Corría el año 1865 cuando vio la luz la primera cooperativa en España. Fue en Girona y, bajo el nombre de Económica Palafrullegense, un grupo de obreros abrió una tienda que atendía tres veces por semana y disponía de una limitada variedad de artículos. Esta iniciativa, que nació casi clandestinamente, acabó su primer ejercicio con 78 socios. Comenzó así la historia cooperativista en este país, que tuvo como principales exponentes Catalunya y el País Valencià. A partir de ahí, empezaron a florecer iniciativas laborales y de consumo colectivas que también funcionaban como mutualidades para proteger a los trabajadores por enfermedad o en las incipientes y crecientes huelgas.

Las cifras subieron hasta las 18.035 cooperativas registradas en España en 2020, según el Ministerio de Trabajo y Economía Social, que dan empleo a 284.000 personas. Hoy, el área de influencia de esta figura se ha extendido por todo el territorio español y, si bien Catalunya y el País Valencià condensan el 17% y el 12% de cooperativas del Estado, respectivamente, actualmente Andalucía lidera los datos de cooperativismo, con el 21%. Euskadi, pese a contar solo con el 6,5%, está a la cabeza en trabajadores y trabajadoras asociadas gracias a firmas como Mondragón, un conglomerado formado por 98 cooperativas y con presencia en todo el mundo. “La incógnita de este mapa de distribución cooperativa la presenta Madrid”, destaca Ivan Miró sociólogo, cooperativista y miembro del consejo rector de la Federació de Cooperatives de Treball de Catalunya (FCTC).

Seguramente tenga que ver con una estructura de Estado muy centralista, que también condensa todas las lógicas capitalistas en la capital”, considera Miró. Las cooperativas son el extremo opuesto a las lógicas capitalistas laborales y de mercado. Son empresas de participación libre y democrática, en las que los objetivos, estrategias y repartición de beneficios son decididos por sus socios y socias (muchos de los cuales son trabajadores). Sin embargo, no todo el monte es orégano. “Hay un peligro real en el hecho de que detrás de la creación de una cooperativa se escondan modelos capitalistas”, alerta Ricard Espelt, coordinador del Grupo de Investigación Digital Común (Dimmons), especializado en economía colaborativa.

Para Espelt, el nombre no hace a la cosa. O lo que es lo mismo: una cooperativa, por el simple hecho de contar con esta forma jurídica, no tiene por qué ser democrática ni participada. Para Ivan Miró, la forma jurídica sí es importante, pero para evitar aquello de “hecha la ley, hecha la trampa”, ambos insisten en la necesidad de blindar los mecanismos de toma de decisiones y repartición de beneficios que hacen que una cooperativa sea tal. Y para ello, “las políticas públicas tienen una responsabilidad ineludible”, asegura el sociólogo Miró.

Cuando, en aquel 2013 de crisis devastadora, la cooperativa de electrodomésticos Fagor (génesis de Mondragón) tuvo que bajar la persiana, diversos medios y economistas se apresuraron a decir que se acercaba “el fin del cooperativismo”. Pero, según datos gubernamentales de ese mismo año, se dilucidaba que las cooperativas aguantaban mejor las crisis, ya que acabaron el ejercicio aumentando un 6,8% el empleo. Y esa estela se mantiene, porque a pesar de que hoy hay 3.200 cooperativas menos que en aquel entonces, también hay 13.000 trabajadores más. Y frente al 5% de las empresas que cerraron en los seis primeros meses de pandemia, sucumbieron el 3,2% de cooperativas.

Foto del periódico ‘La Rambla’ del 16 de enero de 1933. En la imagen, la federación de sindicatos de Sabadell.

Intercooperación

El motivo de esta resistencia se basa en la intercooperación. “Tienen más capacidad de absorber los impactos económicos gracias a modelos de resiliencia como las cajas de resistencia y los mecanismos de solidaridad interna”, sostiene Espelt. De ese modo, que una cooperativa agroecológica esté vinculada a una de transportes y a una de consumo, todas a su vez respaldadas por una banca cooperativa que provea de créditos con intereses no abusivos, garantiza una mejor adaptabilidad a las crisis. “Desde el cooperativismo hemos entendido que no vale ir solo: de uno en uno no podemos cambiar el sistema, hay que hacer alianzas con otros actores que estén comprometidos con el mismo cambio de modelo y dispuestos a sostener aquellos que tengan problemas”, explica Miró.

Las experiencias de cooperación barrial, cajas de resistencia y apoyo mutuo que se dieron durante los momentos más duros del confinamiento auguran “un posible incremento del movimiento cooperativista en España”, opina el sociólogo. Pero aún hay mucho por hacer, porque el “modelo de precariedad neoliberal e individualista actual hace que a mucha gente le cueste dar el paso y organizarse”, añade Miró.

Es esta falta de organización la que explicaría que en España no hubiera tantas empresas recuperadas como en otros países como Francia. De hecho, el gran boomde las cooperativas en España se dio en los años 80 del pasado siglo, de la mano de esas empresas que, después de un cierre por quiebra, fueron recuperadas por los trabajadores. Se llegaron a crear más de 1.000 cooperativas por año.

“Esto ahora no pasará, porque la clase obrera no está tan organizada y, además, tenemos que preguntarnos si debemos mantener nosotros aquellas empresas que el capitalismo ya no quiere”, reflexiona Miró. La clave pasa por que las cooperativas no quieran emular al capitalismo, sino que se mantengan en una economía de pequeña escala que pueda tener grandes impactos gracias a la intercooperación y la interdependencia. “El gran potencial de las cooperativas es que, si bien necesitas trabajadores comprometidos, los consumidores pueden participar del cambio pagando un recibo de la luz o haciendo la compra. Ahora bien, tenemos que saber hacer atractivo este modelo”, explica Espelt.

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