Cada mañana, cuando la mayor parte de los ciudadanos de Washington todavía duermen, un automóvil de color negro cruza rápidamente la puerta sudoriental de la Casa Blanca. En el vehículo viaja un maletín con una breve inscripción: “Informe diario para el presidente”. En su interior, hay carpetas, no muchas, que contienen los papeles más secretos elaborados por los servicios de inteligencia sobre los acontecimientos mundiales de las últimas veinticuatro horas. También examinan posibles escenarios de futuro. Un ejemplo de éxito: cuando pronosticaron el día y la hora del ataque ruso contra Ucrania.

Estas carpetas están destinadas a dirigentes del más alto nivel: desde el secretario de Estado y el secretario de Defensa hasta el Fiscal general. Y una, la más voluminosa, es para el presidente. Se suele dejar sobre el escritorio del despacho oval. Salvo que el presidente prefiera que alguien de su máxima confianza haga una síntesis. O le explique el contenido. En el caso de Richard Nixon, este rol correspondía Henry A. Kissinger, quien lo resumía y lo libraba alrededor de las 9:30 de la mañana. En el caso de Reagan, y parece que de Trump, el informe final ocupaba poco espacio, a veces una raquítica página. A Reagan le entraba somnolencia cuando tenía que leer demasiado texto. Y Trump solía ningunear los papeles de sus propios servicios secretos, y prefería las noticias e interpretaciones de la cadena ultraconservadora Fox.

Así que las agencias de inteligencia tienen, a simple vista, un primer objetivo fundamental y necesario: mantener informadas las instituciones del país al cual pertenecen. Y un segundo suplementario, más dudoso, del cual se habla muy poco: desinformar los organismos y la sociedad en general de los adversarios. Para conseguir el primer propósito hacen falta equipos de estudiosos que examinen todo aquello que se publica o se conversa, es decir, todo aquello que procede de fuentes de acceso abierto (tanto de ficción como de no-ficción); agentes de campo que obtengan y averigüen todo aquello que no se publica, es decir, procedente de fuentes reservadas o de acceso restringido; expertos en criptografía y otras habilidades que intervengan y controlen las comunicaciones relacionadas con estos asuntos; y sobre todo, analistas que lo contextualicen, evalúen y saquen las consecuencias.

[Abro el primer paréntesis. Los expertos coinciden al admitir que el Centro Nacional de Inteligencia español (CNI) no sobresale en la función de evaluar, analizar y prever. Personas que han leído sus informes, en virtud del cargo que ostentaban, los consideran (salvo excepciones) poco relevantes, pobres y previsibles. Cierro el paréntesis].

La actividad de interceptación de todo tipo de mensajes incluye la cibervigilancia, la intromisión y la escucha telefónica, y la inspección aérea y por satélite. Acostumbran a ser tareas que están en el límite de la ley y que a menudo la violan. Por este motivo, en las democracias consolidadas, son objeto de toda clase de control, judicial, gubernamental y parlamentario. Aun así, algunas operaciones continúan siendo de dudosa legitimidad. En el caso de los Estados Unidos, que sirve de modelo para muchas agencias occidentales, la NSA (Agencia de Seguridad Nacional) está especializada en aquello que se denomina “inteligencia de señales” (dicho de forma comprensible: más de mil millones de personas e instituciones sometidas a control telefónico y electrónico en todo el mundo). La NRO (Oficina Nacional de Reconocimiento), por su parte, opera los satélites y los aviones de observación y espionaje, e investiga los datos obtenidos.

[Abro otro paréntesis. En el caso de la vigilancia telefónica y electrónica, el CNI arrastra la herencia cultural de la dictadura (SECED y SIAEM, más tarde, CSID), que se desarrollaba sin demasiados escrúpulos legales y sin un control parlamentario digno de una democracia moderna. Es cierto que se han adquirido tecnologías avanzadas, que se ha creado el Centro Criptológico Nacional (CCN), y que se reciben ayudas procedentes de otras agencias (especialmente imágenes de satélite), como sucedió en la batalla final contra el terrorismo de ETA. Pero el problema no es la tecnología, sino el uso que se hace.

El CESID, y después el CNI (del que ahora depende el CCN), se han visto envueltos en mil y una operaciones domésticas, algunas de las cuales han acabado en ridículo, como es el caso de las relacionadas con las amantes del rey emérito (Bárbara Rey y Corinna), o el fracaso en encontrar las urnas del referéndum del 1 de octubre de 2017. El año 1995, el entonces vicepresidente del Gobierno español, Narciso Serra, y el ministro de Defensa, Julián García Vargas, tuvieron que dimitir a raíz del escándalo provocado por el espionaje (entonces por parte del CSID) de varias personalidades políticas españolas, incluido el entonces rey Juan Carlos. Y ahora, el CNI se entretiene con el programa Pegasus, utilizado como si fuera un juguete sofisticado, para transgredir el derecho fundamental a la intimidad de los más altos responsables políticos catalanes. Y quizás españoles. Cierro paréntesis.]

Escenarios de ficción

Hemos dicho que el primer objetivo consiste en obtener informaciones, analizar el contenido, sacar conclusiones y librarlas a los destinatarios. Se llama inteligencia. El segundo propósito consiste a confundir el adversario con la construcción de escenarios falsos pero creíbles. Y esto se consigue mediante la mentira homologable (presentada como realidad creíble), las medias verdades, el rumor, el fraude, la ficción realista, el ocultamiento de hechos y la omisión de datos, la falsificación de documentos, la saturación de referencias, entre muchas otras maniobras. Esto se llama desinformar. Es una técnica muy sofisticada que requiere expertos en deconstruir la realidad y en crear simulaciones y engaños: guionistas, novelistas, lingüistas y, oh paradoja, profesionales de la información. Durante la Segunda Guerra Mundial, los servicios británicos utilizaron prestidigitadores.

En conclusión: cualquier persona mínimamente espabilada puede deducir que hay que poner en cuarentena todo aquello que provenga de fuentes oficiales de los servicios de inteligencia. De entrada, cuando hacen declaraciones públicas, porque precisamente su vocación es ocultar y desconcertar. En consecuencia, para ser útiles y eficaces, las maniobras de desinformación requieren la intermediación de alguna persona o institución que les otorgue una pátina de verosimilitud y rigor. Por ejemplo: los medios de comunicación y sus periodistas, también una autoridad en la materia de la cual se habla, un intelectual, un parlamentario, un dirigente político, un tertuliano radiofónico o televisivo… El mismo gobierno. Colin Powell, todo un secretario de Estado con George Bush hijo, hizo un triste papel cuando defendió ante la ONU que Irak de Saddam Hussein disponía de armas de destrucción masiva, según unos informes que le habían proporcionado los servicios de inteligencia. Eran falsos.

Reclutar o engatusar profesionales de alto nivel para la tarea de desinformar es una operación relativamente sencilla, sea por simpatía y afinidad (lo llaman patriotismo) o sea por ignorancia. Donald Rumsfeld, secretario de Defensa norteamericano con Bush, ultraconservador, lo expresó de forma descarnada: “los periodistas solo conocéis una parte muy pequeña de la realidad”. Alguien dijo, creo que con acierto, que la primera víctima de la guerra es la verdad.

[Abro otro paréntesis. En el juicio contra los dirigentes independentistas, los servicios de información de la Guardia Civil y de la Policía Nacional construyeron un escenario deformado, como sí hubiera consistido en un golpe de estado, con movilización de un cuerpo armado (los Mossos d’Esquadra) y con ramificaciones violentas. La jornada de votación del 1 de octubre de 2017 estuvo presidida por las acciones extremadamente agresivas de la policía contra la resistencia ciudadana pacífica. Pero el juicio de los responsables políticos siguió, de pe a pa, el guion policial: era un golpe de estado con rasgos violentos, una auténtica rebelión (después sedición). El argumento del golpe de estado se ha mantenido hasta ahora mismo, tanto por parte de la derecha como de algunos sectores de la izquierda más españolista. Cierro el paréntesis.]

Operaciones encubiertas

Hay una tercera pata, muy novelada pero poco conocida por su carácter ultrasecreto, que corresponde a las “operaciones encubiertas”, entre las cuales se incluirían varias iniciativas e intervenciones desestabilizadoras, infiltraciones, robos, creación de grupos de falsa bandera y, incluso, actos terroristas y ejecuciones selectivas (en realidad, asesinatos puros y duros). La antigua KGB soviética, ahora FSB (Servicio Federal de Seguridad), o el GRU (Departamento Central de Inteligencia), son los máximos exponentes. Aunque muy pocas agencias de espionaje se escapan de esta labor siniestra. Se podría hacer una larga lista de ejemplos. Y se entiende que prácticamente siempre se produce muy al margen de la ley.

Las novelas y las películas del tipo James Bond han deformado y enmascarado esta dimensión oscura y oculta de los servicios de inteligencia, dando protagonismo a agentes aventureros y seductores, héroes de cartón piedra, el objetivo de los cuales consiste a destruir el mal, representado por un país o por un centro de poder cruel y diabólico. De hecho, estas acciones se suelen encomendar a personas y organizaciones privadas (mercenarios) que actúan aparentemente lejos de los organismos oficiales.

Y a pesar de que existen asesinos profesionales que matan disidentes (casos del periodista saudí Jamal Khashoggi o del espía disidente ruso Aleksandr Litvinenko, entre muchos otros), en realidad, los agentes de campo acostumbran a ser personas que pasan inadvertidas y se confunden en la cotidianidad. Utilizan la violencia como último recurso. Los rusos, como siempre, también son maestros, desplegando, por ejemplo, profesionales durmientes, que se sitúan en un lugar relevante, y que solo son activados cuando el plan de actuación lo requiere. Es la historia que explica la excelente serie de espionaje The Americans, basada en un libro aparentemente real de memorias. Un caso paradigmático lo constituyó el de los componentes del Círculo (los cinco) de Cambridge, algunos de los cuales consiguieron infiltrarse en el corazón de los servicios secretos británicos. Kim Philby fue el arquetipo. Todos ellos sirvieron para perfilar algunos personajes de ficción tan bien descritos por John le Carré y Graham Greene.

[Paréntesis. En el ámbito más doméstico, se detectó la presencia de participantes singularmente violentos de origen sospechoso en las manifestaciones en contra de la sentencia del Proceso en Barcelona. Algún medio de comunicación habló de agentes camuflados de los servicios secretos. Todos aquellos actos incendiarios sirvieron (y todavía sirven) para desacreditar el movimiento independentista. Fuentes oficiales del Gobierno español (y ahora oficialmente el CNI) justificaron el uso de Pegasus por la violencia desplegada. En una operación especialmente confusa e inexplicada, el CNI mantuvo contactos con Abdelbaky Se Satty, el organizador de los atentados de las Ramblas de Barcelona. Cierro paréntesis.]

La fantasía convertida en realidad

Pero, insistimos, el núcleo fundamental de los Servicios de Inteligencia está formado por aquellos agentes que recogen la información y por aquellos que la analizan. Sin los analistas, cualquier organización de estas características solo sería un caótico depósito de datos descontextualizados, cotilleos y noticias basura, reunidas sin orden ni concierto. Así que emisarios de la CIA recorren todas las principales universidades de los Estados Unidos para contratar las mentes más brillantes en cada una de las áreas de conocimiento. Sus informes, altamente confidenciales, serán aquellos que llegarán, a primera hora de la mañana, a manos del presidente y de algunos dirigentes de muy alto nivel. Y a partir de los cuales, el poder ejecutivo se basará para tomar sus decisiones.

A nadie le pasa por cabeza que, de motu proprio, un servicio de inteligencia ordene espiar alguien relevante sin que lo sepa el Gobierno y la comisión parlamentaria correspondiente. Y si lo hace, tendrían que producirse ceses inmediatos. Incluso, al margen de la vulneración de derechos fundamentales. En el supuesto de que fuera cierta la sospecha que, cada vez más, las centrales de inteligencia funcionan de forma autónoma, al margen de las instituciones democráticas, habría que poner freno a esta deriva antes de que se convirtiera en irreversible.

Hemos dicho que una de las formas de obtener información consiste en la interceptación de las comunicaciones. Las agencias pusieron en marcha, desde su creación, formas y técnicas muy sofisticadas e ingeniosas para escuchar las conversaciones de interés especial: desde la clásica invasión de micrófonos colocados en lugares estratégicos, “pinchar” las líneas fijas de teléfono, las antenas orientadas, el control de las conversaciones mediante la reverberación de los cristales de las ventanas, el establecimiento de cibercafés vigilados cerca de los lugares de interés (reuniones de alto nivel), la intervención de la correspondencia (ahora correo electrónico)… Y hoy, el control de la telefonía convirtiendo el móvil en un arma en contra de su propietario.

En un artículo publicado aquí, en Catalunya Plural, hace un año, con motivo del espionaje mediante Pegasus del entonces presidente de Parlamento, Roger Torrent, y del jefe de la oposición al Ayuntamiento de Barcelona, Ernest Maragall, ya definíamos y explicábamos qué es Pegasus. No insistiremos. Sobre todo, porque, entre unos y otros, ya se ha dicho prácticamente todo el que se puede saber. Simplemente, insistir en el hecho que es la herramienta más sofisticada, la más deseada y soñada, puesta en manos de los servicios de inteligencia: puede controlar y sustraer todo tipo de material de un aparato móvil, sin que el propietario se dé cuenta. Puede entrar, y esto es importante, información falsa: listas apócrifas de contactos, imágenes comprometedoras trucadas, mensajes que nunca han existido, declaraciones adulteradas, hechos delictivos que nunca se han cometido… El sueño hecho realidad.

[Paréntesis. El de Pegasus no es un caso aislado. La política catalana siempre ha sido un objetivo prioritario de los servicios de inteligencia español. Se han producido varios intentos de intromisión en las comunicaciones del Gobierno desde los primeros ejecutivos de Jordi Pujol a los presidentes actuales. Hasta el punto que, en algún momento, se encargó a una empresa israelí (paradojas de la vida) la limpieza de los sistemas de escucha. Por cierto, se descubrió que eran bastante extensos y sofisticados. Durante la jornada de votación del 1 de octubre de 2017, los centros de control de circulación de movimientos dentro del ciberespacio entre Madrid y Barcelona detectaron un movimiento de actividad de intromisión inusitadamente elevado. Todo el mundo estaba en estado de alerta. Todo el mundo era sometido a vigilancia. Cierro paréntesis.]

Pero Pegasus introduce o refuerza algunos elementos también muy preocupantes, porque convierte muchas actividades de espionaje en fundamentalmente ilegales, aunque de origen hayan sido avaladas por un juez. El simple rastreo, mediante intervención telefónica, de potenciales delincuentes puede afectar, de rebote, el derecho a la intimidad de personas que no tienen nada que ver con el mundo del espionaje ni de la delincuencia, pero que han conectado con el individuo objeto de vigilancia. Las agencias aducen que se trata de un subproducto inevitable de la recogida de comunicaciones. Víctimas colaterales. De esta manera, los servicios de inteligencia están elaborando una base de datos (big data) que tiene tendencia a incluir a todos los ciudadanos. Un poder sin precedentes.

Los servicios de inteligencia a debate

Esta capacidad de espiar integralmente cualquier persona sin que el afectado se entere, y construir con las informaciones obtenidas una inmensa base de datos, está originando varios debates jurídicos, porque choca directamente con los derechos fundamentales individuales y colectivos. Y pone en grave peligro la misma democracia. Es por este motivo que las centrales de inteligencia aducen que solo hacen espionaje exterior. Nunca interior, salvo en caso de terrorismo y tráfico de drogas y personas. Nunca entre países amigos. Y es, otra vez, mentira. La exprimera ministra alemana, Angela Merkel, fue víctima, entre otros muchos dirigentes, de la vigilancia desde la NSA norteamericana. El CESIT y después el CNI, como hemos visto, se han hecho un atracón de espiar a ciudadanos españoles.

¿Se está llegando a un punto de no retorno? ¿A un callejón sin salida? Las revelaciones de Edward Snowden, un antiguo analista tecnológico de los servicios de inteligencia norteamericanos, demostraron, en su momento, que el espionaje electrónico era mucho más intrusivo del que muchos habían sospechado. Y llamó la atención sobre la acumulación de datos sobre personas e instituciones sin control. Lo acusaron de transgredir el código de conducta de los servicios secretos. Perseguido por los aparatos del Estado, se refugió en Moscú. No fue la mejor decisión.

Pero las denuncias y apreciaciones de Snowden, muy documentadas, han conseguido abrir el debate. Y en las democracias más consolidadas empieza a cuajar la idea que hay que cambiar las reglas de juego. Hay que parar la tendencia al poder omnímodo de las agencias de espionaje. ¿Quién y cómo tiene que controlar los servicios de inteligencia? ¿Qué información se puede interceptar? ¿Dónde tendría que estar guardada? ¿Durando cuánto tiempo? ¿Quién tendría que tener acceso? Estas cuestiones van directamente al corazón de la relación entre el Estado y el ciudadano.

Parece que se inicia una era de reflexión sobre la actividad de inteligencia. Pero esta no es la música que se escucha desde el CNI, ni desde el ministerio de Defensa español, ni desde la Moncloa. Todos ellos enrocados en las viejas mentiras y retórica vacía de siempre. Mucha gente de las altas esferas españolas un poco informada sabía que el CNI había comprado Pegasus, probablemente desde el 2015, y que había espiado políticos independentistas, máximos representantes de la Generalitat y del Parlamento de Cataluña, incluido su presidente Roger Torrent. Al principio, se respondió no a todo. El PSOE vetó una comisión parlamentaria. Margarita Robles, ministra de Defensa, dijo (refiriéndose al CNI) que los ciudadanos se tienen que sentir orgullosos de España como estado democrático de derecho.

Los expertos piensan que hay que trabajar para recuperar la confianza ciudadana. La antigua combinación de secretismo absoluto e ignorancia pública ya no tiene sentido. La actividad de inteligencia necesita un consenso público para legitimar su trabajo (a menudo, como se ha visto, ilegal o ilegítimo), y especialmente en aquellas operaciones que pueden invadir la privacidad de sus propios ciudadanos. La palabra clave es control democrático.

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