“Metaverso” es una palabra concebida hace treinta años, que se ha puesto ahora de moda entre los medios de comunicación y en unos círculos sociales cada vez más extensos. Tal como pasa con la mayoría de los conceptos relacionados con la tecnología más avanzada, su definición es ambigua. Tiene propensión polisémica, es decir, puede tener varios significados. Y tiene vocación transversal: pretende impactar en ámbitos y disciplinas heterogéneas. Está compuesta por “meta”, que en griego significa “más allá”, y “verso”, que podría venir del latín “versus”, que indica la unidad poética sometida a medida. Pero no: proviene de la última sílaba de universo. En conclusión, metaverso quiere decir más allá del universo.

Es, naturalmente, una metáfora. El universo coincide, en este caso, con aquello que conocemos por experiencia directa, mediante nuestros sentidos, aquello que llamamos la realidad. El metaverso sería, en cambio, una realidad alternativa, una construcción virtual que podría percibirse como real, y que se desarrolla en internet. Pretende convertirse en una experiencia inmersiva, tridimensional y multisensorial. Pero todavía estamos al abecé. Entiendo que podría llegar a ser, con los años, una de las puertas que darán acceso a la realidad virtual genuina.

Parece que fue Neal Stephenson quién usó por primera vez este neologismo en su novela de culto “Snow Crash”, publicada el 1992. Relata las aventuras de un chico que es un repartidor de pizzas y pirata informático en el mundo real, pero que se reconvierte en samurái (guerrero noble) en el metaverso. Y narra su lucha contra un virus maligno, que lleva el nombre de la novela, conectado con la cultura sumeria y la leyenda de la Torre de Babel.

Dicen que Stephenson buscaba una expresión que superara la de “ciberespacio” y fuera más precisa que la de “realidad virtual”. Y se inventó “metaverso”, por cierto, tan indefinida y confusa como aquellas. Él mismo rescató otra palabra, “avatar”, sumergida en los orígenes del hinduismo. “Avatar” viene del sánscrito, y significa aproximadamente “encarnación de un dios cuando baja a la Tierra”. En este caso, se utiliza como “reencarnación de una persona cuando accede en la red”, es decir, la imagen de identidad, real o imaginaria, elegida por un cibernauta a internet.

Stephenson consiguió bastante éxito como escritor de ciencia ficción, pero el metaverso, en aquel momento, no obtuvo demasiado eco. Hasta que ahora, treinta años después, Mark Zuckerberg, el jefe ejecutivo y amo de Meta (de donde cuelga Facebook), lo ha recogido con la idea de convertirlo en un negocio de ámbito global.

Lo confieso, y me sabe mal: no he leído “Snow Crash”. Y ahora me puede costar bastante caro. He estudiado los precios, y un volumen de bolsillo de segunda mano vale ahora entre 150 y 190 euros. Sí que leí, en su momento, “La era del diamante”, del mismo Stephenson. Y me desconcertó positivamente. En consecuencia, y en relación con “Snow crash”, he de fiarme de sus interpretadores y de la inefable Wikipedia. Pero si seguimos el hilo de las intervenciones públicas de Zuckerberg, coincidimos en el hecho que el metaverso equivaldría, más o menos, a un proyecto de realidad virtual en red. Hoy todavía imperfecto. Aún primitivo. Si se prefiere, rudimentario. Pero tan cautivador como intrigante. 

Las siete puertas

Podríamos establecer varias etapas en este impreciso, largo e inacabado viaje hacia la realidad virtual. En busca de indicios y precedentes de la idea, algunos expertos retroceden hasta el año 1865, cuando Lewis Carroll publicó “Alicia en el país de las maravillas”. Otros se desplazan bastante más lejos: hasta el mito de la caverna de Platón. Algunos inventos nos dan pistas: el estereoscopio de Wheatstone (antecedente de visor), algunas técnicas pictóricas (sensaciones de profundidad y movimiento) … No sé qué decir.

El sueño de acceder a una realidad virtual nace probablemente cuando, en los años cincuenta y sesenta del siglo XX, se debate sobre las inmensas posibilidades que ofrece la tecnología computacional digital. Llegan, de forma casi inmediata, los primeros simuladores. Son máquinas y programas capaces de reproducir una realidad limitada y de imitar el comportamiento de un sistema. Y también aparecen los primeros videojuegos. Al principio, todos muy rudimentarios. La ciencia ficción, literaria y cinematográfica, adopta, especula y fantasea sobre el tema. The Matrix aparece como un paradigma. Y algunos pensadores elaboran reflexiones brillantes e innovadoras en torno al concepto de realidad.

Hemos establecido, de manera arbitraria, siete puertas que podrían dar acceso, en un futuro, a la realidad virtual. No son necesariamente consecutivas. Algunas se han abierto o se están abriendo simultáneamente. Otras están entornadas. O casi ajustadas. Y puede haber más. Quizás muchas más.

La primera puerta es transversal y coincide con el desarrollo de la inteligencia artificial. Volvemos a encontrar una dificultad para formular una definición precisa de este concepto. En general, se entiende por inteligencia artificial (IA) la capacidad (hoy aún no alcanzada) de las máquinas y/o el software de entender el mundo, de aprender de la experiencia, de resolver situaciones nuevas con soluciones también nuevas y, en algún momento lejano, de tomar conciencia de su misma existencia. Los retos fundamentales de la IA incluyen el razonamiento, el conocimiento, la planificación, el aprendizaje, la comunicación, la percepción y la capacidad de mover y manipular objetos. Quede claro que todavía se está muy lejos de estas expectativas.

Des de que se construyeron los primeros ordenadores, se creyó que, alrededor del año 2000, existiría una máquina que tendría una inteligencia parecida en la humana. Stanley Kubrick y Arthur C. Clarke lo reflejaron perfectamente a “2001, una odisea en el espacio”. Nada de nada. Hasta el punto que se mantiene una dura polémica entre aquellos expertos que confían en que la inteligencia artificial será una realidad en algún momento de un futuro no demasiado remoto, aquellos que consideran que se creará una forma diferente de inteligencia, y aquellos que piensan que este objetivo no se logrará nunca. 

Es verdad que se ha avanzado mucho desde aquel inmenso y arcaico computador llamado ENIAC (1946), que utilizaban cintas perforadas, lámparas o tubos de vacío, y hacía 5.000 operaciones aritméticas por segundo. Cualquier móvil actual tiene más prestaciones. Se han producido progresos muy notables en los sistemas expertos y en la robótica: tratamiento del lenguaje escrito y hablado (traducción automática en tiempo real), visión artificial y reconocimiento de objetos, máquinas capaces de ejercer tareas diversas (mejorando mucho las prestaciones humanas), tratamiento de datos masivos y previsión del comportamiento humano.

Hoy existen ingenios que actúan como lo hace un experto en un dominio concreto (por ejemplo: medicina, música y, incluso, periodismo) y que, además, pueden tomar decisiones propias (armas autónomas). Se está investigando sobre implantaciones en el cerebro humano para extender sus capacidades. Pero todavía queda mucho camino hasta la inteligencia artificial genuina, si es que se llega.

Segunda puerta: los adelantos tecnológicos no directamente relacionados con la realidad virtual, pero sin los cuales difícilmente se podrá obtener. Por ejemplo: la investigación sobre ordenadores mucho más potentes y rápidos (probablemente cuánticos), canales de transporte de señal (cables y espacio radioeléctrico) con mucha más capacidad y potencia, visores y sensores de una calidad todavía no lograda, la obtención de hologramas de alta resolución en movimiento… Se han producido muchos adelantos, pero hacen falta muchos más.

Tercera puerta: la realidad reconstruida o imaginada, creada digitalmente en un ordenador (CGI / Computer Generated Imagery). Se ha logrado con éxito en el mundo del audiovisual, las simulaciones, los videojuegos y otras producciones. En el cine, se han generado escenarios y secuencias espectaculares, llenas de efectos especiales de una imaginación desbordada. En el caso de los videojuegos, dada su capacidad interactiva, se han obtenido historias de gran realismo, magníficas y peligrosas, a la vez, porque pueden llegar a provocar auténticas adicciones físicas y psicológicas entre los participantes, y especialmente entre los adolescentes. Pero, en general, son percibidas como diferentes de la realidad vivida y experimentada.

Cuarta puerta: la tecnología de tercera dimensión. Sensación de longitud, altura e ilusión de profundidad en un entorno bidimensional (televisores, sobre todo). O directamente tridimensional con un visor adecuado (juegos interactivos). La primera opción ha fracasado, al menos aparentemente. Las grandes marcas no han apostado por la tecnología 3D. El público lo ha considerado poco útil y extravagante. Y se han vendido pocos aparatos. Pero sin las tres dimensiones, no hay realidad virtual. Así que hay que esperar como se desarrollan en los juegos y como se aplican en futuras ofertas de comunicación y entretenimiento.

Quinta puerta: la realidad aumentada (o extendida). Se trata de añadir (superponer) elementos virtuales, inexistentes, en un entorno real, cuando se mira mediante cualquier dispositivo con pantalla. Por este motivo, también recibe el nombre de realidad mixta. Las imágenes virtuales incorporadas pueden tener vida propia e interactuar con el usuario, o pueden ser manipulables bajo control del mismo usuario. Y todo en tiempo real. Con sincronía perfecta.

La realidad aumentada geolocalizada, por ejemplo, consiste a tomar las coordenadas GPS del usuario y, en la pantalla del teléfono en movimiento, introducir información sobre las imágenes, o también muñecos y escenarios propios de un juego. Al pasar ante una tienda, puede aparecer un empleado que explica las ofertas y sus descuentos e invita a entrar. O de repente, puede presentarse un animador que ofrecerá participar en un juego por la ciudad en el cual pueden intervenir varias personas más. Las posibilidades son infinitas.

La realidad aumentada, en su estado actual, puede confundir, pero en general no supone pérdida del discernimiento entre aquello que es existente y aquello que se ha añadido artificialmente y es ficticio.

La sexta puerta podría ser, justamente, el metaverso, que incorpora buena parte de estas tecnologías, con vocación de convertirse en un negocio de grandes proporciones. Ya hemos hablado de ello: una mezcla entre realidad aumentada y simulación. De hecho, algunas simulaciones en tres dimensiones se han demostrado bastante útiles para formar pilotos de aviación sin tener que volar, instrucción militar creando escenas de guerra, en medicina y muy diversas situaciones profesionales y recreativas.

Séptima puerta: el destino final es la realidad virtual. No aquello que ahora se presenta con ese nombre, incluido el metaverso, sino aquello que los expertos sueñan desde hace tiempo: una nueva realidad construida artificialmente, que no tenga nada que ver con la realidad existente, pero que se viva cómo si existiera. De hecho, que el usuario no pueda distinguir entre la realidad física y la ficticia. Dos o más realidades paralelas, destinadas a confundirse. Y para conseguir este hito, se necesitan ordenadores mucho más potentes, probablemente cuánticos, programas con algoritmos mucho más complejos y, en general, tecnologías mucho más avanzadas.

La auténtica realidad virtual se basa en la simulación perceptiva, multisensorial e interactiva. He aquí una definición que me gusta: es una base de datos gráfica interactiva, generada por ordenador, explorable y visualizable en tiempo real, con la formación de imágenes de síntesis tridimensionales, que da la sensación de inmersión en la imagen. Las palabras clave son inmersión, interactividad y orientación. El usuario tiene que estar auténticamente convencido que se encuentra en un entorno nuevo y real, diferente de cualquier otro, también real, de donde proviene. Esto requiere la estimulación de todos y cada uno de los sentidos. El usuario tiene que ser capaz de interactuar en un entorno sintético, tal como lo hace en un entorno real. Y el usuario tiene que tener la sensación de seguir la posición/orientación, según sus propios movimientos, dentro del entorno simulado.

Y así, la realidad virtual (insistimos: auténtica), permitirá que el usuario (avatar o no) se sumerja en una historia predeterminada por él o por otras personas (una especie de película o un juego, un mundo nuevo), actúe e interactúe, con capacidad de cambiar el desarrollo de la acción… O no: se convierta, sin saberlo, en un esclavo de unos programadores dominantes representados por una máquina inteligente.

Muchas preguntas sin respuesta

La realidad virtual genuina constituirá un avance excepcional, sorprendente, incomparable, pero que plantea, ya desde ahora, numerosos e inquietantes problemas filosóficos y morales. De hecho, el metaverso, concebido como un negocio, ya apunta algunas incertidumbres graves. Aquí solo señalaremos (más bien, insinuaremos) algunas en forma de preguntas.

¿Es real la realidad? Parece un juego de palabras, pero tiene un sentido muy profundo. Es un tema muy debatido dentro de la filosofía y de la ciencia. Se define como real aquello que percibimos y vivimos efectivamente. O más allá: un conjunto de cosas que existen independientemente de que sean o no percibidas por el ser humano. Intuimos que sí: que existe una realidad. La ciencia dice que aquello que se ha podido experimentar y probar es real.

Pero el cerebro reinterpreta esta realidad. E introduce nuevas variables. El cerebro también se puede confundir y crear una realidad propia ¿O quizás el mundo que percibimos es una copia, a menudo una mala copia, que hace cada cerebro de aquello que procede de un campo sensorial muy limitado? O puestos a especular, ¿quizás el mundo es un estado transitorio, fugaz, un tipo de prueba para acceder a la auténtica realidad (metafísica) que vendrá después de la muerte? Muchas religiones plantean este dilema. La realidad virtual pondrá sobre la mesa estas y muchas más inquietudes.

¿Si la realidad virtual logra la construcción de un mundo paralelo que es percibido como real, el contenido de esta nueva realidad será real o ficticio? Los expertos tampoco se ponen de acuerdo. David Chalmers, el filósofo australiano de la mente, y otros pensadores audaces sostienen que es probable que la nueva realidad sea real. Al menos para la persona que la experimenta. En este caso, puede haber dos o más realidades: la realidad física (compuesta por átomos) y las realidades virtuales (compuestas por bits). ¿Los participantes sabrán distinguir entre estas diversas realidades?

The Matrix plantea la paradoja. Supongamos que una máquina de una inteligencia muy avanzada hubiera diseñado una simulación que el usuario o usuarios (avatares) interpreten como real. Imaginemos que las experiencias que viven dentro de la simulación son tan reales como las que han percibido cuando estaban fuera. ¿En aquella dimensión y en aquel instante, se podrá saber si vive en una simulación? La respuesta de algunos expertos es que no: llegará un momento que no se podrá saber. Según esta teoría, una vez vividas la simulación o simulaciones, no habrá forma de conocer cuál es la realidad auténtica, porque todas lo serán. ¿Se podrá salir de este laberinto? ¿Los usuarios preferirán ser avatares (prínceps samuráis, en la novela de Stephenson) o pobres y anónimos humanos (repartidores de pizzas)? ¿El usuario podrá reiniciar: volver a su vida original? Tal vez no.

La nueva realidad virtual tendrá un creador o un grupo de creadores: aquella o aquellas personas (o quizá máquinas) que habrán diseñado el hardware, el software y los algoritmos que la harán posible. Serán como dioses. ¿Los creadores pretenderán dominar la nueva realidad simulando, por ejemplo, que el usuario toma decisiones propias? ¿Guiarán sus pasos? ¿Serán los amos de los acontecimientos? ¿Construirán un mundo a medida? Estas preguntas empiezan a tener sentido en el entorno del metaverso. Porque Zuckerberg no ha explicado sobre qué base pretende construir su negocio.

Y aquí, la hipótesis de dios (en minúscula) adquiere una nueva dimensión. Supongamos que Dios existe y que su mente impacta sobre la vida humana. Las religiones acostumbran a decir que el ser humano actúa en libertad. Pero no es del todo cierto. Sus sacerdotes resuelven, en su nombre, aquello que es bueno o aquello que es malo, castigan y perdonan, formulan amenazas sobre la vida más allá de la muerte, gestionan verdades absolutas. Han obtenido y mantienen mucho poder. Podría ocurrir que la simulación tuviera sus propios dioses: sus diseñadores (humanos o máquinas), que estarían situados fuera del espacio y el tiempo de los usuarios, y concebirían y administrarían las reglas del juego. La cuestión ha sido planteada por algunos expertos. 

Disculpen la confusión. Tal vez me he perdido en mi propio laberinto. Pero si el escenario fuera ese, o uno más o menos parecido, Zuckerberg gana. Y tal vez todos perdemos.

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