Marcelino Camacho 1978. En la primera fiesta del PCE en la Casa de Campo, tras su legalización | Nemo

Muy recientemente un estudiante me preguntaba -durante un curso que imparto sobre la Transición Española en mi Facultad- porque la izquierda -socialistas y comunistas- aceptaron la Ley de Amnistía de 1977, también conocida como la “Ley de Punto y Final”. No era la primera vez que me hacían esta pregunta, pero después de la iniciativa del diputado de ERC Gabriel Rufián de querer cambiar aquella ley para juzgar los crímenes perpetrados durante el régimen franquista, este tema volvía de forma intensa a los debates en clase. Y más allá de las aulas.

Al día siguiente, La Vanguardia reproducía el texto completo de la intervención del líder comunista y sindicalista -PCE y CCOO- Marcelino Camacho defendiendo la propuesta de Ley y pidiendo que Alianza Popular votara a favor. Envié el enlace del artículo a todos los estudiantes de mi grupo. Yo ya no recordaba su famosa intervención que entonces me impactó mucho. Esto ocurrió hace cuarenta y cinco años. Yo sólo tenía 19, y como tantos y tantos jóvenes de toda España, desde la muerte del dictador, nos habíamos movilizado de verdad para realizar el cambio de régimen. Durante el curso 1974-75 los estudiantes y los PNN (profesores no numerarios) paramos las universidades catalanas y, a consecuencia de ello, tuvo lugar el famoso aprobado general político (AGP).

Siempre defiendo la tesis del historiador británico Charles Powell de que la Transición fue un gran proceso en el que las grandes e históricas movilizaciones populares y la presión de los principales países europeos obligaron a las élites del franquismo a tener que hacerse una especie de harakiri con la Ley de la Reforma, votada en referéndum, que desmontaba las leyes franquistas y que daban una pátina de régimen constitucional a la dictadura. Y durante el primer semestre de 1977, los acuerdos entre Suárez y la Comisión de los 9 (que representaba la oposición democrática, con la legalización del Partido Comunista durante la Semana Santa) permitieron, en junio de 1977, que tuviéramos en España las primeras elecciones libres, democráticas y competitivas desde la II República.

Con el primer parlamento democrático, desde la II República, empezó a redactarse la Constitución vigente —el gran pacto entre las dos Españas que debían reconciliarse para construir un futuro en paz y poner fin a las guerras de los dos siglos pasados. Pero todavía estaban los encarcelados durante el franquismo y los exiliados. La Ley de Amnistía era una demanda de la oposición democrática que —y aquí encontramos las curvas de la historia— fue aprobada por casi todos los partidos democráticos con la abstención de Alianza Popular.

Pero, ¿por qué la izquierda comunista y socialista quería esa Ley de Amnistía que comportaba, además de liberar a los presos políticos y el retorno de los exiliados, impedir también cualquier proceso judicial contra el régimen franquista?

La respuesta la encontramos en esta intervención de Marcelino Camacho, quien, recordémoslo, pasó nueve años dentro de la durísima prisión de Carabanchel:

«Nosotros considerábamos que la pieza primordial de esta política de reconciliación nacional debía ser la amnistía. ¿Cómo podríamos reconciliarnos quienes nos habíamos estado matando unos a otros si no borrábamos este pasado de una vez por todas? Para nosotros, tanto como reparación de injusticias cometidas a lo largo de cuarenta años de dictadura, la amnistía es una política nacional y democrática, la única consecuente que puede cerrar este pasado de guerras civiles y cruzadas.»

Para entender la historia es necesario situarnos en su contexto y, así, comprender determinadas decisiones que a ojos de hoy pueden sorprender y que sorprenden aún más a las generaciones más jóvenes que se han encontrado viviendo en un país donde se respetan los derechos y las libertades básicas. Hoy España se sitúa en el número 23 del Índice del The Economist que valora el nivel democrático de los países del mundo.

También he vuelto a ver el vídeo electoral de Santiago Carrillo en las primeras elecciones democráticas de 1977, fumando su cigarrillo habitual, y donde dice esto: «Lo que los comunistas queremos de corazón es que en España no vuelva a haber una nueva guerra civil, que se destierre para siempre la violencia de las prácticas políticas, que cada español, piense como piense, pueda pasearse libremente por las calles sabiendo que no será ni asesinado ni arrestado cualquiera que sean sus opiniones.»

Sin situar el espejismo de la Guerra Civil y los durísimos años de dictadura, ahora es muy fácil y, hasta cierto punto, muy demagógico criticar esa Ley cuarenta y cinco años después y sin contextualizarla. La Transición fue un pacto entre las dos Españas enfrentadas durante dos siglos. Fue también un pacto territorial para reconocer a una España plurinacional (artículo 2 de la CE). Todo este proceso y todos estos pactos, muchas veces sutiles, comienzan a resquebrajarse en el segundo mandato de José María Aznar, quien, con mayoría absoluta, impulsa un proceso de revisión histórica de la Transición —«yo no tengo los tics de la Transición»— y del régimen franquista. La ida de Pablo Casado en la ceremonia religiosa en recuerdo del Generalísimo Franco, hace poco, es una muestra de este proceso que se abre en el año 2000.

Como respuesta, el PSOE, con José Luis Rodríguez Zapatero, revisa también los pactos de la transición con la propuesta de leyes de Memoria Histórica, retoma un laicismo caduco y toma otras decisiones que fomentan de nuevo a las dos Españas que hoy vuelven a estar enfrentadas . Pero no sólo dos Españas enfrentadas, sino con un País Vasco y una Cataluña que han visto rotos también los acuerdos de la Transición, una de las principales razones que justificaría el desarrollo del movimiento independentista.

Ante la polarización que vivimos, y no sólo en Cataluña, en España, en EE.UU., en Francia y otros países, no queda otro camino que el de unos nuevos pactos, quizás una segunda Transición, para abrir una nueva etapa en España y en Cataluña. Eso sí, sin manipular la historia.

Sin situar el espejismo de la Guerra Civil y los durísimos años de dictadura, ahora es muy fácil y, hasta cierto punto, muy demagógico, criticar esa Ley cuarenta y cinco años después y sin contextualizarla. La Transición fue un pacto entre las dos Españas enfrentadas durante dos siglos. Fue también un pacto territorial para reconocer a una España plurinacional (artículo 2 de la CE). Todo este proceso y todos estos pactos, muchas veces sutiles, comienzan a resquebrajarse en el segundo mandato de José María Aznar, quien, con mayoría absoluta, impulsa un proceso de revisión histórica de la Transición —«yo no tengo los tics de la Transición»— y del régimen franquista. La ida de Pablo Casado en la ceremonia religiosa en recuerdo del Generalísimo Franco, hace poco, es una muestra de este proceso que se abre en el año 2000.

Como respuesta, el PSOE, con José Luis Rodríguez Zapatero, revisa también los pactos de la transición con la propuesta de leyes de Memoria Histórica, retoma un laicismo caduco y toma otras decisiones que fomentan de nuevo a las dos Españas que hoy vuelven a estar enfrentadas. Pero no sólo dos Españas enfrentadas, sino con un País Vasco y una Cataluña que han visto rotos también los acuerdos de la Transición, una de las principales razones que justificaría el desarrollo del movimiento independentista.

Ante la polarización que vivimos, y no sólo en Cataluña, en España, en EE.UU., en Francia y otros países, no queda otro camino que el de unos nuevos pactos, quizás una segunda Transición, para abrir una nueva etapa en España y en Cataluña. Eso sí, sin manipular la historia.

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