El siglo XX estará marcado por el establecimiento de uno de los mayores inventos de organización social recientes: el Estado de Bienestar, una serie de instituciones y políticas que dan al Estado una doble función: proteger social y económicamente a la ciudadanía de los riesgos de las economías capitalistas garantizando al mismo tiempo la reproducción del capital a través de la provisión de bienes públicos imprescindibles para la reproducción social.

Para alcanzar estos objetivos, el Estado de Bienestar suele conceptualizarse como una serie de gastos y transferencias de acuerdo con derechos adquiridos por la ciudadanía. Aquí hemos presenciado históricamente una progresión en el reconocimiento de derechos sociales. En España y Cataluña, a pesar del contexto de austeridad y contención del gasto público desde los años noventa, motivados por los dogmas neoliberales dominantes, ha visto grandes progresos en diferentes áreas de gasto en las últimas décadas, ya sea con la consolidación de la sanidad pública y universal, la universalización de la etapa educativa de tres a seis años o la llegada de la Ley de dependencia en el año 2006.

Sin embargo, tenemos menos tradición en la conceptualización del Estado de Bienestar en su otra variante, la regulación. Como explica en este artículo el politólogo David Levi-Faur, la regulación desempeña un papel fundamental en alcanzar objetivos sociales de protección y equidad. Y añadiría que no sólo directamente a través de políticas sociales, también indirectamente afectando a la estructura económica, pudiendo diversificar y democratizarla.

Desgraciadamente, la emergencia de la regulación dentro del Estado se ha entendido como una retirada del rol directo del Estado de Bienestar en la provisión de protección para priorizar la expansión de mercados. Bajo las visiones neoliberales, el Estado regulador venía a dar más peso al mercado, incluyendo externalizaciones de servicios públicos para abaratar costes o la creación de colaboraciones público-privadas con el gran capital privado que muchas veces ha supuesto privatizar ganancias y socializar pérdidas.

En contra de esta visión negativa hacia lo que puede suponer un Estado regulador, es necesario reclamar una visión positiva que nos sirva ver sus posibilidades para alcanzar objetivos sociales en un abanico amplio de sectores económicos, entendiendo el Estado de Bienestar como una configuración amplia de políticas que se aplican también a sectores que no han estado tradicionalmente asociados con él.

La pandemia de la Covid-19, mientras muestra la vulnerabilidad y la precariedad de nuestros sistemas de protección social y sanitario, puede tener también un efecto positivo en la futura evolución del Estado de Bienestar, tanto por el lado del gasto como en la regulación. Sus consecuencias – en forma de restricciones sanitarias y sociales, la paralización de las cadenas de producción global, y la intervención pública para cubrir nuevas necesidades – han hecho avanzar el protagonismo del Estado, no sólo en la política social, sino también en otros ámbitos, incluida la industria.

Entre la opinión pública y expertos/as en economía es cada vez más común encontrar artículos –incluso en medios más liberales que han abanderado las políticas de austeridad – que aventuran el retorno del Estado, mencionan la planificación central para dirigir la crisis climática, o piden más protección para la gran masa de trabajadores/as precarias. Sin embargo, después de cuarenta años de consenso neoliberal, el cambio, si se produce, será lento y no sabemos hacia dónde irá en los próximos años.

Como explica Susan Watkins, en comparación con los fondos de recuperación de EE.UU., el gasto de los fondos Next Generation, con la primera partida aprobada recientemente para España, se encuentra todavía muy alejados de la Europa federal y fiscal que puede blindar los Estados de Bienestar nacionales, sobre todo frente a retos sociales y riesgos como son la globalización financiera y la crisis climática.

De hecho, a pesar del reciente respiro fiscal por los Estados miembros a raíz de la crisis de la Covid-19, tarde o temprano los consensos de las élites europeas pueden volver ciegamente a la disciplina fiscal. E incluso si tuviéramos un Estado con total soberanía fiscal, la hipermovilidad del capital en un mundo global dificulta la capacidad de maniobra de los Estados, sujetos a nuevos acuerdos y coordinación internacional mientras se mantenga el orden existente de relaciones de producción.

En un contexto de limitado gasto en Europa, y dando por hecho que es necesario empujar por una mayor inversión pública en muchas áreas esquiladas por los recortes, el Estado de Bienestar regulador abre nuevas oportunidades no contempladas antes (de hecho, en el marco de los fondos Next Generation ganan apoyo en la Comisión Europea las propuestas de protección en el mercado laboral). Regulación de precios, una mayor capacidad de control e inspección, o la contratación pública y la cesión de bienes públicos por el empuje y facilitación en el desarrollo de proyectos comunitarios descentralizados y democráticos arraigados en las realidades locales, son todas herramientas del Estado de Bienestar regulador que la Covid-19 ha ayudado a poner en el debate público. Vemos algunos ejemplos.

En el ámbito sanitario, la regulación del precio de las mascarillas durante la primera ola de la pandemia, pese a no ser gratuitas, puso en valor la administración que nos protege de la especulación y el poder de mercado, garantizado el acceso a bienes básicos cuando no existe un sistema productivo local capaz de satisfacer las necesidades de su población a un precio razonable. Una mayor regulación de los precios de medicamentos y otros productos sanitarios será un aspecto clave frente a una industria farmacéutica y biomédica con un poder e influencia creciente en la sanidad pública.

Por otro lado, la intervención en residencias de gente mayor, a pesar de la falta de recursos y llegar tarde, nos mostró la necesidad de poner orden y aumentar la inspección y control en un sistema de dependencia altamente mercantilizado y precario. En la contratación pública, existe margen para imponer regulaciones que requieran una mayor inversión y garantía de condiciones laborales dignas a las trabajadoras, al igual que introducir nuevos modelos de cuidado no institucionalizados.

En el mercado laboral, el aumento del salario mínimo interprofesional es bienvenido en un contexto de debilidad de las fuerzas sindicales, sobre todo en aquellos sectores de servicios con baja implantación, como ocurre justamente en dependencia.

En materia de vivienda la reciente ley de regulación de alquileres en Cataluña ha permitido, a un coste público mínimo, dar un respiro a las inquilinas asfixiadas por los precios desorbitados impuestos por las clases rentistas. Y si bien la inversión masiva en vivienda pública de alquiler es también urgente, las colaboraciones público-comunitarias de cesión del sol a iniciativas de la economía social y solidaria abren la puerta a nuevas formas de expansión de los bienes comunes.

El riesgo de estas prácticas está en generar exclusión, y es necesario que la participación en este tipo de iniciativas sea de acceso universal a toda la población. En el sector energético también se ha puesto sobre la mesa la idea de regular precios y reducir los voluminosos márgenes de beneficios del oligopolio energético. Como en la vivienda, aquí también son necesarias las colaboraciones con productores y comercializadoras locales que apuesten por la expansión de renovables a unos precios asequibles, y donde los beneficios y el poder de decisión recaiga en la ciudadanía.

Sustituir los oligopolios energéticos por una estructura descentralizada y de proximidad puede aumentar la resiliencia, democratizar el acceso y disminuir la dependencia a productos energéticos importados, sobre todo de países de gobiernos autoritarios. Ahora bien, cuando hablamos de ceder y descentralizar la producción y provisión de bienes, tanto en el ámbito energético como de vivienda, el límite no sólo será las oportunidades de colaboración que ofrece la administración, sino también la capacidad de economía social y solidaria y pequeños productores de absorber sus demandas. Evitar un crecimiento veloz y demasiado dependiente de la administración pública es una barrera en este tipo de colaboraciones.

Como hemos visto, el Estado tiene un papel fundamental en el ámbito de la regulación que permite sólo mejorar el bienestar de la ciudadanía y redirigir servicios a los que más lo necesitan, pero también para democratizar y equilibrar las relaciones de poder. Por supuesto, en una economía de mercado es necesario aplicarlas con cuidado y bajo análisis técnicos previos sobre resultados esperados. Además, si bien es cierto que pueden aplicarse a un coste por las arcas públicas muy bajo, es fundamental invertir en inspección y control para evitar malas prácticas. Desgraciadamente, el déficit en España en este último ámbito es grande, donde el avance en legislación y regulación no viene acompañada muchas veces con los medios para realizar las políticas efectivas.

Por último hay que añadir que avanzar en regulaciones por el bien común no es un camino fácil, especialmente en el que hay intereses corporativos fuertes. Si el dogma neoliberal supuso una reducción del rol público en el gasto y el control (la desregulación financiera de la crisis de 2008 siendo uno de los resultados), también ha influido de forma profunda las leyes internacionales, europeas y nacionales, que suelen situar la libre competencia, los intereses de los inversionistas y la propiedad privada como máxima por encima de objetivos sociales. Un ejemplo de ello son los tribunales de arbitraje internacionales, que se convierten en garantes de los intereses mercantiles y la protección del gran capital, donde los Estados se encuentran barreras en indemnizaciones millonarias si perjudican a los intereses de las multinacionales.

Por tanto, el avance de regulaciones sociales en sectores con intereses económicos fuertes pasará necesariamente por modificar leyes a diferentes escalas de gobierno, incluido el ámbito internacional, e introducir nuevos instrumentos institucionales. Aquí ejemplos pueden ser una mayor involucración de órganos como la ONU o la introducción de nuevos términos como ecocidio. En definitiva, herramientas que permitan defender los bienes públicos, objetivos sociales y el planeta en un presente donde desgraciadamente los mercados dominan nuestras vidas, y así protegernos mejor de sus consecuencias negativas.

David Palomera es miembro del colectivo Espai 08.

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