Todo empezó como un juego, y él me hizo partícipe de aquel macabro pasatiempo. Yo tendría unos nueve años, nunca he recordado exactamente la fecha de inicio de toda aquella etapa, y quizás duró hasta los once. Seguramente entonces ya sabía que en ese juego, yo sólo era el juguete.

Un juguete que se movía, que tenía vida propia y que tenía sentimientos, pero allí, en el día que tocaba jugar, toda la mente y todo el cuerpo, se quedaban en blanco en manos de esa persona, que con palabras engañosas, me hacía entender que todo aquello era normal. Y yo no me lo creía, porque mi conciencia me permitía entender que cuando estás en un lugar, que día tras día sufres, no puede ser normal, dentro de la normalidad nunca podría entrar una palabra como el sufrimiento. Así debería ser.

Mi padre, en silencio, y con mucha intuición, me consiguió sacar del infierno, y luego comenzó una nueva vida para mí, una nueva fecha de nacimiento. Y no lo puedo decir positivamente, porque nunca hubiera imaginado que sería un comienzo de otro infierno, pero por suerte este ya dependía de mí y de mi trabajo, y mi verdugo ya no volvería nunca más a alimentar más miedos y traumas.

La primera consecuencia fue el odio a mi propio cuerpo. Él se fue para siempre, pero yo me llevé su juguete: mi piel, mi cuerpo, e incluso mi mente. La anorexia fue mi siguiente acompañante durante un tiempo y a pesar de esto, curiosamente, nunca perdí la sonrisa ante los demás. A veces pienso que en realidad mi esencia era feliz de serie, pero quizás es que ya me había inventado mi personaje para proteger mis debilidades.

Y el silencio se apoderó de mí, sólo mi padre sabía mi historia. Los otros, los que ya estaban entonces, o los que han ido apareciendo en mi caminar, escucharon pequeños pedazos de la tragedia, escondidos en un lugar casi dulce de cara al exterior, pero por dentro, todo me quemaba. Por eso hablo de tragedia, porque sólo esta palabra define muy bien lo que significa romper la inocencia de un niño y dejarlo sin parte de su infancia.

Un día, cuando ya habían pasado unos pocos años, tal vez treinta para ser exactos, estaba sentado junto a un amigo mirando el televisor. La casualidad, que haríamos de la vida sin las casualidades, hizo que haciendo zapping, decidiéramos quedarnos mirando un programa llamado “Quatre gats”, y cambió mi vida, y sobre todo, mi silencio eterno.

Carmen contaba su historia desde su propio trabajo, y no desde la rabia, ni con ansias de venganza, y eso tampoco restaba importancia a su dolor, que también transmitía con su calma oratoria. Sin duda, el hecho de que aquella chica hubiera trabajado tanto su historia, sirvió para que su intervención televisiva no sólo fuera la explicación de una historia personal, también aportó mucha información de un tema que cuesta mucho hablar entre nosotros, a veces por miedo de preguntar, muchas veces por miedo de explicar.

Aquella intervención me sirvió para entender un hecho vital para mi trabajo ya iniciado hacía muchos años: entender que yo no era el culpable y que yo no tenía que esconder nada. Curiosamente, este sentimiento de culpa, se impregna en mucha gente que ha sufrido un abuso, diría que incluso en cualquier tipo de abuso, aunque no sea sexual. Quien abusa, no sólo manipula tu cuerpo a su criterio maquiavélico, sino que también manipula tu mente, aunque inocente e imberbe, y aquí se abre una herida muy grande a curar.

Carmen ahora es mucho más que aquella chica que me abrió los ojos y el corazón, y sobre todo me abrió algo que sin duda, fue uno de los regalos de vida más grandes que nunca he recibido, abrió la puerta de la valentía. Ella, ahora, hoy, es amiga mía y compañera de pequeñas y grandes luchas para transformar los silencios en oportunidades para nosotros y para los demás. Pero en ese momento, para mí, era una desconocida, una desconocida que me parecía la persona más cercana que nunca se había cruzado en mi vida. Allí, frente al televisor, Carmen era yo o yo era ella, en este caso no importa el orden. Lloré con mi amigo, por suerte estaba muy bien acompañado y en un espacio absolutamente seguro. Y justamente a él, y por primera vez en mi vida, le conté todo lo que había sufrido de niño, pero ahora si, con toda la crueldad de aquella realidad.

Poco tiempo más tarde, Carmen y yo nos conocimos y decidimos hacer algunos proyectos juntos. Quizás porque cuando haces un proyecto en comunidad, cada uno quiere aportar algún trabajo a hacer en concreto, no tardé en entender que el mío sólo podía ser una: la figura del hombre en el tema del abuso sexual.

Todo parte de un egoísmo, o tal vez de una valentía, si quieres que sea más romántico, pero en realidad, en mi caso, romper el silencio era una etapa vital de mi trabajo que todavía tenía que hacer. En la primera charla que pude asistir como ponente, la gente me agradece mi presencia y yo sólo podía volver este agradecimiento que me llegaba con un agradecimiento aún más gigante, porque decirlo delante de mucha gente me hizo mucho más fuerte y di un salto, que aunque no sea el último, sí era el más importante de todos.

Los hombres: nuestra figura, como tantas otras cosas, viene marcada por una educación que se ha ido traspasando de generación en generación, y como se dice tantas veces, las cosas, poco a poco, van cambiando. Por suerte, en mi casa, estaba rodeado de personas y de hombres que no me inculcaron la típica imagen de hombre duro, callado en sus sentimientos y que tenía que orinar por los rincones para marcar su territorio. Esto me permitió llorar mucho ante ellos. Pero ante la sociedad, mi papel era otro. Nuestro organismo de hombre genera tantas lágrimas como las que nosotros permitimos salir, y tantas palabras como las que queramos transmitir. En este caso, curiosamente, me toca luchar por una igualdad de género a la inversa. Creo que es imprescindible que los hombres adquiramos el derecho legítimo y nuestro de poder ser débiles ante los demás, seguro que esto nos hará más fuertes finalmente y lo que es mejor, seguro que esto ayudará a que la lucha de las mujeres de años ante tantas desigualdades, pueda tener el camino más llano para llegar a lo que debería ser una normalidad, la igualdad. Que degenerada es veces la mente humana cuando piensa que es superior al otro buscando el pretexto más poco trabajado y primitivo.

Ahora ya puedo besar a un hombre, lo puedo abrazar y le puedo decir que lo quiero. Dejando de lado algunas excepciones, antiguamente esto era casi improbable de ver. De hecho, llevo tiempo volteando por el tema del que hablo hoy, y aún no he parado ante ningún hombre para explicar mutuamente el abuso que recibimos. Algunos personajes públicos ya lo han denunciado, pero ellos tienen una fuerza que los anónimos aún no tenemos, pero lo hemos de conseguir y así compartir nuestro dolor. Es tan bonito, e incluso poético, poder decir que compartir un dolor es reconvertirlo en amor. Y cuando hay amor, todo sana mucho mejor.

Se debe recordar que el hombre adulto también ha sido niño y que cualquier tipo de abuso en realidad es un abuso de poder, por lo tanto este hombre que ahora veis intocable y firme, podía haber sufrido este tormento sobre su cuerpo, porque de pequeños, todos somos vulnerables, los hombres y las mujeres.

Y aquí me he quedado en mi lucha o mi pequeña aportación dentro de esta gran lucha, con las puertas abiertas de par en par, a mujeres y hombres que lo quieran compartir conmigo, pero con ganas de poder hablar cara a cara con algún hombre sobre este tema, si es necesario con lágrimas en los ojos, o tal vez con el corazón sobre la mesa mientras nuestras miradas nos hacen cómplices de un pasado doloroso. Quizás tampoco es un acto de generosidad y sigue siendo parte de mi trabajo, tal vez este es otro salto que siento que tengo que hacer, aunque sé seguro es que no será el último, porque lo que tengo claro, es que haber sufrido el abuso fue tan sólo el principio de muchos trabajos que ya conozco, y otros que todavía quizás me llegarán. Aún así, la vida ya es un trabajo continuo y supongo que mal sería pensar que ya hemos acabado con todas nuestras mejoras y detalles, pequeños o grandes, que todavía tenemos que trabajar. Yo ya no quiero mirar los espejos, yo no quiero a mi cuerpo, y ya han pasado más de 30 años, pero ahora al menos entiendo lo que me pasa y acepto, y aceptar es el primer paso para intentar, a la vez que intentar es sin duda un éxito asegurado aunque en el resultado final queden cosas por pulir.

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