Durante la actual presidencia del Gobierno español y desde diferentes grupos políticos, incluso uno de los que forma parte del actual Gabinete, se ha solicitado formalmente hasta diecisiete veces investigar las corruptelas e irregularidades que rodean la Casa Real. Se ha pedido que el presidente, ministros y el mismo monarca -emérito o en el cargo- den explicaciones ante los representantes populares. Siempre de manera infructuosa y con el amparo de la inviolabilidad constitucional, un eufemismo de impunidad con todas las de la ley.

Hace 40 años, mientras los sables resonaban en la habitación de al lado, el emérito y el presidente redactaban artículos puntiagudos de la Constitución. Aquellos que aseguraban la continuidad de unas estructuras del Régimen. Un Régimen que el año 46 fue definido como fascista por parte de la Asamblea General de la ONU. Un Régimen que había colaborado con el Tercer Reich para deportar y despojar de patria a miles de disidentes. Un Régimen que fusiló y reprimió a sangre y fuego todo lo que consideraba un peligro para su pervivencia. Un Régimen que, en definitiva, había ganado una guerra contra la democracia.

La mal llamada Transición no fue nada más que una fórmula para intentar encapsular el pasado en una falsa “reconciliación” a modo de blanqueo de la Dictadura. La Transición fue, en realidad, una “transacción”. Un pacto entre la jerarquía de un régimen fascista con algunas de las fuerzas que decían representar la voluntad popular. Un pacto desigual, injusto e ignominioso. Y el precio a pagar no era otro que blindar su heredero de su máximo representante, aquel que había tenido sólo un voto, el del Generalísimo. Y nada mejor para hacerlo que escribirlo en la Carta Magna y convertirla en, casi, unas sagradas escrituras intocables -para lo que interesa. El resultado de aquella transacción, a pesar la historiografía oficialista que siempre la ha vendido como modélica, no es otro que la perpetuación de les desigualdades y tener gobiernos -sean los que sean sus colores- fuertes con los débiles y débiles con los fuertes.

Los últimos años se han ido viendo las costuras de todo aquello. Y por eso es inevitable creer, por más que hagan ver que no, que la popularidad de la institución de la Corona está bajo mínimos. La crisis del 2008, el movimiento del 15M y, sobre todo, el Procés de emancipación catalán, han puesto de relieve el cartón piedra de aquella transacción y han dejado al descubierto las vergüenzas de lo que pretendidamente sustentaba el sistema. Un sistema, a pesar de la historia oficial, que ha supuesto un candado y un freno para el avance en el logro de los derechos individuales y colectivos y la reducción de las desigualdades sociales. La pugna entre líderes y lateros de las alcantarillas ha hecho aflorar historias terroríficas que todos sospechábamos y que nadie se atrevía a decir en público: las cacerías de elefantes, el latrocinio a través del cobro de comisiones, las relaciones crematísticas turbias del jefe del Estado con regímenes antidemocráticos, etc.

La impunidad constitucional del Monarca y familia queda patente cada vez que el Congreso tumba por motivos espurios las peticiones de comisión de investigación o cuando la fiscalía general del Estado archiva causas que, en cambio, están abiertas en Suiza. La presión ambiental se hace notar y ahora, al menos, el debate está en los medios, aunque las instituciones y los constituidos maniobren tanto como pueden para evitar que se extienda. Suárez dijo una vez que quería crear un sistema en la que los gobernantes lo hiciéramos con el consentimiento de los gobernados. Lástima no poderle preguntar hoy en día qué queda de aquellas intenciones.

Todavía vivimos en un estado en que el Código Penal contempla como delito la crítica al Jefe del Estado y los miembros de su familia, todavía vivimos en un estado en el que no se pueden fiscalizar las cuentas y los gastos de la máxima institución representativa a pesar de todos los escándalos que han ido haciéndose públicos, aunque vivimos en un estado en que la Casa Real hace uso en exclusiva de patrimonio estatal de lujo -yates, palacios, un parque de más de 50 vehículos- a cargo del erario público, aunque vivimos en un estado que cuenta con cientos de empleados públicos al servicio exclusivo de la familia real, aunque vivimos en un estado donde ocupa portadas el sueldo de un cargo electo de izquierdas y se esquiva la presunta complicidad de la Corona con regímenes dictatoriales. De hecho, vivimos en un estado en el que se pregunta y se hacen encuestas para todo desde los poderes públicos menos sobre la popularidad de su máxima institución. Y seguramente no tiene nada de casual que así sea.

Vivimos en un estado en el que, desgraciadamente, las izquierdas acaban siendo cómplices de todo. A veces más por pasiva que por activa. Por desidia, cobardía y quién sabe qué-más. Y no pasa nada por señalarlo. De no hacerlo, también estaríamos siendo cómplices y no seríamos bastante útiles.

Seguramente todavía queda un tiempo antes de que seamos testigos del cambio real y, probablemente, todavía tendremos ocasiones para volver a quedarnos solos defendiendo lo que es digno. Lo que es seguro, sin embargo, es que nos quedaremos tantas veces como sea necesario, hasta que impere la justicia social y triunfen los valores de la libertad.

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