Había prometido trazar una pequeña Historia de la torre de Fang para completar el breve esbozo realizado justo hace una semana. Ahora la vemos en precario, a la espera de darle una función, y precisamente ese estado es otra muestra más de menosprecio por omitir tanto pasado esplendor.
Entre sus propietarios más ilustres figuró, durante la primera mitad del siglo XV, Galzeran de Gualbes, mercader, banquero y miembro del Consell de Cent de la Ciudad Condal. Más tarde, la construcción pasó a manos de órdenes religiosas, sirvió como base de operaciones durante el sitio de Barcelona de 1713-1714 y tuvo un importante papel por la acumulación de agua en el entorno, clave para propiciar la eclosión de hectáreas rurales, sólo en declive a finales del siglo XIX, cuando el territorio empezó a vislumbrar la hegemonía de un nuevo mundo fabril, aun así incapaz de derrotar por completo a esa plétora agrícola.

La torre vio sellado su destino, y en cierto sentido su supervivencia, por el creciente impacto del ferrocarril en sus aledaños. En 1915 sus campos se vieron afectados por una expropiación, vinculada a la ampliación de la línea de tren hacia Francia. Poco después, en 1922, Fomento de Obras la compró, cancelándose una etapa e ir de los huertos a los adoquines para colmar el suelo del todopoderoso Eixample. El cambio eximió a este enclave de someterse a los designios del Pla Cerdà, victorioso allá donde iba, por el Clot con aires extraños, notándose demasiado, como comprobaremos en semanas venideras, su impostura.
La torre es un símbolo de negligencia municipal, refrendada esta semana con el asunto del muro bimilenario del passatge del camí Antic de València, en Satalia, arriba del Poble Sec. De repente, por unas obras sin permiso, ¿nadie de este consistorio es capaz de controlar las concesiones?, cayó un trozo de bellísimo pasado romano. Los responsables del Ayuntamiento han prometido reconstruirlo, además de declarar su agradecimiento a los vecinos y reconocer que un sector de tanta importancia no estaba catalogado. La culpa en este último punto no es sólo suya, sino de todos los gobiernos desde 1987, fecha del último catálogo municipal de Patrimonio, y claro, más de tres décadas han transformado la ciudad a base de especulación inmobiliaria.
El agradecimiento a los vecinos es de chiste al recordar el caso de las casitas del carrer Encarnació de Gràcia, pues lo mismo dijo el ínclito Eloi Badia cuando estallaron las protestas en uno de los barrios donde las asociaciones tienen más fuerza.
El reconocimiento de no catalogar algo tan valioso debería ser un estímulo para intervenir y consensuar barrio a barrio una ampliación de la protección de tantos elementos válidos para reforzar las identidades de la ciudad plural donde vivimos, pero a los altos mandos les debe dar pereza o, peor aún, esta iniciativa respaldada por tantas personas les da más bien igual por no tener cabida en la publicidad institucional, alimento a su micrófono, cuando sería mejor actuar mientras se prescinde de tanto teatro mediocre.

La torre del Fang no ha recibido uno de estos puñetazos indecentes al someterse durante decenios a una tortura china. Si la emplean como equipamiento acertarán, confiriéndole una existencia renovada con verde a su vera y una vista remozada con la estación de la Sagrera, antídoto para eliminar toda la fealdad del cemento, hermanada con la dejadez de los bajos, no piensen tan mal, del puente de Calatrava, el otro símbolo de la zona mal les pese a muchos de sus habitantes, como si así se cumpliera el verso de J.V. Foix con el m’exalta el nou i m’enamora el vell, ambos bastante perjudicados por la desidia, en pleno encaje con la imagen sucia de Barcelona tras el extraño verano de 2021.
Si retrocediéramos en el tiempo y nos situáramos, por ejemplo, en 1975 asistiríamos a un festival de guardaespaldas olvidados de la torre. Uno de ellos sobrevive, bastante ignorado, en la esquina de Clot con Espronceda. Se trata de una casa de la resaca del Modernismo, algo frecuente en muchas barriadas donde el tránsito hacia el Noucentisme tardó algo más en llegar. Según el inventario general de Valentí Pons era de los misteriosos hermanos Vilagut, de quienes sólo he dado con un agradecimiento en una revista de bomberos, y debió erigirse hacia 1912.

El autor de la finca, notoria pese a no ser remarcada por casi nadie, es un de hombre particular, con mucha obra esparcida a lo largo y ancho de la capital catalana. Lluís de Miquel i Roca tuvo sus quince minutos de gloria al firmar la casa Bonaventura Ferrer de passeig de Gràcia porque su creador, el incombustible Pere Falqués, era arquitecto municipal y no podía rubricar proyectos privados.

Más allá de esta anécdota, de Miquel i Roca tuvo su clientela en el Poble Sec, así como en Camp de l’Arpa, donde ingenió uno de sus bloques más emblemáticos, la casa Aragall Tuset, en la confluencia de Muntanya con Besalú.
Su aportación a la edilicia del Clot pasa desapercibida ante mi estupor, sobre todo por sobresalir en su ángulo, complemento a la torre, antaño custodiada a sus espaldas por las barracas de la Perona, uno de los últimos núcleos de estas características en desaparecer, como pueden imaginar a las puertas de los Juegos Olímpicos, cuando a Pasqual Maragall le entraron las prisas por inmortalizarse muy enérgico en el proceso de derribar ese trozo de antaño, clausura de una Barcelona sólo homenajeada con placas más bien escondidas y alguna exposición con paneles para no gastar mucho dinero e ir acorde con la modestia de esas personas, muchas de ellas inmigrantes, instaladas en lo más mísero para sobrevivir, en algunos casos con bastante éxito, en la jungla urbana.

La perversión de la Barcelona contemporánea, una pasarela de postureo y edulcoración, ha enterrado toda una época pretérita. Ahora sólo las vías y los pisos de la Verneda al fondo pueden despertarnos la imaginación de esa tremenda y modesta pesadilla, bautizada con su nombre tras la visita de Eva Perón en 1947, a lo Virgen María salvadora de los desamparados de Europa.
La Perona, sin rastro en la superficie, debería tener al menos una nota de recuerdo en la futura configuración del entorno de la torre del Fang. Quizá los mandamases quieren gentrificar, pero si cavan más hondo en ese funeral de lo anterior a esta era de velocidad olvidarán hasta su cometido, consistente en servir a la ciudadanía y darle herramientas de navegación en su propio espacio, sólo posibles si se conserva el legado para hilvanar un presente más sólido, sin toda su volatilidad de estrés inhumano, magnífico veneno para potenciar toda la amnesia del universo, favorable a los intereses de los de siempre.


