Uno de los carteles del interior de “la Llorería” (TherapyChat) | TW

 

“No fui nunca un marxista dogmático. Siempre intenté,

incluso cuando era joven, combinar el marxismo con otra cosa…”


Ernesto Laclau

“A llorar a la llorería”. Esta expresión tan manida se materializó en una sede física en el barrio madrileño de Malasaña durante el fin de semana del 15 al 17 de octubre de 2021. “Entra y llora”, ponía en el cartel de “la Llorería”, una estrategia de marketing diseñada por los teleoperadores de la salud mental, TherapyChat. El tuitero @occimorons, psicólogo de profesión, hizo una hora de cola para verlo con sus propios ojos y narró su escalofriante experiencia. Solo entrar, una persona ya desafiaba el principio de no-contradicción introduciendo la idea de que “está bien estar mal” (sic). Luces de neón, “rincones para llorar” individualmente, mensajes motivacionales y, sobre todo, muchos espejos para subir fotos a las redes sociales. La cúspide de la ironía llega cuando uno lee que “vale más que sus likes en Instagram” al mismo tiempo que se le anima a hacerse un selfie para dar a conocer el lugar. La ironía se volver siniestra cuando recordamos que solo en los Estados Unidos el número de suicidios de las jóvenes adolescentes ha subido entre un 70% (15-19 años) y un 151% (10-14 años) desde la llegada de las redes sociales al móvil el 2009 –tal y como relata el conocido documental El Dilema Social.

No hace falta señalar que la chispa de La Llorería permite entrever lo que una apropiación neoliberal de la cuestión de la salud mental supondría. De generalizarse esta tendencia, seguramente algunos acabarían argumentando incluso que quizás la salud mental era en sí misma una cuestión neoliberal de buen principio, puesto que se trata de una lucha más bien “simbólica” o “cultural”. Pero, dejando de lado que quitarse la vida es un acto bien “material” –como también lo son los asesinatos machistas o la destrucción del planeta tierra, dicho sea de paso– esta argumentación, que intenta juntar “ideas de izquierda con valores de derecha”, actualmente creciente en el Estado español, siempre yerra el tiro en atribuir la culpa a la izquierda (retrospectivamente y a posteriori) por algo que no es, de hecho, responsabilidad suya. Es el capitalismo el que no puede evitar apropiarse de todo lo que aparentemente no tiene nada que ver con él, dividiendo y cooptando demandas para hacerlas asimilables al sistema. No importa si se trata del mayo del 68, el feminismo o el mismo Che Guevara, cualquier lucha es susceptible de ser vendida como camiseta. “Que no haya nada que escape a la forma-mercancía” es la máxima capitalista por antonomasia.

¿Cómo combatir, entonces, la potencial apropiación neoliberal de la salud mental? Un buen lugar para empezar puede ser recordar la máxima de Frederic Jameson: “¡siempre historizar!”. Actualmente hay que reconocer el mérito a Más País, con tan solo tres diputados en el Congreso, de haber puesto sobre la mesa políticamente esta temática tan importante. No obstante, la izquierda corre ahora el riesgo de confundir esta nueva visibilización mediática con el adanismo de olvidar toda la historia de pensamiento y luchas que han ligado la clase social con la salud mental durante los últimos cien años –llegando incluso a la anti-psiquiatría. ¿Se ha olvidado, por ejemplo, que a principios de los años 30 y dado el alto coste de la psicoterapia (algo que se mantiene desgraciadamente hoy), Wilhelm Reich abrió media docena de clínicas gratuitas en distintos barrios obreros de Viena y se movía en una caravana bajo el paraguas de la Sociedad Socialista de Asesoramiento Sexual (Sex-Pol) suministrando una mezcla de “terapia sexual, consejo socialista, y anticonceptivos”? ¿O que el mayo del 68 los estudiantes lanzaban ejemplares de su libro Psicología de masas del fascismo a la policía, dando pie a lo que se conoció como “revolución sexual”? Una demanda se vuelve más volátil y susceptible de ser cooptada cuanto más se la deshistoriza, cuanto más se la desarraiga del pasado que le es propio y dentro del cual recibe un significado concreto. Por eso, en este primer artículo intentaremos re-apropiarnos de la tradición freudomarxista, demasiadas veces errática e incluso rozando en algún punto la locura, pero con mucho que aportar a los debates actuales. Para empezar, se puede dividir la centenaria tradición freudomarxista en dos mitades, dependiendo de quién sea en cada caso el psicoanalista de referencia: Freud o Lacan. La llamada “izquierda freudiana” incluiría figuras como Siegfried Bernfeld, Wilhelm Reich, Géza Róheim, Otto Gross, Erich Fromm o Herbert Marcuse; mientras que las más reciente “izquierda lacaniana” contaría en sus filas con Louis Althusser, Cornelius Castoriadis, Ernesto Laclau, Chantal Mouffe, Julia Kristeva o Slavoj Zizek.

El problema empieza con el hecho de que Freud, en una búsqueda de “neutralidad” científica, rehuyó siempre expresar sus opiniones políticas. Cómo dice Fromm, “la actitud política de Freud es difícil de describir porque nunca dio una visión sistemática de ella”. Es difícil de encontrar alguna referencia explícita al “socialismo” en las obras completas de Freud más allá de cuando lo relaciona tópicamente con una “visión idealista de la naturaleza humana”. Es aquí que dos discípulos marxistas suyos empiezan a ver que puede haber un conflicto entre Freud “el científico” y Freud “el filósofo burgués”. “Freud contra Freud” será a partir de ahora el lema de la naciente tradición freudomarxista. El primero en reconocer cierta compatibilidad entre las tesis de Marx y las de Freud es Bernfeld, quién en 1927 escribe Socialismo y psicoanálisis. La idea aquí seria que, a pesar de todas sus diferencias, tanto Marx como Freud compartirían una metodología “dialéctica” –en este caso quiere decir “dinámica”– y, sobre todo, “materialista”, solo que uno postularía el trabajo y el otro la libido como causas, pero al final se podría llegar a una reconciliación más alta entre producción y reproducción. “Aquello que Bernfeld comenzó el 1927 yo lo retomé el 1929”, dice Reich, y es aquí donde podemos encontrar una de las ideas más influyentes sobre cómo pensar el vínculo entre clase social y salud mental hasta día de hoy, y a la vez una que me gustaría criticar como perniciosa para la izquierda en la actualidad. A pesar de reconocer una cierta compatibilidad metodòlogica, Reich propone separar dos esferas temáticas: Freud se habría preocupado del individuo, Marx, de la sociedad; uno haría psicología, el otro, sociología. El problema, como siempre en cualquier demarcación tan fija y clara, se encuentra en los puntos de contacto: Freud también tiene una Psicología de las masas, y el marxismo también tiene una visión del individuo fruto de su crítica al atomismo social à la Robinson Crusoe.

Con el colapso de la estrategia separadora propuesta por Reich entre psicología y sociología empieza a coger fuerza la visión contraria y, a mi parecer, igualmente equivocada para la izquierda actualmente. Si no se pueden separar las dos disciplinas, quizás uno puede llegar a pensar que una “va antes” que la otra o que una es “más fundamental” que la otra. En este sentido Zizek denomina el libro de Marcuse, Eros y civilización, un caso de “esencialismo psicoanalítico” en el cual la lucha de clases es subsumida dentro de la eterna lucha entre Amor y Muerte. Pero, del otro lado podemos ver el reverso economicista de esta idea, tan extendida a día de hoy, de que “tú no necesitas un psicólogo, lo que necesitas es un sindicato”. Sí y no. En parte sí porque lo que puede aportar el marxismo (y aquí tendríamos que incluir también el feminismo) a una visión estrictamente burguesa de la psicología es que muchos conflictos que puede llegar a sufrir el individuo no tienen una causa única y exclusivamente “individual”, sobre todo entre los sectores más desfavorecidos de la población. El patriarcado, la LGTB-fobia, la represión sexual, la inestabilidad económica o la “ley de familia” en el lugar de trabajo que representa el patrón no son contradicciones que desaparezcan hablando de tú a tú. Pero, por el otro lado, tampoco se puede hacer a la militancia responsable de resolver todos los problemas, y esto por una razón teórica y otra política. La teórica es que muchos conflictos individuales no son reducibles a la colectividad. La conocida expresión “los ricos también lloran” también implica que, incluso en la última fase del comunismo, a los seres humanos les seguiría “faltando” algo o seguirían teniendo contradicciones. Es más, esta forma de colectivismo es peligrosa porque entonces la política deja de hacerse por las razones correctas –es decir, por el Otro– y pasa a hacerse como mero pretexto para llenar el “vacío” individual. La razón más política es que tampoco querríamos, en el fondo, ver grupos de militancia reducidos a “terapias de grupo”. Sin duda representa un gran avance para la izquierda que, de la mano del feminismo, empiece a poner la cuestión de los “cuidados” emocionales sobre la mesa de las organizaciones políticas, pero tampoco se las puede sobrecargar de una tarea que no es la suya y que, además, puede ser contraindicada para las personas que sufren depresión, por ejemplo. Y es por esta razón que seguimos necesitando que la salud mental, como demanda política relativamente autónoma e independiente, sea incorporada dentro de la sanidad pública de forma gratuita y de calidad.

Al final, ¿qué posibilidad nos queda si descartamos tanto separar lo individual de lo social, como subsumir a uno dentro del otro? Mi conclusión es que no queda más remedio que verlos en cada caso como profundamente imbricados, en un incesante vaivén, de tal manera que es tan imposible establecer una línea de demarcación clara como llegar a una supuesta paz mental que lo reduzca todo a una única determinación en la última instancia. Lo más difícil en esta vida, así como a nivel teòrico-político, es mantener dos pensamientos distintos juntos al mismo tiempo. Actualmente, esta forma de pensar choca de pleno con la tendencia reciente a considerar la opinión pública como un espacio de suma-cero: cuanto más se habla de luchas “simbólicas” o “culturales”, por ejemplo, menos se habla de las “materiales”. Dejando de lado que se trata de una falsa dicotomía porque, como ya mostró Axel Honneth en un debate con Nancy Fraser, toda redistribución presupone el reconocimiento de los grupos entre los cuales tiene que redistribuir, en esta artículo se ha intentado demostrar que es justamente este pensamiento de suma-cero el que acabó desafiando la tradición freudomarxista. El marxismo y el psicoanálisis representan dos metodologías “materialistas” que pueden analizar y transformar la realidad mejor juntas que separadas, pero el enorme potencial de combinaciones de este tipo no se tendría que parar aquí, sino que debería ampliarse al feminismo, el ecologismo y tantas luchas como sean necesarias para conseguir el pan, pero también las rosas.

Share.
Leave A Reply