Dirijo. Recoloco y vacio.
Quién sabe si voy a quedarme. Vuelvo a tener rincones que llevan mi esencia, vacíos todavía, pero todos, todos, míos.
Sacudo el polvo del paso del tiempo haciéndole sitio a la certeza, de que la incertidumbre no me ganará.
Como quien vuelve en bicicleta.
Hace demasiados años, pero parece ayer.
Pedaleando, sin embargo, con fuerza y, en cada resoplido, un soplo y un metro más. Más cerca, o más lejos, de lo que sea.
No importa.
No existe mapa y no hay ruta.
Por delante, el abrazo de un viaje en soledad, y del viento.
Cogiendo velocidad cuando hay cuesta arriba, pulsando el freno y apretando los dientes cuando el camino es más llano.
A contracorriente.
Para hacer el camino diferente, tal vez esta vez.
Quién sabe si llegaré esta vez.
Donde esté, cuando sea, pero de una pieza.
Tozuda, cansada, vencida. Sin filtros ni envoltorios. Sin equipaje, pero con suficiente espacio en el asiento trasero y, una cesta de mimbre salvada en el último instante del montón del desecho, donde tanto caben hojas secas, como cactus, como flores, como nada. Y un montón de piedrecitas metidas dentro de los bolsillos, para recordar siempre la dureza de todos los lugares de donde vienes.
Le falta aceite en las cadenas, y el chirrido serrucho es melodía, y también tormento.
No saber si le quieres o le odias la bicicleta. Como tampoco sabes si los aburrías (o ya los añoras), todos aquellos muebles y rampoines de los que acabas de deshacer, y de los que has limpiado.
Endrezar. Recolocar y vaciar.
No sacarse el carnet de conducir por tener miedo. O preferir comprarse una moto, por tener miedo a ir sola por las noches a pesar de recordar el temblor tan sólo girar la llave y encenderla. Decidir estudiar esto, y no lo otro, por no tener suficiente valentía.
El miedo, el miedo. El miedo a tener miedo, que te atrapa y te vuelve más cobarde.
¿Cuántas cosas no hemos hecho, o hemos hecho porque tenemos miedo? Nos devuelve esclavas, pero nos empeñamos en justificarla.
No habrías conducido bien y podrías haber matado a alguien.
Fuiste valiente de buscar una alternativa…
Y no se trata de la zona de confort que de esto no va la cosa. La vida ya es bastante complicada y cada uno sobrevive como puede. Quizás también desde lo alto de una bicicleta.
Sentir el azul por todo. Que te vela los ojos, te tropieza las palabras, y te transforma en una mujer de papel. Qué ganas de columpiarse un ratito.
Pero no esta vez. Hay que seguir el nuevo camino, vete a saber quién sabe dónde.
Endrezar. Recolocar y vaciar. Pedalear.
Pedalear, volver atrás y tomar un descanso, en una casa medio cerrada. Donde se convive en la primera planta, y donde duerme todo el mundo en la misma habitación.
Menos gasto de luz, más calor, y menos darnos cuenta de cómo se soplan las paredes del escape de agua que nos provocan humedades, más fácil de limpiar pasando un escobazo, menos aire frío escurriendo por debajo de las ventanas que todavía no tienen persiana, y de las puertas que debían cambiarse hace dos años atrás y, que seguramente no se cambiarán nunca.
Mantener la vida, el hogar, el amor intacto, latente en todo momento, en 25 metros cuadrados.
¿Quién será que vendrá a vivir aquí si un día se vacía toda?
¿Qué pensará al ver que nunca arreglaron la pintura que había caído como costras de las paredes del comedor?
Quien adivinará que la habitación de arriba, donde hay un agujero en la pared por donde se pasean las arañas, en realidad tenía que ser para una niña, que no subía porque hacía demasiado frío o demasiado calor, y que durante todos estos años casi no utilizó nunca, a pesar de tener el escritorio y lucecitas de colores?
Un hogar sin ningún cuarto propio, o con varios cuartos propios, no habitados. Que también esperan, mudos y cerrados, impacientes del paso del tiempo.
Quien se fijará en la segunda puerta de un armario que se ha roto y que se apoya contra la otra para que todavía haga un medio efecto armonioso, y por dónde se colaba un gato; o en el parqué soplado por los degoteos del radiador que perdía, o sabrá de aquella mujer que empujaba con fuerza la puerta de la entrada, que nunca acabaron de barnizar, mientras daba las gracias al cielo porque al menos, al menos, en su momento todavía tenía suficiente dinero y pudo poner la persiana nueva, mientras hacía la cama, estirando unas sábanas medio comidas ya por las polillas?
Tienen tantos años, tantos lavados, eran tan bonitos. Si no te acercabas demasiado, todavía parecían medio nuevos.
De lejos, todavía relucen. Como el paisaje que se vislumbra de lejos desde una bicicleta. Más cerca, cuando ya te acercas, hay que aprender a amar también la decadencia. Porque después de ella, ya no habrá nada más.
Y el chirrido de la bicicleta, rodando, girando, mientras el mundo se mueve, inmóvil, bajo tus pies; y gira, color de la miel, como una promesa más dulce, una Ítaca de tierra firme, dentro de tus ojos.
Despegada, recolocada, y vacía. Por estrenar.