“Está bien que finalmente se vayan las tropas occidentales, deberían haber ido mucho antes. No podemos tener un proceso de paz de verdad mientras los americanos estén en Afganistán. Debemos construir el país con nuestras manos. ¿Ha sido una misión en vano? Para mí, sí. Las tropas occidentales han fracasado. Vinieron por sus propios intereses geopolíticos y ahora marchan por sus intereses domésticos. Los americanos reemplazaron el régimen bárbaro de los talibanes con brutales señores de la guerra, y luego negociaron con los talibanes. Han lanzado bombas, han contaminado, han hecho el sistema aún más corrupto. Nunca les interesó el pueblo afgano”.

Era octubre de 2001 y un joven reportero con demasiadas preguntas en la cabeza viajaba en un avión hacia Islamabad. El aparato iba medio vacío y la mayoría de los pasajeros eran también periodistas. Una de las cosas que llamaba la atención es que muchos de ellos leían el mismo libro: Los Talibán, de un tal Ahmed Rashid, un autor de quien la mayoría de nosotros no habíamos oído hablar.

Íbamos a construir historias sobre un país que, a los ojos de Occidente, había pasado de ser una semi desconocida curiosidad geográfica con aromas de aventura, a convertirse en poco menos que el centro de la actualidad mundial y de los males del mundo. No sabíamos mucho, y es que Occidente parece que periódicamente redescubre Afganistán y todo lo que le rodea. Casi dos siglos antes, Europa (sobre todo el Reino Unido) había descubierto Afganistán. Diría que por primera vez en la época moderna gracias a otro best seller. Los viajes per Bukhara, escrito por el cèlebre espia y viajero Alexander Burns.

Y hace un siglo, más o menos, Afganistán volvía a protagonizar otro libro que entonces iba a hacer muy famosa una expresión que ha hecho fortuna y que ha quedado para siempre asociada a Afganistán: “El Gran Juego”. El libro se llamaba Kim, y estaba escrito por Rudyard Kipling.

¿Pero este artículo no debería ir de lo que está pasando hoy, del aeropuerto y los derechos de los afganos a manos de los talibanes? Hay imágenes horribles. Yo también tengo amigos y ex colegas que han tratado de llegar al aeropuerto, y que tienen miedo de lo que viene. Claro. Pero esto no ha comenzado a pasar ahora, aunque parece que hemos vuelto a recordarlo de golpe.

A pesar de los 20 años de presencia occidental, no parece que en este tiempo realmente hayamos aprendido mucho. Se repiten ideas y frase hechas que no siempre reflejan la realidad de Afganistán, que va más allá de Kabul y de su aeropuerto, al igual que aquellas imágenes que ahora vuelven a salir (tenéis una entre las imágenes de este artículo) sobre cómo era de liberal Kabul en los años setenta, antes de que surgieran los comunistas y luego los talibanes.

Un “Vietnam por los soviéticos”

La primera vez que llegué a Kabul, hace 20 años, me alojé en el hotel Intercontinental. Estaba destrozado, pero era de los pocos lugares donde nos quedábamos los periodistas extranjeros. Recuerdo que compré en la recepción una postal antigua muy chocante: la piscina del hotel, que se había convertido en un agujero lleno de escombros, aparecía espléndida, rodeada por señores –y parece que una señora ahí al fondo– en bañador. Parecía Lloret. ¡Ah, claro, porque Kabul en los 70 era un paraíso de gente pacífica, derechos civiles y turistas dejándose el dinero! ¿verdad?

No. Afganistán era un país relativamente en paz –no mucho en su frontera oriental–, pero ni de lejos un paraíso y mucho menos para la enorme mayoría de las mujeres afganas, que no formaban parte de una élite urbana a la que vemos en algunas fotos históricas paseando en pantalones y pelo corto por las calles céntricas de Kabul.

Lo que sucede después es muy complejo, mucho más de lo que cabe en un artículo, pero comienza con luchas internas entre estas élites, que quieren modernidad y no tanto por inspiración occidental, sino por inspiración de lo que pasaba en los vecinos soviéticos del norte.

Y lo que viene a continuación es que Occidente vuelve a descubrir Afganistán, no por un libro, sino porque algunos asesores de la Casa Blanca ven una oportunidad. Uno de los que concibió la idea de convertir Afganistán en un “Vietnam por los soviéticos” fue Zbigniew Brzezinski, quizás no tan conocido como Kissinger, pero igualmente influyente en la política exterior estadounidense durante décadas. El señor Brzezinski confesó tres años antes del 11-S que no se arrepentía de haber ayudado a crear la milicia islámica que terminó convirtiéndose en los talibanes. “¿Qué es más importante en la historia mundial? ¿Los talibanes o la caída de la Unión Soviética?”, Dijo a Le Nouvel Observateur el año 1998. “¿Unos islamistas inquietos o la liberación de Europa central y el fin de la guerra fría? Como diría aquel, no hay más preguntas.

¿Un dato curioso? Zalmai Khalizad, personaje clave en las negociaciones estadounidenses con los talibanes estos últimos años, fue ayudante de Brzezinski en la operación para empoderar aquellos afganos islamistas que se oponían a la entrada de ideas y tropas extranjeras. Y después de ser asesor de Reagan para hacer crecer todo aquello, se convirtió en los años 90 en consultor privado, entre otros de Unocal, una compañía petrolera americana que hizo todo lo posible para construir gasoductos en Afganistán, como explicaba el Ahmed Rashid en el libro que todos leíamos en el avión. ¿De verdad que las cosas han cambiado mucho?

Oportunidad perdida

Lo que pasa ahora es un episodio más de esa obra que sigue su guión tan estilo siglo XX. Podría haber sido diferente, sí. Los occidentales, con sus valores y sobre todo su dinero han tenido 20 años, dos décadas enteras, para impulsar el cambio, pero obviamente no lo han conseguido. Ha habido progresos, sí, pero mucho menos que lo que nos han hecho creer, y menos en las vastas zonas rurales alejadas núcleos urbanos como Kabul, que es donde se concentraban las agencias y organizaciones responsables de llevar educación y sanidad. Muchos centros de salud y escuelas son poco más que cáscaras vacías – sin equipamiento o personal – con una placa de la agencia que pagó la construcción, aunque fuera a precios absurdamente inflados por la corrupción.

Según cálculos de la Brown University, el gasto militar de Estados Unidos en la guerra afgana ha superado los dos billones de dólares, unos 100.000 millones cada uno de los últimos 20 años. Ni siquiera hay datos claros de cuánto se ha invertido en educación, sanidad o cultura, pero para tener una referencia, la conferencia internacional de donantes del año pasado prometió la increíble cantidad de… 3.000 millones para todo este año.

Claro, no era cuestión de presentar indicadores malos, eso no interesaba ni a los encargados de muchas agencias que querían quedar bien ni a muchos responsables públicos que embolsaban parte del dinero que tenían que ir a la gente. Así que todo iba bien, y cuando había informes negativos, pues a debajo de la alfombra, que no se vean demasiado. Como que, además, en 2014 comenzaron a marcharse las tropas, la mayoría de la prensa occidental también dejó de prestar atención.

Mujeres sin derechos

¿Y los derechos de las mujeres? Más de lo mismo. ¿Ha habido avances? Sí. También era difícil no alcanzarlos viniendo de donde se venía, que no son cinco años de talibanes. Son siglos de discriminación, de usos culturales y tradiciones que –con algunas diferencias (no todos los pueblos afganos tienen la misma cultura)– ponen a la mujer en segundo plano y la supeditan a las decisiones de los hombres de su alrededor.

Intentar hacer avanzar los derechos de las mujeres sin hacer avanzar los del conjunto del país y sin promover cambios estructurales en la educación y en la sociedad afgana es simplemente un brindis al sol. Ha sido muy positivo que en estos años algunas mujeres afganas hayan conseguido ser influencers, jugar al fútbol o hacer boxeo, y queda muy bien en los medios occidentales, pero para lograr un cambio real sería necesario que todos, también los hombres, entiendan que el progreso de su país está indisolublemente ligado al progreso de sus mujeres.

Desgraciadamente, los referentes actuales de muchos afganos son los países del Golfo, donde esto no sucede. ¿Y así como lo hacemos? Quizás si empezamos por ponerlos a ellos y ellas al volante de su propio progreso y tratamos de apoyarlos en vez de dictar las reglas. Y lo mismo para las mujeres saudíes, paquistaníes o de la mayoría de regiones rurales de la India, donde los derechos efectivos de la mayoría de mujeres no son mucho mejores que los de las afganas. ¿O también podemos invadir estos países para hacerlos avanzar?

La cita que he puesto al inicio corresponde a una entrevista publicada recientemente por Suddesutsche Zeitung a Malalai Joya. Esta mujer afgana tuvo el enorme valor de enfrentarse a una gran asamblea con todos los caciques y líderes tribales en 2003 –cuando ya Occidente había llegado al rescate– y decirles a la cara que eran criminales, que habían llevado el país a la guerra y que estaban en contra de las mujeres. Acabó siendo reprobada y expulsada del escaño que ganó en las primeras elecciones parlamentarias. Hace muchos años vive escondida porque la han intentado asesinar reiteradamente. Todo esto durante los últimos 20 años, cuando supuestamente los derechos de las mujeres han progresado tanto. Por favor, lea sus palabras. No hay más preguntas.

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