como un acto fruto de la libre voluntad. Y es que Nomadland plantea cuestiones muy interesantes que posiblemente pivotan en torno a la noción de libertad y apuntan a la necesidad de reflexionar sobre si lo que hacemos es realmente lo que queremos, si hemos podido hacer realidad algunos de nuestros sueños ya qué renunciaríamos en momentos críticos de nuestra vida, como cuando una de las protagonistas se enfrenta a una enfermedad terminal y decide hacer un viaje postergado hasta ese momento. Y aquí, y en las relaciones que se establecen, profundamente libres, radica la fuerza narrativa de la película. Fuerza que se desvanece y pasa de puntillas con respecto a la denuncia de un sistema que aparece retratado, casi como una música de fondo, pero sobre el que se echa de menos una visión más crítica, de naturaleza política. El riesgo es creernos, desde una mirada que podemos tachar de romántica, que este estilo de vida nace sólo de la convicción. La fotografía, preciosa, enmarcada en un paisaje de montañas y de naturaleza impresionante, también nos puede despistar permitiendo que la reflexión sobre los valores y la reivindicación de una existencia más sencilla y auténtica conlleve una pérdida en cuanto a la reivindicación de un modelo social más justo.

La precariedad laboral y la falta de protección social en momentos como la irrupción de la enfermedad o la jubilación, las condiciones de trabajo en los centros de Amazon, la expulsión y desarraigo que sufren las personas que viven en pueblos generados por empresas que dejan de existir cuando la empresa cierra y se convierten ciudades fantasma. Las pérdidas. La sensación de instrumentalización que atraviesa la película, pero no acaba de desarrollarse: las personas como medio, tener un lugar mientras eres útil en términos de supuesta productividad, la exclusión cuando ésta cae.

Más allá de las intencionalidades explícitas y declaradas de la directora del film, si no caemos en la trampa tan en boga en nuestros días de hacer de la pobreza algo casi cool, Nomadland es un buen retrato de época. Y a pesar de que Dakota del Sur o Nebraska parecen lejanos, las vivencias que nos muestra son bien cercanas. Lo eran antes de vivir una pandemia, lo son aún más hoy.

Los efectos que hemos vivido a consecuencia de la irrupción del virus y de las medidas tomadas para su contención han puesto de relieve que el sistema de protección social que teníamos era muy débil y que las condiciones de vida precarias de muchas personas no podían sostener una situación sobrevenida que comportara la pérdida de ingresos. Y no ha sido sólo la imposibilidad de afrontar la situación, también es la desesperanza ante la falta de posibilidades de volver a construir un proyecto vital, aunque sea en precario.

Así, el informe presentado por Cáritas Barcelona el mes pasado de abril sobre el impacto del Covid, aporta datos muy preocupantes en relación con las personas que la entidad acompaña. La débil relación con el mercado laboral, la falta de vivienda digna o el número de hogares sin ningún ingreso son algunas de las situaciones destacadas.

En la misma línea, ECAS, Entidades Catalanas de Acción Social, denuncia en el INSOCAT de diciembre de 2020 como la pandemia llega a una sociedad que no ha recuperado los indicadores socioeconómicos previos a la crisis de 2008. Las miradas cualitativas y cuantitativas recogidas en el informe dan cuenta de aspectos vinculados a empleo, vivienda, educación, salud y pobreza para cerrar con un capítulo dedicado a la inversión social. En este, se pone de relieve la insuficiente cobertura de la renta garantizada o el bajo índice de concesión del ingreso mínimo vital exponiendo también la necesidad de una mayor armonización con las prestaciones autonómicas. Al mismo tiempo la Mesa del Tercer Sector, en una nota de prensa del pasado mes de junio, expone la insuficiencia de la cobertura en cuanto a la reducción de la pobreza severa.

Es evidente pues que debemos avanzar hacia otro modelo y que para ello hay que empezar a desplegar la implementación de la renta básica. Su carácter universal desvincularía el debate de otras consideraciones a la vez que nos daría herramientas para redefinir nuestra existencia abriendo un marco de posibilidades, desde la libertad. Podríamos decir que constituiría un punto de partida mínimo para construir un proyecto vital y aseguraría, siempre que no se utilizara para adelgazar el sistema de protección social, una mejor defensa de nuestros derechos. Sin necesidad de planes de trabajo vinculados o certificaciones para pobres, con un planteamiento radicalmente distinto al de las prestaciones condicionadas.

Esto sería otra película. Y Nomadland también sería otra película. Las reflexiones en torno a la existencia, la necesidad de repensar nuestra relación con la naturaleza, con el entorno y con la comunidad cobrarían otro sentido, más posibilitador y también, si me permiten, revolucionario. Entonces, tal vez sí, algunas elecciones parecerían más articuladas desde una afirmación radical y no tanto desde la resistencia, valiosa pero claramente insuficiente.

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