El resurgir de un personaje como “La Veneno” (2020), serie creada por “los Javis”, fue un punto de inflexión en una apuesta que Atresmedia ha hecho por el contenido LGTBIQ+. Siguiendo la estela, se atrevieron a traer el formato del famoso programa “RuPaul”, dónde un grupo de drags compiten por ser la mejor, y así fue como en 2021 estrenaban “DragRace España”. Para rematar, esta navidad hemos podido disfrutar del musical, también de Atresmedia, “una navidad con Samantha Hudson”, protagonizado por la subversiva artista que se define a sí misma como “travesti de guardia las 24 horas”.
Todo esto sería utópico en la inclusión en el audiovisual de un colectivo tan invisibilizado como es el LGTBIQ+, si bien son programas que han abierto nuevas miradas y oportunidades, algún motivo ha conducido a Atresmedia a que todos estos no puedan verse en abierto en sus cadenas más populares. Son contenidos accesibles solo bajo pago por internet.
Inclusivos, pero no mucho. Es el punto medio para captar a un público sediento de representación, pero a la vez no arriesgarse a ponerlo en abierto y escandalizar a otro público promedio.
Lo de las productoras adoptando discursos disidentes bajo riesgo cero —es decir, apostando por tener tintes transgresores pero no disruptivos y siempre desde su zona comodidad y privilegio— también se puede ver en otros aspectos: siete millones de euros se ha gastado Netflix en “Las leyes de la frontera” (2021). Una película de aire quinqui basada en la novela homónima de Javier Cercas. En ella vemos a tres jóvenes que se dedican a hacer el torete en Girona, en una España en plena transición.
La película hace con el cine quinqui lo que Coachella hizo con Woodstock, destripar la politización y llevarse la parte estética, en este caso bajo la moderna premisa de la “nostalgia” tradicional española por esa época. No es que la película no sea buena, es que el filme rodado como superproducción española roba el contexto reivindicativo que el cine quinqui originario contenía en su subtexto y se queda con la forma —siendo así a su vez la estética misma despojada de sentido alguno—.
Obrero parece, rico es
Hace apenas un año aparecieron unas zapatillas deportivas de Lidl que se volvieron trendy. Los zapatos, con los colores corporativos de la cadena de supermercados y el logo de la misma, se agotaron en todas partes. Se podían encontrar ejemplares a la reventa rondando los tres cientos euros.
La industria de la moda —y en general, las industrias— han hecho un esfuerzo apoteósico por absorber cualquier discurso o concepto que descontextualizar para generar ingresos. Aunque sean conceptos contrarios a su propio estatus. En 2021 Ralph Lauren, marca de alta gama, decidió que sería buena idea poner a la venta una serie de monos de trabajo sucios, literalmente los que llevaría un pintor o un albañil, por el módico precio de 690 euros. Un intento de reapropiación que acabó convirtiéndose en una declaración tácita: somos ricos y nos parece exótico esto de jugar a clase obrera. Volvemos a lo mismo: despojar de cualquier significado una prenda con una carga simbólica como es un mono de trabajo.

Raf Simons, reputado diseñador de lujo, se aliaba hace unos tres años con Adidas para sacar una colección de zapatillas deportivas que en ese momento estaban cerca de los 500$. Balmain colaboraba en 2015 con H&M para sacar una colección medianamente asequible. Esta estrategia es distinta, la de bajar los precios, pero no en exceso: colaboraciones que se acercan al prêt-à-porter pero a una distancia segura. ¿Alguien se habría imaginado alguna vez que Gucci diseñaría chándales y Balenciaga zapatillas deportivas?
Atresmedia apostando a medio gas por lo queer, dando pequeños espacios a un colectivo que nunca ha dispuesto de ellos —y esperemos que los que los empiezan a tenerlos, puedan contribuir a subvertirlo todo un poquito desde dentro—, o Netflix “rescatando” a través de talonario y estética un género tan castigado en su momento como fue el quinqui. El streetwear, lo que vendría siendo la moda de la calle que se puede ver a diario entre las juventudes —y no tan juventudes— de un barrio cualquiera, pasaron a ser explotadas también por lo dominante. Quedarse con la imagen, con el concepto, o bien con la estética, pero arrancarle hasta el último ápice visceral del significado que ello pudiera tener. Las industrias deciden, y como suele pasar, deciden despolitizar algo para poder desangrarlo.

