A veces, terminas de escribir y sientes cómo te has dejado cosas en el tintero. Poco después de publicar las Barcelonas del pasado jueves recibí un mensaje en Twitter. Estas series sobre los barrios reciben mucho aprecio en los mismos, con toda seguridad porque alguien se acuerda de ellos, mientras la administración corresponde tanto a mi como a los lectores con una absoluta indiferencia.
Pues bien, el mensaje remitía a un texto usado al hablar de Navas en algún momento, incluso pese a sus imprecisiones. En los recuerdos de esta barriada, Joan Bargalló comenta algunos aspectos más cotidianos del bloque del futuro.
El primero de ellos habla de cómo el torrent de la Guineu hacía un extraño desde la gasolinera y transcurría por debajo del mastodonte de Sagnier, en cuyo subterráneo se instaló la escuela de la caja de ahorros, más tarde trasladada junto a un almacén de madera conocido como los troncos, propiedad del señor Grau.

En la finca de Biscaia con Mallorca, la del sol por la luz recibida sin pausa, residía el señor Paco, carismático por ser un manitas con los aparatos de radio y poner bombillas durante las verbenas.
El segundo cuenta una anécdota muy significativa. La Casa del Guix disponía de un patio interior con columnas de yeso con salida a Clot, Mallorca y Biscaia, entonces Lope de Vega. Los taxistas nunca querían soltar pasajeros en ese punto por miedo a no cobrar el viaje.
La bestia de Sagnier fue una excepción y una vanguardia del futuro. A lo largo de esta semana he paseado por otros rincones más o menos cercanos, como si así quisiera constatar lo dicho. Siempre acudo al passatge de l’Esperança o el del Arquitecte Millàs, destinados a estibadores y empleados del tranvía, quizá por permitirme adentrarme en el barrio de la Jota, por su homónima calle, en algún instante dedicada al baile aragonés sin pensar mucho en la letra, y contemplar el passatge de Santa Eulàlia y su conjunto con el carrer de Pardo, viviendas de los años treinta, aún con el suelo arenoso, de vecinos desconfiados, quienes, al verme con la cámara, siempre preguntan si soy del Ayuntamiento.
La Casa del Guix me permite transportarme a sus sucesoras en ese estilo arquitectónico, asimismo dependiente de la Caja de Ahorros y Monte de Piedad, tan significativo por enhebrar un modelo de concentración poblacional en las periferias, desechar construcciones horizontales y catapultar una densidad demográfica bien distinta a la del centro urbano.

En la Meridiana, en su vertiente más noble, cuando antes se veía sacudida como todo el conjunto por el paso del tren, siempre me fijo en sus números 92 y 90, donde en 1944 Josep Maria Sagnier y Vidal, a quien debemos la finalización del Tibidado, recibió un nuevo encargo bancario, meditándolo desde la inminente expropiación de muchas viviendas de la segunda gran avenida de salida y entrada de la Ciudad Condal.
Para ello, no estaba de más plasmar la realidad venidera con cincuenta y dos apartamentos bien sustentados tras una fachada ecléctica, como si así el hijo se fundiera con su padre. La estética, sin embargo, no es tan rotunda como la de muchas creaciones coetáneas, con toda probabilidad por lo monocromo del frontispicio enfocado a la Meridiana, donde lo monótono de las ventanas no está exento de cierta belleza pese a su machacona simetría con reminiscencias fascistas.
La fachada central, con un bajo de oficina de la caja de ahorros, bebe de esa resaca lateral de los años veinte, cuando el joven Sagnier se curtió en su trabajo. En la base del edificio sobresalen los bajos comerciales, típicos de una zona que aún padecería múltiples cambios, casi todos a peor. La coronación del bloque tiene dos estatuas junto a la cúpula, la Industria y el Comercio, de Ramon Bonet, un escultor con experiencia en la Sagrada Familia, muerto, según las escasas fuentes disponibles, en la más absoluta ruina durante el primer quinquenio de los años cincuenta. Se hallan como punta de lanza de una balconada demasiado poco percibida por los transeúntes.

A más o menos un quilómetro y medio, según los cálculos no tan precisos de San Google Maps, podemos visitar la Urbanización Meridiana. Quien quiera saber más puede consultar el archivo de estas Barcelonas. Es, desde mi humilde criterio, la última experiencia de conservar un pasado moribundo en la posguerra, como si Mariano Romaní hubiera aceptado de muy buen grado la voluntad de dar respiro del Régimen a partir de un toque social muy de José Antonio.
El jardín inglés adaptado a una época precaria fue una de las realizaciones más valoradas de la Obra Sindical del Hogar. En la actualidad constituyen una rareza en el entorno de Concepción Arenal, la vieja carretera de Barcelona a Sant Andreu, y tras la pandemia sus patios interiores, al menos algunos de ellos, lucen con profusa vegetación, un milagro para atenuar el incesante tráfico rodado.
A pie llego hasta otra encrucijada, uno de esos enclaves calientes de Barcelona al ser un núcleo de conexiones del presente con el pasado. La esquina de rambla Volart con Sant Antoni Maria Claret, con el passeig de Maragall bien a la vera, vincularía la carretera d’Horta, la de Sant Andreu y la de la Montaña del pueblo de Sant Martí. Aquí estuvo hasta los años 40 el Mas Viladomat, donde vivió Salvador Riera, el gran urbanizador del Guinardó tras 1894, cuando, previsor ante las inminentes agregaciones, adquirió ingentes parcelas de tierra.

Hacia 1947 La Caja de Ahorros y Monte de Piedad inauguró las obras para viviendas de clase media, otro triunfo de lo urbano ante lo rural. Los doscientos pisos coparon el sitio perteneciente al Mas Viladomat delimitándose entre Sant Antoni Maria Claret, rambla Volart y el carrer de Trobador, surgiendo varios pasajes con el fin de integrarla mejor en el ambiente, los de la Caja de Ahorros y el de Girasol, respetándose así lo anterior, cuando remitió unos años al Clavel y otros a Perpiñán.
Subir hacia el Guinardó por ese pasadizo consiente admirar más el resultado urdido, nada es casual, por Mariano Romaní, fiel cumplidor del deseo de quienes pagaban. Aquí, más allá de estas callecitas interiores, resalta la fachada principal, lateralizada por exigencias del guion orográfico y muy monumental, de acuerdo con los cánones franquistas.
Más de una década después, el último día de octubre de 1964, Romaní estuvo presente en el corte de la cinta de su última gran contribución arquitectónica: la Isla Elizalde junto al passeig de Sant Joan, adaptada al criterio de los sesenta, con una serie de edificios, con vías internas, sustitutos de la antigua fábrica de Motor y aviación Elizalde. Entre los asistentes figuraba un tal Josep María Malet y Estruch, a quien damos las gracias por brindarnos claves para encajar las piezas hasta nuestra siguiente obsesión mientras caminamos y descubrimos tantas historias omitidas del planisferio.



