El 28 de noviembre de 1985 el Distrito de Horta-Guinardó, establecido como tal el año anterior, acordó cambiar el nombre de la plaça de la Garrotxa, rebautizándola como de Carles Cardó.

El dato tiene relevancia por varios motivos. Su denominación anterior es desconocida por la mayoría del vecindario; sólo se debía a su cercanía con la homónima calle. Este hecho muestra cómo, durante décadas, el lugar, señalado no casualmente en Google como torrent de la Guineu, fue un espacio pendiente de urbanizar por completo y en condiciones, con una progresión edilicia acentuada en los años 40 y 50 en su esquina con el carrer de l’Art, justo cuando se engarza con el carrer de la Garrotxa, verdadera piedra de toque de una zona a desmenuzar poco a poco, saboreándola.

Una vista de muchos mapas del sector me conducirá a un intento de ubicar la masía de Can Vintró; según uno de 1903 se enclavaba justo en un ángulo privilegiado, donde nuestro protagonista confluía con el carrer de la Garrotxa, de forma extraña hasta su muerte contemporánea, en passeig de Maragall.

Mapa de 1903, la línea naranja indica la antigua carretera de Horta, el círculo de rojo la masía de Can Parent, el azul Can Girapells, el Verde Can Vintró y la flecha lila el torrent de la Guineu

En ese punto, al menos desde mi teoría, tenemos un elemento para comprender la fecha de desaparición de la finca rural, en realidad con vistas a la plaza, sitio de su deslumbrante actividad. Un edificio curvilíneo de 1935, acorde a la morfología del trazado, pudo ser su sepulturero, brindándonos pistas para seguir el curso fluvial mientras analizamos los centímetros circundantes.

Carles Cardó aún conserva otros misterios debidos a su irregular orografía, como si estuviera preparada para despeñarnos desde lo alto o precipitarnos con un resorte, pájaros humanos por los desniveles. En su lado izquierdo se cruza con el carrer de Rubió i Ors, donde antes arribaba el passatge de l’Agregació, ahora cortado a la derecha, unión de los tres ramales del torrent de la Guineu. Los planisferios nos lo demuestran, así como esa recta traicionera.

Antiguo cruce de Rubió i Ors con el pasaje de la Agregació, al fondo | Jordi Corominas

El pobre passatge de l’Agregació, reemplazado como vimos en la anterior entrega por Anna María Martínez Sagi, es uno de los grandes damnificados del nomenclátor de la barriada. Su trocito en la plaça del Guinardó correspondió a la Guineu en primera instancia; ahora se integra en el radio del ágora, con sus bloques algo desmadejados, separados del verde por el paso del arroyo, seguro en su marcha una vez superaba la rambla de la Muntanya y brotaba entre dos hileras de casitas de cronología dispar, algunas, pocas, de los años veinte, otras de la inmediata posguerra, reconocibles por un estilo más tosco, si bien aún con voluntad de conservar lo apacible de tanta calma y silencio.

La calle de la Garrotxa. Al fondo los bloques de pisos de finales de los años 40 | Jordi Corominas

Antes de estos dos instantes el territorio se mostraba más bien yermo en cuanto a inmuebles se refiere. Nuestra década del siglo XX supuso un auge migratorio, esencial en toda la ciudad. En el Guinardó el crecimiento del factor habitacional entroncaba con el avance en las urbanizaciones planificadas a finales del Ochocientos, con el torrente como molestia suprema en esos aledaños, asimismo condicionados por los deseos expansivos de muchos propietarios.

La consecuencia de estas ambiciones no se limitó sólo a estos alrededores. Los pueblos del llano se relacionaban de muchos modos. Uno de ellos, Horta, distaba demasiado del meollo capitolino, y para agregarlo como dios manda la solución fue el tranvía, inaugurado en 1901 como preludio de la anexión de esa maravilla de campos, tres años más tarde.

Los raíles se impulsaron por la acción de mandamases tales como Francesc Mascaró, Josep Comas d’Argemir, con vastas extensiones en Torre Llobeta, Pere Fargas o Alexandre Bacardí. Su itinerario salía de Ausiàs March con plaça Urquinaona: en el carrer de Sicilia enlazaba con la antigua carretera de Horta, considerada pintoresca por los cronistas de entonces dado el contraste causado al abandonar el Eixample y surcar la electricidad del vehículo el carrer de la Garrotxa, continuación de la carretera de Horta, repleto de Masías como Can Ferrer, Can Girapells, extinta no hace tanto, y hacia 1920 debut de la vía dedicada a la comarca catalana. Este caserío agrícola vivió en soledad en ese nuevo arranque hasta finales de los cuarenta, cuando le acompañaron una serie de bloques, hoy bien coloridos, afines a los erigidos poco más tarde en passeig Maragall con motivo de las reformas urbanísticas del Congreso Eucarístico de 1952.

¿A qué se debe hablar de una nueva trayectoria para el carrer de la Garrotxa? En sus inicios, el tranvía sólo disponía de una sola vía. La modernización, conjugada con el imperialismo del Eixample, provocó su paulatina borradura, suplantada en sus viejos dominios por el passeig de Maragall, inaugurado como tal en 1915 para homenajear al malogrado poeta de La vaca cega y hegemónico, incluso cuando durante la Dictadura de Primo de Rivera se encomendó al execrable Severiano Martínez Anido, para conectar el Guinardó y el Camp de l’Arpa con Horta. La avenida corrió las fichas, consolidándose en 1931, cuando se impuso al pasado, hasta cubrir de la encrucijada de la carretera de Horta con rambla Volart y Sant Antoni María Claret hasta las estribaciones de la plaça Eivissa, pretérito emplazamiento del mercado hortense.

De este modo, a la espera de la plaça Maragall, con un largo historial de demoras desde sus albores a mediados de los años veinte, el carrer de la Garrotxa se vio arrinconado sin fenecer. Su sucesor en la preponderancia alteró las lógicas del gran camino de antaño, transitándole paralelo y bifurcándose con el mismo en el segmento donde este se despedía como un hálito interrumpido, cerrándose en la curvatura que albergó Can Vintró.

El edificio en el fondo de la plaza Cardó, donde supuestamente había Can Vintró. | Jordi Corominas

En esa marca el arroyo hacía de las suyas, preparándose para su acometida hacia la aún balbuceante Meridiana por una sucesión de parcelas aún medio vírgenes. La excepción se medía, las rutas siempre ayudan a captar mejor el porqué de las mismas, entre la resistencia de la Garrotxa y la venidera plaça Maragall, en una pequeña urbanización de tres calles, dos verticales y una horizontal, obstáculos para la Guineu y con una duda a resolver. A priori, esta trilogía huele a independencia de los designios de Salvador Riera con el Guinardó y a una carambola con el otro cetro de este rincón barcelonés: la Iglesia, instalada desde diciembre de 1901 en el carrer de l’Oblit, fruto en su denominación de la amnesia previa a la hora de identificarlo, o eso cuenta la leyenda; nuestra investigación ha descubierto, sin mucho esfuerzo, cómo se emparejaba con Desengaño, a posteriori Viñals por el apellido de quien adquirió esas tierras hacia 1900. Oblit se reconoció hasta, más o menos, 1915 como Garriga, y sólo desde ese santiamén ingresó en la familia del Suspiro y la Amargura, sus primas en Camp de l’Arpa. Su falsa desmemoria tiene la clave del enigma del minúsculo barrio, siempre omitido entre lo anciano y la vanguardia, entre la Garrotxa y Maragall, con el magnífico torrente obcecado en su desafío laico y natural a los santos.

La flecha roja muestra el inicio de paseo Maragall, la verde la calle de la Garrotxa, la azul la intersección de ambas calles (Mapa de 1915)
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