Dirigiéndose al joven Ignasi, en su libro epistolar Cartes a un jove polític. Què pots fer pel teu país, Antoni Dalmau i Ribalta cita Espriu, quien, a Primera història d’Esther, pone en voz del personaje del Altísimo una sentencia que, según Dalmau, “los políticos deberían recitar cada mañana, al levantarse, que debería figurar, de forma lapidaria, en todos los despachos y salones donde se cuecen o se adoptan decisiones importantes…”. La sentencia de Espriu decía así: “Pensad que el espejo de la verdad se desmenuzó en su origen en fragmentos pequeñísimos, y cada uno de los trozos recoge sin embargo una migaja de auténtica luz”. En el ejercicio de la política, y en el de la vida en general, Dalmau tuvo presente todos y cada uno de esos fragmentos de verdad a los que apelaba el poeta, por pequeñísimos que éstos fueran, y los trató con el respeto que merecen. Ésta era una de sus principales virtudes.
El político y escritor, o escritor y político -a finales le dio la vuelta al orden de las palabras-, Antoni Dalmau nos dejó el 5 de enero en Igualada, escasas horas antes de que los reyes de Oriente transitaran por las calles de la ciudad que tanto amaba. Vinculaba así su deceso a una de las fiestas más apreciadas de la capital del Anoia, en la que él participó haciendo de rey Baltasar. Todo ello, a consecuencia de un desafortunado accidente doméstico, a los 70 años. Así, la alegría propia de reyes magos se vio desdibujada en Igualada este año por la mala noticia de la defunción de uno de los intelectuales más reconocidos y apreciados dentro y fuera de la ciudad.
Calculo que le conocí a mediados de los 80, cuando él era el flamante presidente de la Diputación de Barcelona y yo un joven postulante e inexperto periodista. Recuerdo aquella sonrisa pícara, que se abría paso bajo el frondoso bigote. A toro pasado, me llama la atención que nunca, ni entonces ni después, hiciera uso de su superioridad intelectual ni vivencial. Él debía tener entonces la edad de cristo y yo bordearía la mayoría de edad. Ya entonces combinaba con acierto el don de la palabra, se hacía escuchar, y el del silencio, sabía escuchar.
La última vez que coincidimos fue en Igualada, en una de esas cafeterías, ahora tan de moda, que combinan el café con las plantas. Así, en medio de la vegetación leía el diario. Comentamos que cada día cuesta más leer un diario con el que sentirse cómodo. Coincidíamos todavía, nostálgicos, en la defensa de la lectura en papel de los periódicos, de girar las páginas, luchando en vano contra la digitalización. Volvimos a hablar de mi período neoyorquino. Siempre me sacaba el tema, admiraba que de un día para otro lo dejara todo para ir a vivir en Manhattan, y a mí me llamaba la atención que alguien, al que yo tanto admiro, valorara mi pequeño gesto.
Lo publiqué en Twitter nada más saber de su muerte: “Desolado, hemos perdido un sabio. Me encantaba enreonar con el”. Como algunos percibieron, usé el verbo en catalán enraonar y no conversar o simplemente hablar, con toda la intencionalidad. Antoni enraonava. Hacía uso de la razón, razonaba sus palabras e invitaba a sus interlocutores a hacerlo también, convirtiendo a aquellos fugaces encuentros en un placer extraordinario. La otra su gran virtud la resumí en un segundo tuit: “Enraonava (cuesta aceptar el pasado…) como pocos. Y también conjugaba muy bien otro verbo, sólo al alcance de las personas sabias, escuchar. Antoni hablaba y escuchaba muy bien…”.
De nada o de poco sirve insistir, aún y aquí, en la mala suerte que tuvo Igualada por no hacerlo alcalde en las primeras elecciones municipales, justo después de recuperar la democracia (1979). Su pasión por la ciudad, sumada a sus capacidades políticas, que después demostraría ejerciendo la presidencia de la Diputación y como vicepresidente del Parlament, hubieran impulsado a Igualada en un momento clave para desmarcarse y no perder el tiempo. Pero, por lo que sea, y por sólo 27 votos, que todavía lamentamos, no fue posible. El maragalliano Dalmau no pudo cumplir con el sueño de ser alcalde de su ciudad. En 2013, decepcionado por cómo el PSC afrontaría el proceso independentista, abandonó el partido. Un divorcio nada fácil, como reconocería, y, sin embargo, necesario para la paz de su conciencia.
En su despedida en la basílica de Santa María, su hija Clara, con la que he tenido el placer de trabajar, subrayó una de sus citas, publicada en uno de sus veinte libros: “Nunca morirás del todo mientras todavía quede alguien que recuerde tu nombre”. Frase que certifica la inmortalidad de Antoni. También su hermano Bernabé, monje de Montserrat, hizo una reflexión que ayuda a acabar de entenderle. Destacó que había seguido una de las leyes fundamentales del escultismo, al que también había estado ligado: “Dejar el mundo mejor de cómo lo has encontrado”.

