En 1985, Edicions 62 editó un libro de 300 páginas titulado “Reconstrucció de Barcelona” cuyo autor era Oriol Bohigas. En la portada aparecía una deteriorada escultura: le faltaba un brazo, parte de un pecho y su otro brazo aparecía marcado por diversas grietas. Es fácil imaginar el simbolismo que el diseñador había querido imprimir a aquella portada: una Barcelona mutilada, fracturada, deteriorada.

Ese libro es todo un tratado de cómo el arquitecto, fallecido la noche del 30 de noviembre del 2021 a los 95 años de edad, entendía la ciudad de Barcelona. Que, a fin de cuentas, equivale a decir que es como entendía “la” ciudad. El libro es toda una declaración de principios y refleja (con algunas pocas excepciones) la transformación que viviría a partir de aquel momento. Una transformación que ejecutó como Delegado de Urbanismo del Ayuntamiento de Barcelona entre 1980 y 1984, primero con Narcís Serra y después con Pasqual Maragall como alcaldes.

Porque Bohigas fue, sin duda, el artífice de esta Barcelona que hoy conocemos. Y lo fue aún antes de conocer que sería designada para organizar unos Juegos Olímpicos, lo que significa que pudo llevar a cabo la mayor transformación urbana en los últimos cien años, desde la implantación del Plà Cerdà y la creación del Eixample. 

Por eso es importante insistir en la fecha de publicación: 1985, un año antes de que Barcelona consiguiera la inyección económica y el impulso necesarios para hacer realidad la transformación. El pensamiento de Bohigas sobre la ciudad no es improvisado, viene de lejos y se expresa con determinación y contundencia. Tanta contundencia que titula el último capítulo como “Exabruptos”. Un título que no decepciona en absoluto, muy acorde con su personalidad tan avezada a la polémica. 

El papel de los movimientos vecinales

Más allá de unas primeras líneas con consideraciones teóricas sobre urbanismo y planificación urbana, Bohigas anuncia cuál es su idea de Barcelona: la ciudad vista desde el barrio. Un pensamiento que incorporó Pasqual Maragall a su proyecto cuando acuñó la frase de “La Barcelona de las Barcelonas”. 

Hay dos formas de entender la ciudad, dice Bohigas. Como “un gran sistema coherente y racional, donde domina una especie de metafísica de la totalidad o entenderla desde aquella pieza relativamente autónoma que es el barrio”. Y a renglón seguido aclara cuál es la suya: “Desde las formas que deben permitir primordialmente la mejora de las condiciones de vida del usuario más inmediato”.

Al contrario de otros profesionales y políticos instalados en una cierta suficiencia, Bohigas valora positivamente el papel de las asociaciones vecinales durante el franquismo y la transición y considera “muy satisfactorio ver coincidir en una misma línea las reivindicaciones populares, las propuestas científicas y profesionales y el pensamiento filosófico y social”.

Y concede a esos movimientos -que los poderes públicos se empeñaron, sin éxito, en silenciar- la condición de visionarios por su forma de enfrentarse, por ejemplo, a las vías rápidas. La frase de Bohigas es todo un elogio cuando subraya que los movimientos vecinales percibieron antes que nadie que las vías rápidas eran “líneas de destrucción de los barrios consolidados y unas barreras para la posible integración física y social de los barrios nuevos”.

Monumentalizar la periferia 

Todo el municipio debe ser “ciudad”, defendía el arquitecto. Y subrayaba la palabra “ciudad” con unas comillas. Una frase que es la antesala de otra constatación: “Los espacios públicos de los barrios nuevos y la arquitectura que los envuelve y que debería configurarlos no ha tenido nunca carácter urbano. Es preciso, por tanto, reordenar, urbanizar estos espacios –“monumentalizarlos”, en el sentido que ha adquirido este término en las propuestas más progresivas de urbanismo-. 

“Monumentalizar” fue una palabra que se extendió profusamente durante los primeros compases de los mandatos de Narcís Serra y Pasqual Maragall. “Monumentalizar la periferia” era el concepto. La plaza Sòller, en Nou Barris, encarnó esa idea de ciudad. Era la segunda plaza más grande de Barcelona, sólo superada por la plaza de Catalunya, y allí se instaló “Homenatge a la Mediterrània”, una obra formada por distintos tipos de mármol firmada por Xavier Corberó. Sería la primera de muchas otras que luego salpicarían los barrios de Barcelona. Antes de eso parecía darse por sentado que los barrios no eran lugar apropiado para plantar obras de arte.

Su apuesta por los arquitectos jóvenes e innovadores y su concepto del urbanismo moderno convirtieron a Barcelona en una referencia mundial, un modelo de reconstrucción urbana. 

La ciudad inacabada

Ese concepto de “monumentalizar” no se refería sólo a colocar piezas artísticas, sino a conceder a los barrios “la calidad urbana que no han tenido nunca”. Y esa calidad urbana, ese impulso público a la mejora de los barrios, tiene sus riesgos, advertía Bohigas antes de que se extendiera el concepto de “gentrificación”. El arquitecto alertaba 

sobre el riesgo de que la mejora en los barrios implicara la expulsión de los vecinos de siempre y que se convirtiera en un nuevo instrumento de especulación. Por eso insistía en que toda iniciativa urbanística debe hacerse “respetando la masa de habitantes que en aquel momento ocupa el barrio”. Una filosofía que también debía aplicarse a la rehabilitación de lo que él denominaba “barrios viejos”.

De la mano de Bohigas, Barcelona recupera su fachada marítima, repleta de toneladas de escombros, porque allí se depositaban en los años sesenta y setenta los residuos procedentes de las incontables obras realizadas en una ciudad sometida a la especulación. 

Iniciativas aparentemente sencillas –y visto en perspectiva, absolutamente lógicas- como la de restituir las fachadas del Eixample a su concepción original, suprimiendo añadidos y reconstruyendo elementos, dieron como resultado una ciudad visualmente limpia, ordenada, sin duda hermosa. Una forma de revalorizar el magnífico patrimonio modernista de la ciudad, aún antes de que Barcelona se situara en el mapa gracias a los Juegos Olímpicos. 

El Ayuntamiento fue inflexible en esta política de descontaminación visual, tanto que cuando alguien se resistía a retirar algún elemento enviaba a las brigadas municipales y luego pasaba la factura.

Con su modelo de ciudad también se acuñó el término “plazas duras”, objeto de un vivo debate ciudadano y diana de las críticas de buena parte de la prensa. Nada muy distinto de lo que ahora ocurre con el urbanismo táctico impulsado por el Ayuntamiento de Ada Colau.

Bohigas tenía claro dónde había que actuar: en la Ciutat Vella para regenerarla; en el Eixample para ordenarlo y preservar el patrimonio, y en los barrios. Daba especial relieve a dos áreas que aún hoy, en algunos puntos, están en proceso de “reconstrucción”, por utilizar su propio lenguaje: la fachada al mar, con la recuperación de las playas, y la fachada de montaña, con la definición de Collserola como pulmón verde metropolitano y el establecimiento de la Carretera de les Aigües como “límite” de la ciudad. Y también establecía dos nuevos “centros”: el entorno de la Plaza de les Glòries (desde la antigua Estació de França hasta la propia plaza) y la concreción de los alrededores de la estación de Sants y el eje Numància-Tarragona hasta la Plaza de Espanya. 

“Continuar la lucha y quemar los disfraces”

Pero donde Bohigas saca todo su genio (puede aplicarse la doble acepción de la palabra, si se quiere) es al final del libro, en el capítulo que titula “Exabruptos”. El primer apartado es suficientemente explícito y lleva el enunciado de “No hay nada peor que la gente de bien cuando se equivoca”. Ahí lanza su primera andanada, dirigida a “una capa social –constituida por intelectuales de derechas y tenderos de izquierdas- que, como ya es tradicional en la historia de Catalunya, añora una falsa tradición que, bajo los vestidos del clasicismo, sustenta la reacción, el conformismo y la ausencia de cultura –o, quizás, el miedo a la cultura- y se desvive por aquella tradición”. 

No se queda atrás –no deja títere con cabeza, por decirlo de una forma reconocible- cuando decide defender “la modernidad, la actitud agresiva y progresiva de la cultura” que considera que no es una lucha acabada. “La modernidad –sostiene Bohigas- tiene los enemigos de siempre: los reaccionarios, los viejos estamentos sociales, los intelectuales de obsesiones localistas agobiados por su ineficacia cultural, los apolillados académicos y los políticos que se han convertido en académicos del fracaso”. 

Bohigas no temía a nadie. Lejos de amilanarse ante las críticas (que no eran pocas), defendía con vehemencia que “habrá que continuar la lucha y quemar todos los disfraces”. Y señalaba directamente: “Que se sepa que los que hoy no aceptan la obra de Tàpies en el paseo Picasso no son los padres de la patria ni los defensores de las buenas costumbres, sino los hijos de aquellos burgueses que vieron pasar por Barcelona todo el impresionismo, todo el cubismo, todo el surrealismo, sin comprar ni una obra siquiera, y abriendo las puertas del exilio a Picasso, Miró, Gargallo o González”. 

Ese Bohigas genial, combativo, a menudo provocador, seguro de sus convicciones y defensor hasta el fin de su forma de entender la ciudad, fue el arquitecto, el urbanista, el pensador, que cambió Barcelona. 

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1 comentari

  1. Carme Páez Berga on

    Gran artículo, define muy bien el trabajo y la personalidad de Oriol Bohgas, así como su huella en la ciudad

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