Entre jirones retorcidos de chapa metálica, de trozos de tela y de restos de asfalto, asoma una matrícula con agujeros de metralla. Es la del coche que quedó calcinado el 6 de marzo junto a la madre y sus dos hijos que fallecieron a causa de los bombardeos con mortero lanzados por el Ejército ruso contra quienes intentaban huir por el ya famoso puente de Irpín. Durante días, asistimos a la huida penosa de miles de personas que, tras semanas de sitio, cruzaban el río que separa esta ciudad de Kiev trepando por las rocas a las que quedó reducido por las bombas rusas el puente que terminó convirtiéndose en un símbolo de esta guerra.

Tras semanas de asedio por los enfrentamientos, ahora vuelve a ser cruzado pero, en esta ocasión, por personas que acaban de comprobar en qué ha quedado de su hogar. “La guerra nos pilló de vacaciones y conseguimos volver al país en el quinto día de la invasión. Ya no quedaba nada de nuestro apartamento”, explica Olga, una mujer de cuarenta años de melena de rastas. “Hemos venido hasta aquí para rescatar gatos y perros. Es todo lo que podemos hacer ahora”, explica su marido Dimitrii, conmocionado ante la visión apocalíptica de su ciudad, colindante con Kiev por el noroeste de la ciudad. Ambos son ingenieros de telecomunicaciones, están desempleados y solo han recibido la ayuda de 6.500 grivnas –unos 200 euros– que el Gobierno ucraniano ha entregado, indistintamente, a todos los habitantes del país. Viven en la casa de la madre de Olga y no saben cómo ni cuándo podrán reconstruir sus vidas.
A nuestro alrededor, la capacidad de destrucción de la industria bélica se revela en su diabólico esplendor. La iglesia en la que durante décadas el vecindario buscaba sosiego ha quedado convertida en un queso gruyère; el supermercado en el que adquirían la comida, en una especie de lata de sardinas que pareciera haber estallado desde su interior; en la calzada, dos grandes agujeros que rememoran el socavón provocado por el horror: son los que abrieron los morteros que acabaron con la vida de la mujer y sus hijos que horrorizó al mundo.
Nieva y los restos de unas flores de plástico parecen brotar de entre el barro. Alguien ha colocado una imagen de Jesucristo en los restos del vehículo que quedan junto a la escena. Una camilla, construida con dos palos y una manta, aparece abandonada en una esquina del lugar.

Irpín se convirtió, junto a otras ciudades de las afueras de Kiev como Bucha y Hostomel, en el muro de contención de la ofensiva rusa dirigida a tomar la capital del país. Ahí se han librado las batallas más feroces en esta zona de Ucrania hasta que Rusia anunció un repliegue. El campo de batalla ha dejado al descubierto un reguero de muertos y horror. Según el ministro de Exteriores ucraniano, Dmytro Kuleba, en esta zona se han localizado más de 410 cadáveres.
Tanto el Gobierno de Ucrania como el de Rusia han pedido que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas se reúna para abordar los hechos, aunque por razones opuestas. El equipo del presidente Zelensky sostiene que esas muertes son resultado de ejecuciones de civiles por parte de las tropas rusas y que, por tanto, son delitos de guerra que constituirían un genocidio. Por su parte, portavoces del Kremlin aseguran que los responsables no han sido sus soldados; afirman que sus tropas abandonaron esta zona el 30 de marzo y que hasta tres días después las autoridades ucranianas no informaron sobre la existencia de estos cadáveres en las calles. Según testigos entrevistados por medios internacionales en las calles de estas ciudades, fueron asesinados por las tropas invasoras durante las semanas de asedio. Pero aún ninguna organización ni institución internacional ha anunciado aún una investigación independiente que aclare lo ocurrido.
La Comisión Europea, a través de su presidenta Ursula von der Leyen, ha anunciado el envío de un equipo de investigadores para apoyar a la Fiscalía ucraniana. El Pentágono, por su parte, en el informe diario que comparte sobre la invasión de Ucrania con la prensa a través de un oficial anónimo, ha manifestado que «no puede verificar de manera independiente las afirmaciones ucranianas de las atrocidades rusas cometidas contra civiles en Bucha», aunque, ha añadido, «no hay razones para ponerlas en duda».
Irpín: Una ciudad fantasma
Irpín tenía más de 60.000 habitantes hasta antes de la guerra. Según fuentes municipales ahora no quedan más de 2.000. Uno de quienes la abandonaron a principios de marzo fue Dimitriy Itlin. “Me quedé hasta que empezó a arder la casa de al lado. Fue el último día antes de que todo el mundo fuese evacuado”, explica junto a su amigo Ivanenko Valery. Ambos andan cargando con bolsas llenas de herramientas con las que están reparando sus respectivas casas. “No hay agua, ni electricidad, ni calefacción porque todo ello nos llegaba por el interior de este mismo puente”, dicen señalando a las tuberías que han quedado al descubierto de entre los restos de la obra de ingeniería. “Hasta dentro de tres semanas no creo que podamos empezar a pensar en volver a nuestras casas”, explica Valery. “Han destruido más de la mitad de la ciudad”, explica, mientras a su lado una anciana avanza lastimosamente.
Sobre unos gruesos calcetines de lana que se pierden bajo su falda, Anna calza unos zuecos de plástico –una especie de madreñas asturianas– que la protegen de la nieve. Ha venido a ver qué quedaba de su hogar. No quiere hablar sobre lo ocurrido. No quiere hablar de nada. Un hombre la espera en una furgoneta ataviado con una gorra con las siglas de la NATO (las de la OTAN, en inglés).
Alexander “Indian”, el alias por el que, explica, es conocido en su entorno, carga en un carreta de mano herramientas de todo tipo. Durante las últimas semanas se ha dedicado a evacuar a personas atrapadas en Irpín. Más de mil, sostiene. Y ahora les ayuda a volver y evaluar los desperfectos en sus hogares. «No son solo los hogares, son las calles, los parques, ¡todo!»
El tránsito de soldados por esta entrada es incesante y, como es habitual, ponen todo tipo de impedimentos y trabas burocráticas para el acceso a la prensa. Por la entrada occidental a la ciudad, la situación es aún más dantesca. Desde la salida de Kiev, se suceden cada pocos metros los checkpoints, evidenciando la variada tipología de estos controles que se ha ido constituyendo desde que comenzara la guerra.
Desde los más sofisticados, construidos con grandes barricadas de sacos terreros, bloques de hormigón o, incluso, excavadoras cruzadas en las carreteras, a los que organizan vecinos de las áreas rurales vestidos con sus ropas de ganaderos y armados con escopetas de caza. A medio camino entre unos y otros, los controles a cargo de de soldados acompañados por miembros de las unidades de defensa territorial, civiles sin experiencia militar que, en muchos casos, quieren demostrar ante sus compañeros uniformados que a celo y desconfianza no tienen competencia posible.
En uno de estos puestos, a un kilómetro de la ciudad de Bucha, los guardianes del pueblo nos obligan a dar la vuelta: insisten en que el camino ha sido minado por las tropas rusas con bombas antipersona. En otro cercano, los soldados se afanan por recoger trozos de metralla del suelo para demostrar a la periodista el origen de toda la destrucción que nos rodea. Se trata de la intersección entre la autopista que comunica Kiev con el resto del país y la entrada principal a la ciudad de Bucha.
Los semáforos, el tendido eléctrico, la gasolinera, todo aparece achicharrado a nuestro alrededor. Los restos de una bota sobresale de una trinchera cavada junto a una vivienda que ha quedado reventada por los misiles. La escena se hace más tétrica según avanzamos en el camino y encontramos las calles desiertas y calcinadas decoradas con los muñecos del tamaño de niños que se emplean en Ucrania para advertir a los conductores de que bajen la velocidad y afinen la atención ante la cercanía de colegios.

“Han muerto tantas personas. ¿Para qué? ¿Qué quieren de nosotros? Nos matan porque tienen envidia de nuestra vida. Los soldados rusos llegan aquí y les sorprende que tengamos luz, agua caliente, calefacción, porque en muchos pueblos rusos no los hay. Nos han robado los ordenadores, los móviles, el dinero que había en nuestras casas. Está bien, que se lo lleven todo. Reconstruiremos las ciudades y serán aún más. ¿Pero quién nos va a devolver a nuestros seres queridos?”, dice, rodeado de devastación, Andreii, un hombre de avanzada edad. Explica que huyó solo, que no tiene familia y que tampoco tiene ya a donde volver. A apenas unos metros de él, permanece intacta una caja de cocktails molotov construidos artesanalmente con botellas de bebidas alcohólicas.

La retirada de las tropas rusas, y su repliegue hacia la zona oriental del Donbás, ha dejado a su paso imágenes cuyo reflejo, más o menos fiel, podemos encontrarnos en las próximas semanas en otras ciudades asediadas en las últimas semanas como Mariupol, Chernihiv, Karkov o Sumi. Por eso es fundamental una investigación internacional independiente que aclare todos los extremos sobre unos hechos atroces y, probablemente, constitutivos de delitos de lesa humanidad.

Esta es una crónica original de La Marea