El tiempo escolar suele ser de cierre institucional, mayoritariamente sedentario y condicionado por las urgencias que hay que atender, aunque con frecuencia se prescinda de lo que realmente es importante. El tiempo veraniego, por el contrario, es sinónimo de apertura, de nomadismo y de lentitud. El kairos, entendido como disfrute placentero, sustituye el cronos, el control disciplinado y acelerado de cualquier rutina y actividad. ¡Qué bien lo explica Carl Honoré en Elogio de la lentitud (2006) o Bajo presión (2008)! En esta nueva estación se aparcan las prisas: a la hora de asistir a un curso de formación, de leer un libro o simplemente tomarse un baño o sentarse en una mesa, cuando la comida se alarga en animosas o repuestas tertulias al amparo de cualquier sombra protectora o de la frescura de la noche. Momentos de encuentro y de reencuentro que este año, después de tanto confinamiento, adquirirán una dimensión especial.

Pero de todas estas actividades hay una especialmente placenterq que se efectúa en grupo o de manera solitaria: caminar. Una experiencia cognitiva, social, estética, física y sensorial. Porque en esta práctica se pone el cuerpo, se activa la mente y se movilizan todos los sentidos. Esto sucede en grandes viajes a países exóticos a la manera de los románticos, pero también en cualquier rincón de la naturaleza o en el asfalto de las más diversas ciudades. Algunos geógrafos, como Pau Vila, sostenían que la geografía se hace con los pies, y algunos educadores de la Institución Libre de Enseñanza, como Manuel Bartolomé Cossío, en sus viajes a la sierra madrileña enseñaron a mirar la naturaleza. Y, si nos trasladamos a la ciudad, nos viene a la memoria la imagen de Charles Baudelaire y de Walter Benjamin, del peatón sin rumbo, que experimenta la ciudad sin ninguna otra intención que el hecho de deambular o vagar de manera diletante. Quien quiera profundizar en este campo, recomendamos el documentado ensayo de Jordi García Ferrero Caminar, experiencias y prácticas formativas (2014).

Este texto es un adiós definitivo a mi colaboración en el Diari de l’Educació, en el que he escrito desde sus inicios. He disfrutado un montón en este hermoso y complejo camino de la educación, pero ahora la vida discurre por otros senderos y otras rutas del deseo

La observación calmada y no programada, ajena al turismo acelerado y de masas, permite acercarse de otra manera al paisaje: escuchar la voz de la naturaleza, los ruidos y los silencios, percibir las formas y evolución de plantas y árboles según las épocas del año y del impacto de los fenómenos meteorológicos, la convivencia más o menos armónica entre las diversas especies, los efectos de la huella humana o imaginar futuros posibles de acuerdo con un desarrollo ecológico sostenible o insostenible. Y cuando nos perdemos por la ciudad, descubrimos zonas escondidas u ocultas y nos dejamos sorprender por el imprevisto e imprevisible: sus latidos cambiantes a lo largo del día, los olores del mercado o de una cocina, las conversaciones que cogemos al vuelo, las zancadas o las miradas de las gentes, el pulso de su vida cotidiana. La capacidad de sorpresa aflora cuando descubrimos por primera vez una ciudad, pero la curiosidad y fascinación no merma en absoluto -incluso diría que crece- cuando la visitamos repetidamente: porque nunca vemos lo mismo, nuestra mirada se enriquece y surgen nuevas preguntas. Preguntas y más preguntas, es así como crecemos más sólidamente y feliz. Por caminos trazados o para trazar, porque como dice el gran poeta Antonio Machado: “Caminante no hay camino, se hace camino al andar”.

Esta no es únicamente mi última colaboración de este curso, sino que es un texto de adiós definitivo a mi colaboración en el Diari de l’Educació, en el que he escrito desde sus inicios. He aprendido y he disfrutado un montón en este hermoso y complejo camino de la educación, pero ahora la vida discurre por otros senderos y otras rutas del deseo. Gracias, muchísimas gracias por acompañarme durante este tiempo. Que tengáis un buen verano, lleno de salud y felicidad.

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