Cada uno tiene sus obsesiones, a no confundir con mitomanías. Al tener la visión del paseante, mi campo no es el de la arquitectura, faltándome aún conocimiento, pero como la experiencia y la curiosidad van juntas, poco a poco los pies tienen una serie de referencias edilicias en el espacio barcelonés.
La infantil, casi inevitable, es la de Enric Sagnier, por acumulación, de ahí la frase en caso de duda, diga Sagnier, quien por su eclecticismo te lo encuentras hasta en la sopa, como buena prueba da su página web oficial y su localizador de inmueble por calle.
Otro sería Josep Goday, en especial por sus escuelas en varios periodos, sin olvidar el edificio de Correos, sólo por señalar sus emblemas. Luego estarían algunos nombres no tan fascinantes, aunque omnipresentes, como Antoni Rovira o Pere Falqués. Enmarcaría en otra categoría a Francesc Daniel Molina, fundamental en el decenio previo al derribo de las murallas.
Ramon Puig Gairalt también baila en esta pasarela, y en mis caminatas se distingue por un detalle trascendente. Si huelo una obra suya suelo acercarme para mirarla y, después, fotografiarla. Ambas cosas pueden suceder a la vez por la interiorización de ciertos lugares.
Hoy me ha sucedido en una casa suya en el 134 de Roger de Flor, de color turquesa, con esos relieves en recuadros sobre el dintel de la puerta. La finca tiene un estilo entre art Déco y Novecentista, pero no sólo eso. Un poco más arriba de los frisos asoma la firma, en claroscuro por la luminosidad de la jornada, de Puig Gairalt, Ramon.

Repito su nombre porque en este transporte por las Barcelonas me traslado a la vía Laietana. En su número 6 vemos el Edificio C.E.S.E, asimismo con relieves y coincidencia en la cronología al terminarse en 1928, como el de Roger de Flor. Todo encaja, hasta Puig Gairalt, aquí Antoni, con legado de valor en la fábrica Myrurgia, a una nada de la Sagrada Familia.
El estilo de su hermano Ramon nunca me deja indiferente porque irradia. Como es comprensible, su periplo vienés debió contagiarle de la revolución de Adolf Loos con lo del ornamento como delito, la ofensa del emperador por la pureza de la sastrería frente al Hofburg y el rechazo de Puig Gairalt a los postulados modernistas. En l’Hospitalet de Llobregat, sus inicios denotan una influencia de esa estética austriaca. La evolución lo conducirá justo en los años de la casa Sabadell a la adopción de un lenguaje aún no definido, con voluntad heterodoxa abrazándose, sin mucha fuerza, al Novecentismo oficial, quizá burlándose de sus clientes al aportar minucias extraordinarias, la originalidad contrapuesta a lo rocoso de cualquier empresario pequeño burgués, como Delfí Sabadell Serra.

Su casa, por suerte aún alejada del mercado del postureo turístico, es uno de los máximos exponentes de una arquitectura de resaca, escasa por no tener ficha en el abecedario. Si rascáramos, encontraríamos. La casa Planells de Jujol sería una candidata con muchos números para encabezar las apuestas. Mi asociación con esta resaca rebelde, mezclas de acuerdo monetario y seducción del artista, suele acudir a Meridiana con A Coruña y la casa Francesc Coll, de Eduard Ferrés, otro iconoclasta, en Calabria con Gran Via.
En ambas casas, quizá exista un embrión para la futura fortuna de un art deco a la catalana. No transigían con el Modernismo, plegándose con las tribunas a los designios de quienes pagaban. El desafío era la totalidad, y en nuestra protagonista la triple fachada era un caramelo para Puig Gairalt, y sí Delfí Sabadell insistía en esa horterada de Niu Català, con aroma a picadero aislado como lo fue antaño el Mas Casanovas, pues le daría símbolos de la tierra, eso sí, con atrevimiento en el cromatismo y su trilogía de blanco supremo, rojo y azul, más osados si cabe por enclavarse a la vera del tren, distantes de todo, con muchas parcelas vírgenes en los aledaños.

Los años veinte, la via Laietana lo evidencia, dieron un viraje con esas fachadas centrales esquinadas. En el centro y en determinados barrios ya exhiben una verticalidad preciosa por su punto de fuga y muy sutil en su acotar cómo sería cierto modelo urbano, con más altura y menos horizontalidad, en pos de devenir un vestigio del pasado y ahora seña de identidad a defender.
Puig Gairalt en la Laietana tiene una pieza en el número 12, con un coronación muy aquí estoy yo desde lo inimitable. En los años siguientes, cuando al fin se pula y consiga sus ambiciones, creará o estreches elevándose, como en l’avinguda Gaudí, o simulacros de transatlánticos esquineros en barriadas urbanizándose a la velocidad del sonido, como en Poble-Sec, Pere IV y su Flatiron, Sants con la Bordeta, el celebérrimo rascacielos de Collblanc o la Casa Pidelaserra del carrer Balmes, en plena expansión durante ese vertiginoso decenio.
Desde esta perspectiva, la casa Sabadell es una antesala, ceñida a su contexto geográfico y al de la manzana, donde ella y Gambús son alfa y omega, encrucijadas opuestas con puntos de mira y diseño similar, como si fueran puntas de lanza de su isla. La metamorfosis hacia los bloques de pisos más altos acaecería a finales de los años veinte, con el precedente de la casa del Guix del carrer del Clot, con réplicas menos arquetípicas en la Meridiana, cómplice del imperialismo del Eixample.
En un mapa de 1931 Valencia aún no se ha comido a Bofarull. Sin embargo, los documentos del archivo municipal van llenos de una ampliación de Valencia hacia 1932, más o menos al unísono de la casa Ramon Serra, casi en el cruce de Valencia, redundante en este párrafo, con la Meridiana. Es un Puig Gairalt menor, y ojalá localizara fotos de cuando erigieron el inmueble, con todo patas arriba y el gigante curvo cual alienígena entre los viejos torrentes, los molinos, los andamios y la resistencia de un universo a ser devorado por otro de tiralíneas. Si lo usáramos para trazar una recta, en una punta la casa Sabadell resumiría como en ese 1914-1918 de su fachada se esconde una concepción del entorno de la Meridiana y hasta la hipótesis de un hotelito molt de la ceba, muy de la risa por estar cara a cara con la fábrica de Delfí Sabadell, pero oye, en esas hectáreas aún medio baldías todo quedaba en familia, eran pocos, no sé si siempre bien avenidos y partícipes de un paréntesis en esa perpetua refundación de la Meridiana, aún sin su destino de autopista urbano y núcleo de densidad poblacional.

Esta ya es diáfana, desde los tentáculos del Eixample, en la casa Ramon Serra. No han transcurrido ni tres lustros. Esas antípodas condensan el espíritu de su era y son perlas de Ramon Puig Gairalt, excelso en el respeto adonde edificaba, comprendiéndolo , y tan particular como para esparcir su impronta, sedimentada y a reivindicar.