De las primeras películas de Godard al Living Theatre, pasando por Vietnam, la Guerra Fría o la pornografía, Estilos radicales, de Susan Sontag, publicado en uno de los años cruciales de la segunda mitad del veinte (1969), supone una aproximación crítica, lúcida y audaz, a una serie de eventos y estéticas que, de una manera u otra, apelaban a ciertas formas de transgresión. En uno de los últimos capítulos del libro, “Qué pasa en Estados Unidos (1966)”, la autora, con su habitual crudeza, ofrecía una visión desoladora del país de Elvis y el rock and roll, que ya en aquella época veía «condenado» y «en un estado de prolongada agonía de elefante». Estilos radicales también se adentra en las discrepancias entre cine y teatro, en la filosofía aforística de Cioran o la estética del silencio de John Cage, y por sus páginas circulan Robbe-Grillet, Burroughs, Warhol, Simone de Beauvoir, Beckett, Ronald Reagan o King Kong. Un conjunto de ensayos apasionados y de aire existencialista escritos durante la década de las utopías. Casi veinte años más tarde, bajo la sombra de un neoliberalismo galopante que ya había empezado a integrar el arte, la literatura o el pensamiento en las industrias culturales (y que parecía haber absorbido sin dilemas las revueltas del 68, al menos en el ambiente mainstream), Sontag cerraba el postfacio de la edición de 1985 con estas palabras: «Tal o cual estrategia de transgresión se puede volver obsoleta. No, en cambio, la legitimidad y la necesidad de continuar formulando una estética de la resistencia, resistencia a las barbaridades de nuestra cultura, los apocalípticos juegos de planificación de nuestros líderes, y al conformismo de nuestras imaginaciones y nuestras vidas».

Recupero estas líneas porque creo que resumen muy bien las intenciones de esta columna que a partir de los próximos meses iré llenando de ideas, apuntes y propuestas. Nunca he sido muy amigo de la regularidad y el orden, pero intentaré escribir tanto como pueda, dependiendo de los intereses y la gracia del momento. No se me ocurre una guía mejor al territorio del ensayo y la digresión que Susan Sontag. Soy un devoto de su curiosidad, de su ironía y su inteligencia diáfana y sin concesiones, aunque a veces no esté de acuerdo con todo lo que dice. Sus diarios son una fuente de inspiración constante. Sontag se resistía a aceptar las imposiciones de los lugares comunes sin inspeccionar antes cada una de sus aristas. Y, a pesar de su escepticismo ocasional, creía en la posibilidad de cambiar: la sociedad, la cultura, los propios prejuicios. Esto le empujaba a seguir escribiendo. «Sólo me interesan las personas dedicadas a un proyecto de transformación», anotó en 1971 en su diario.

Desde este espacio de escritura sondearé poéticas y humores, libros y exposiciones, películas, discos, recuerdos, conferencias, charlas de bar y marginalias. La idea es tensar la realidad cotidiana y poner en duda mis certezas (éticas, políticas, literarias). ¿Qué sentido tiene escribir si no perdemos nada, si sólo acudimos a lo que nos hace sentir a gusto con nuestras convicciones, con nuestra posición en el mundo? «Todo lo que es fácil no es necesario». Una frase que Sontag oyó pronunciar a Grotowsky en el verano del sesenta y seis en Londres y que también registró en su diario. Y ningún punto de vista es inefable: el derecho a la contradicción es el derecho por excelencia del flâneur. Tampoco me gustaría caer en el interminable debate-trampa entre alta y baja cultura. A estas alturas, lo más probable es que el lector ideal de Zizek sea Cecilio G. Sus lapsus linguae son un manual de urbanismo contemporáneo. En uno de sus últimos temas incluso analiza la compleja materia de los evangelios apócrifos y apunta una teoría totalmente revolucionaria sobre la identidad de Judas Iscariote. Si algún teólogo está leyendo esto, que pare inmediatamente y empiece a escuchar trap.

Yo mismo me pregunto qué aspecto irá tomando este espacio. La idea es tener siempre las puertas abiertas a la experimentación, pasar de la reflexión a la ficción, del fragmento a la unidad, del rumor al laberinto, sin límites genéricos ni formales. Ya veremos. En cualquier caso, lo peor que le puede pasar a una columna es que se convierta en un elemento de decoración, que no sostenga nada. Pero, ahora que lo pienso, Buñuel nos enseñó que una columna en un desierto también puede convertirse en la casa de la palabra, y que los debates más encarnizados pueden tener lugar en una columna abandonada. Si no, mirad Simón del desierto (1965).

Y antes de terminar -por hoy-, una última observación: Styles of Radical Will aún no se ha traducido al catalán. Y los diarios de Susan Sontag tampoco.

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