
Las esteladas están desapareciendo progresivamente de los balcones y ventanas de los pueblos y ciudades. La última encuesta de la Generalitat señala que el porcentaje de catalanes favorables a la independencia es sensiblemente inferior a los contrarios a la secesión. Jordi Cuixart y Elisenda Paluzie, dos referentes del independentismo cívico, desvinculados de los aparatos y consignas de los partidos políticos, son sustituidos al frente de los reputados Òmnium Cultural y la Assemblea Nacional Catalana.
Jordi Sànchez, antecesor de Paluzie en la ANC antes de ser encarcelado como Cuixart, ha anunciado que dejará la secretaría general de Junts per Catalunya, después de sufrir un profundo proceso de erosión por parte de sus propios compañeros en la dirección del partido encabezado por Carles Puigdemont. Para no caer en el olvido brumoso de Waterloo, el presidente emérito debe esforzarse todos los días por protagonizar alguna noticia susceptible de aparecer en TV-3, flanqueado siempre por el incombustible Toni Comín.
Parece que Gabriel Rufián será enviado en las elecciones municipales por la cúpula de Esquerra Republicana a combatir por la alcaldía de Santa Coloma de Gramanet, una misión casi imposible en uno de los bastiones más sólidos del PSC. El mordaz diputado, especializado en tuits desestabilizadores como el de las “155 monedas de plata” de Puigdemont tras el 1-O, ya no goza de la completa confianza de la dirección de Esquerra, interesada en reducir a casi cero los decibelios de las discrepancias con la Moncloa. Oriol Junqueras y Pere Aragonès necesitan otro portavoz en Madrid menos quemado.
Mientras, las luchas a cielo abierto entre los dos socios del Govern van carcomiendo los cimientos del Ejecutivo y dificultan su gestión en diferentes departamentos. El resultado más visible es el caos y la indignación que ha causado el conseller González Cambray en el sistema educativo catalán, con una serie de decisiones dictadas desde despachos sin intención alguna de buscar el consenso. Y precisamente cuando desde los tribunales españoles siguen la ofensiva (último capítulo, el 25% de castellano) contra todo lo que signifique no ya independentismo, sino la simple defensa de la pervivencia de la lengua catalana. Idioma, por cierto, cada vez menos hablado en las aulas y patios escolares.
Una parte significativa del movimiento independentista, aquel que se ha movilizado desde 2010 y ha llenado avenidas y carreteras desde la sentencia del Tribunal Constitucional contra el último Estatuto de Catalunya, impulsado –recordémoslo–por el socialista Pasqual Maragall, no entiende el viraje hacia la moderación y el pragmatismo del Gobierno de Aragonés. La mesa para el diálogo propuesta por Pedro Sánchez está congelada. Ha demostrado ser un espejismo para la estrategia pactada de ERC y PSOE del qui dia passa, anys empeny.
Resulta difícil de entender para un independentista coherente que un Gobierno nominalmente secesionista defienda un proyecto de Juegos Olímpicos de invierno para 2030 que cuenta con el aval del Comité Olímpico Español y la posible participación de Aragón, una comunidad autónoma que no tiene intención de salir del Estado español. Los Juegos se organizan siempre en un único país. Por tanto, ¿está comunicando el Gobierno ERC-Junts a sus electores independentistas que en el 2030 todavía formará parte de España?
Durante los cinco años inmediatamente posteriores a la muerte del dictador Francisco Franco (1975), cuando los españoles vivían entre el posfranquismo y la primera transición democrática, apareció un fenómeno que fue llamado “el desencanto”. Una parte considerable de ciudadanos habían pasado de la enorme ilusión que causaba el anuncio de la recuperación de libertades individuales y colectivas a la extensión de un sentimiento de decepción por las resistencias al cambio que oponían las élites políticas y económicas vinculadas al franquismo, con la ayuda imprescindible del aparato policial, militar y judicial del Estado, adiestrado durante décadas a reprimir sin complejos.
Este desencanto que sufrieron los españoles a finales de los años setenta del pasado siglo –cuando Lluís Llach estrenó Companys, no és això (1978)– es parecido al desencanto que muestran ahora amplios sectores del independentismo catalán. Se nota en los encuentros familiares, con amigos, con compañeros de trabajo, donde hasta hace poco partidarios y contrarios a la independencia discutían con mayor o menor pasión sobre el Procés; ahora suele imperar el silencio. Agua pasada. La pandemia ha influido, sin duda. Y también la crisis económica por la invasión de Ucrania. Pero prima la decepción que muchos independentistas han tenido con los actuales líderes de los partidos separatistas.
Sus constantes pugnas, divisiones internas y peleas. Muchas incoherencias y algunas confesiones: “Jugamos de farol”, se sinceraba la exconsejera Ponsatí. “No teníamos nada preparado”. “Puigdemont no decía nada ni sabía qué hacer”. Se añade más de una traición revelada en los numerosos libros entre biográficos y autojustificativos publicados por los principales protagonistas del movimiento. Y, sobre todo, una gestión gubernamental manifiestamente mejorable que ha desembocado en manifestaciones de protesta de profesionales, como los de la enseñanza y la sanidad, parte de los cuales son también independentistas indignados. “¿Esa gente debe gobernarnos en la Catalunya independiente?”.
En la época del “desencanto” español más de uno ironizaba “contra Franco vivíamos mejor”. Ahora, en Catalunya, algún independentista puede añorar “contra Rajoy vivíamos mejor”. El “desencanto” sufrió una sacudida monumental con el golpe de estado del 23 de febrero de 1981 y desapareció en parte con la victoria socialista de octubre de 1982. Con los años llegarían muchísimas otras decepciones. Y conquistas. Pero ésta es otra historia.