Cuando escuchamos a alguien emplear la palabra “orden” a menudo podemos identificar, sin necesidad de una explicación más larga, qué es lo que aquella persona quiere decir por “orden”. En el momento inmediato en que la palabra se ha filtrado por nuestros tímpanos se extienden rápidamente un conjunto de significados asociados que van llenando de contenido aquello que acabamos de escuchar: “mano dura”, “policía”, “caos”. El orden se impone por la fuerza. La policía tiene el monopolio legítimo de la violencia. El orden se impone por la policía. De este modo, en un plis plas, se ha aceptado como verdad inmutable una verdad que “solo” habita en el mundo del lenguaje.

Que el sentido de la palabra “orden” sea este y no otro es una losa monumental para la izquierda (parlamentaria o no parlamentaria). Que la izquierda no luche para cambiar su sentido y continúe viviendo anclada en el valor descrito es un error que la erosiona día tras día. Hemos llegado a un punto donde solo concebimos el orden como respuesta represiva ante un comportamiento vandálico, y este es un marco que solo le conviene a la derecha y sus altavoces, que pueden argumentar lo siguiente: “ante la laxitud que la administración Colau ha mostrado con el incremento de casos de violencia de una juventud desatada y alcoholizada…Orden!

El problema, aquí, es que nadie niega que la actuación policial tiene que tratar primero de impedir que se produzcan los disturbios, y, segundo, que si los hay, la policía tiene que actuar con celeridad y proporcionalidad para que no se propaguen. Negarle esta función a la policía implica, de facto, negarle al estado una de sus razones de ser, y hasta que no se implemente la utopía libertaria, los límites son los que marca el estado y las leyes que emanan de los parlamentos.

La palabra “orden” se ubica en el Olimpo de la política, y, conjuntamente con otras palabras (como por ejemplo “justicia” o “libertad”) determina gran parte de los debates políticos. Al fin y al cabo todo el mundo quiere vivir en una sociedad justa, libre… y sí, ordenada. Dejando a banda las dificultades que tiene la izquierda para habla de libertad (hegemonizada, esta, por la tradición liberal), el miedo a la hora de habla de orden desde una perspectiva diferente de la que lo hace la derecha es un problema que viene de lejos. Quizás es una herencia histórica del desastre del totalitarismo soviético, que contaminó durante décadas cualquier aproximación por la izquierda al concepto de orden. Quizás, por eso, los movimientos políticos que surgieron después de mayo del 68 no querían ni oír hablar de aquellos temas que afectaban la política real, y se centraron más en la exploración de los mundos alternativos, fueran aquellos inconscientes (freudianos y lacanianos) o bien… alucinógenos. Pero estamos en el año 2021 (una cifra que todavía suena futurista), y la izquierda aun no ha empezado a dar la batalla por estos lares.

Por lo tanto, si no se quiere que el sentido de la palabra orden sea el mismo que le da Desokupa cuando miente sobre la situación de vulnerabilidad en la cual se encuentra una señora grande para desahuciarla, convendría que se empezara a plantear que, por ejemplo, una sociedad ordenada es aquella donde los trenes pasan a la hora y no tienes que sufrir por si llegas tarde al trabajo. Que el orden tendría que ser para los jóvenes la garantía que viven en un país donde pueden proyectarse en el futuro, porque podrán tener una carrera profesional que les permitirá pagar el alquiler. Que los enemigos del orden son, entre otros, la desigualdad económica, el racismo o el machismo. Y que si tienes una sociedad con un sesenta por ciento de paro juvenil donde solo aquellos que son hijos de alguien podrán tener una vida digna, es señal que vivimos en una sociedad profundamente caótica y desordenada.

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