Si Esther pudiera pedir un deseo, probablemente pediría no ser “diferente”. Así, entrecomillado. Porque si la hubierais conocido aquella madrugada del veintidós de marzo veríais que no lo era, pero ella se ha sentido tantas veces distinta que ahora cree que lo es.
Leo, el recepcionista del hostal, me solicita que vaya a comprobar si la chica joven, “triste y desorientada” con la que compartiré habitación esa noche está bien. Me hospedo aquí porque he venido a hacer periodismo y ella, por su condición de refugiada, se puede hospedar de forma gratuita en el hostal durante dos noches. A ambas nos toca dormir en una habitación compartida. Subo en ascensor hacia la tercera planta al ritmo de One, de U2, y me dirijo a la habitación 302 por un pasillo repleto de negros, grisáceos y rosados. Todo da un vuelco cuando abro la puerta de la 302 y veo a una chica descomprimiendo su vida de la maleta y despojándose de la pena mediante unas tímidas lágrimas que seca prontamente cuando se percata de una presencia ajena. Viste un conjunto de chándal blanco y negro y unas deportivas blancas con la estampa del Pato Donald. Lleva una sudadera con la silueta de Mickey mouse en el pecho, un grabado que se repite en los bordes de sus calcetines, que lleva subidos más allá del tobillo. Con ella lleva una maleta grisácea y una mochila negra.
“Soy Andrea y tengo veintiún años, ¿Cómo estás?”, pregunto con una sonrisa para destensar la situación. “Yo también tengo veintiún años y soy ucraniana”, manifiesta Esther en francés. “Como puedes imaginar, mi vida es una absoluta mierda ahora mismo”, prosigue la joven. Cuando clava su mirada en la mía, la tenue luz de la sala permite intuir en su rostro una expresión un tanto desencajada y una mirada que oscila entre el miedo, el horror y el cansancio. De repente, la voz de Bono suena lejana y mi pequeño universo se detiene y empieza a quebrarse en miles de pedazos al ver a Esther encarnar a todas las mujeres de mi vida.
Mientras espera su cena, habla con su hermana Gracy, de veinticinco años, como si estuvieran separadas por un viaje de capricho y no una guerra. “Estoy bien, están siendo muy amables conmigo y es un sitio bonito”, comenta Esther a su hermana para tranquilizarla. Gracy está en Suecia y planea venir a Berlín cuando Esther encuentre un lugar estable en el que asentarse. Ambas están exhaustas, pero prefieren evadirse del horror que acarrean a sus espaldas entre anécdotas y risas. “Esta separación es demasiado dura”, sentencia Gracy con voz temblorosa. Silencio en la habitación continuado de un sollozo tartamudo. Y rompe a llorar desconsoladamente al otro lado del teléfono. Entretanto, Esther, acurrucada entre las sábanas blancas de su cama y conteniéndose las lágrimas, finge una carcajada y le asegura que todo irá bien. “Buenas noches Gracy, todo irá bien”, intenta convencerse. Y cuelga.

Esther es congoleña y vivía en Lviv, Ucrania, desde hacía tres años. Se fue a vivir ahí con su hermana Gracy una vez cumplió la mayoría de edad para poder completar sus estudios de economía. Unos estudios que no podrá acabar, comenta desolada, puesto que “la vida es muy dura”, prosigue. Ahora le toca “buscar trabajo y ser independiente”, asume con dureza. Asiento en silencio, ya que nunca había visto a nadie crecer en cuestión de segundos. Las dramáticas situaciones a las que Esther ha tenido que enfrentarse a lo largo de su vida la han obligado a madurar de golpe.
La noche del 24 de febrero, cuando la guerra comenzó, Esther cogió su mochila, en la que puso el ordenador, el móvil y unas bambas, y salió caminando con Gracy hasta Polonia. Cuatro horas después y una vez lejos de las bombas, la guerra empezó para las dos hermanas. “Nadie quería acogernos, así que dormimos durante dos noches en la calle”.
Según múltiples sociólogos, la experiencia determina nuestra visión del mundo. ¿Cuántas veces habrá tenido que experimentar Esther el rechazo y el racismo en su piel para preguntarse algo tan horrible como lo que sentencia esa noche mientras su voz se entrecorta progresivamente: “¿Qué he tenido que hacer mal para nacer negra?” Sus ojos color azabache se impregnan de lluvia, cuyas gotas pegajosas retiene en las pestañas con enorme esfuerzo. “Aquellas dos noches a menos dos grados fueron muy difíciles”, relata la joven. “La gente nos veía en la calle y no nos acogía por ser negras, la segunda noche me derrumbé de impotencia, no podía dejar de llorar”, sigue mientras respira y encoje su chata nariz de piel lisa en el intento de contener las lágrimas.
Compañeros de The Guardian o La Marea relatan indignantes episodios de acoso sucedidos en Polonia hacia ciudadanos no blancos, pero aun así cuesta de creer. Desgraciadamente, no se trata de casos aislados. Gran parte de la población polaca rechaza abiertamente la llegada de refugiados no blancos. Una mentalidad conservadora y xenófoba que se plasma en su gobierno, liderado por el Pis (Ley y justicia en polaco) desde 2015, un partido con un discurso ultranacionalista y católico, a la par que unas políticas contundentes contra la inmigración, el feminismo, el aborto y los derechos de la comunidad LGTBI.
Después de este desolador episodio repetido dos noches consecutivas, Esther y su hermana pueden partir en autobús a Berlín, Alemania, dónde Gracy tiene unos conocidos que pueden acogerlas temporalmente. Les hacen subir a autobuses diferentes. Transcurridas unas catorce horas, Esther llega a Berlín, pero Gracy sale del autobús y está en Suecia. No entienden porque las han separado. Esther se quedará tres semanas en casa de los amigos de Gracy. A Gracy le toca conformarse y asentarse en Suecia hasta que Esther encuentre un trabajo y una residencia.
Pasadas tres semanas en casa de los conocidos de su hermana, Esther se registra como refugiada en busca de asilo. Su primer destino: el hostal céntrico de Berlín dónde ahora está contándole su vida a una chica española de su misma edad. Mientras le cuenta sobre sus otros seis hermanos menores que están en Nigeria, la separación de sus padres y lo difícil que se le ha hecho el camino hacia Europa, comprende que la historia de Esther se hila a partir de la resiliencia, los éxodos obligados y un sinfín de obstáculos impuestos por la xenofobia.
La de Esther es una historia donde el odio y el racismo son protagonistas. Pero también una de bondad y de amor, se intuye cuando le dice a la española “si tu estuvieras en Nigeria y no tuvieras donde dormir, te ofrecería todo lo que tengo, porque eres mi hermana, aunque seas blanca”.
Su madre, llamada Murphy -como aquella célebre ley que teoriza que si algo puede salir mal así va a ser- está en Nigeria hospitalizada, relata Esther. “Y sólo hace que empeorar del disgusto desde que Gracy y yo estuvimos en Polonia”, se lamenta. ¿Cómo Europa, nuestra cuna, puede haberla tratado tan mal? Todo da un vuelco para mi aquella noche, pero la vida de Esther no ha parado de darlos desde que nació. La cruel diferencia entre ambas, cuyo color nadie podría distinguir con los ojos cerrados, es la lotería que determina en qué lado del mundo has nacido.
Dos días después, Esther fue enviada a un campo para refugiados en Bochum, una ciudad al Noroeste de Alemania. A veces llama a su amiga española para sentirse reconfortada y contarle que sigue buscando trabajo y un lugar estable en el que quedarse, para poder reunirse de nuevo con su hermana.