En una esquina al lado de via Giulia leo una pintada donde se pide respeto al maestro Pasolini. Volví a Roma tras muchos años y después de la Pandemia con una ligera intención de recorrer los pasos del intelectual italiano, si bien hay muchas ciudades en la Eterna y mis caminatas no son las habituales al haberla vivido con mucha intensidad durante casi un decenio.

Sin embargo, mi cuaderno de bitácora señaló varios puntos pasolinianos con letras rojas. El primero de ellos era el Idroscalo de Ostia, antaño el fatal descampado del misterioso asesinato acaecido la noche del 1 al 2 de noviembre de 1975, cuando, según la versión oficial, el adolescente de periferia Pino Pelosi terminó con la vida del escritor y cineasta tras negarse a ejecutar ciertas prácticas sexuales.
El lugar se puede leer desde varios matices, con dos como esencia. El primero recorre el imaginario hasta crear una sugestión, idónea al topar con la realidad, pues cuando viajamos esperamos encontrar algo que, a la postre, siempre termina por revelarse distinto. La segunda, y nunca hay dos sin tres, se encadena con la anterior desde lecturas e imágenes.

La última es ir para tejer una impresión personal como colofón a todos estos matices. Era mi segunda peregrinación tras la realizada en verano de 2006, cuando pude percatarme de la transformación de esos matorrales al lado del mar de Ostia, transformados con motivo del trigésimo aniversario del martirio en una especie de parque aséptico, aún bastante árido, más si cabe por el mes de julio y la famosa canícula romana
Recuerdo que era sábado y subí a un mísero tren en Porta San Paolo, justo enfrente de la tumba piramidal de Cayo Cestio. Ahora los vagones se han sofisticado. Las personas entonces miraban el horizonte, ahora el maldito móvil. Ese verano fui al Idroscalo a pie, por el arcén de carreteras en pésimo estado, latas petrificadas, fósiles de la contemporaneidad fundidos con la naturaleza y un contexto de abandono poligonal, hasta casi desaparecer las viviendas autoconstruidas y quedar como faro a la derecha de nuestra meta una fortaleza, Tor San Michele, proyectada por Michelangelo.

Esta mole genera panorámicas extraordinarias y distrae del tramo final hacia el Idroscalo, una base de hidroaviones. La mañana del hallazgo del cuerpo de Pasolini define su función a mediados de los años setenta en ese margen del margen romano. Una familia iba a pasar la jornada festiva mientras algunos chavales se levantaban con la ilusión de jugar un partido de fútbol. La muerte, la prensa y las nefastas pesquisas policiales arruinaron sus planes.
Cuando alcanzo su reja tengo un instante de sobresalto porque parece cerrada. Leo un cartel, abro la frágil cadena y penetro en el interior, y en esto ya hay una perversión al desnaturalizar desde una acotación el espacio, verdísimo, rebosante de vitalidad, sin rastro de la arenita de ese mes de julio de 2006, cuando sobrevivía una dosis de hostilidad para rememorar el horror.
Lo conmemorativo sigue idéntico, con piedras miliares posmodernas ornadas con versos y sentencias pasolinianas, así como rectángulos por todo este falso campo con información sobre la poliédrica producción del difunto.
La guinda es un monumento absurdo en una rotonda sin coches ni alma alguna, salvo servidor, en un silencio mecido por el viento, más consciente al moverme, no como el miércoles 15 de marzo del año 2000 en el Foro Romano, cuando un guardia me despertó de un hechizo, solo en el recinto la tarde de los Idus de Marzo.
En el Idroscalo esta limitación de lo silvestre, su resignificación, puede quebrantarse en un ángulo medio escondido desde donde resulta sencillo sortear una barrera y adentrarse en un magnífico trigal, impotente para resucitar con precisión flashes de esa medianoche de 1975, cada vez más decantada hacia un asesinato ritual perpetrado por la extrema derecha para liberarse de una molestia con columna en los periódicos y resonancia internacional.
Al salir, coincido con un romagnolo dispuesto a venerar al profeta laico. Aprovecho y le pido una foto. Lo dejo como emperador del Idroscalo y de retorno mando un mensaje de voz a Miguel Dalmau, autor de una biografía de Pasolini galardonada con el Premio Comillas y publicada por Tusquets. Le manifiesto no haber sentido hielo ni mala piel, quizá por esa homologación sólo rota por las estaciones y sus mutaciones de abundancia y cromatismo. Justo al cabo de un segundo me llama Piera, una mujer increíble de sesenta años, católica, comunista y antigua productora de la RAI. Quedamos para cenar el domingo. Le digo que de acuerdo; como el restaurante es por Prati curiosearé en la misa del Papa y luego me acercaré para deleitarme con la tipica cucina romana.
Pigneto
Regreso a Roma. Es viernes y la tarde sólo se bosqueja. El sábado tendré mi día de paseo heroico en previsión de un domingo reposado entre Francisco y la comida. A mediodía recibo un Whatsapp de Piera. Cancela il pranzo, aquejada de migraña. Doy una vuelta a la situación y desde el Vaticano, el santo padre se halla en Malta, cruzo el Ponte Sant’Angelo, histérico de selfies, dejo atrás el Palacio de Justicia me meto en el centro histórico en dirección a Piazza del Popolo, donde doy sin querer con otra traza pasoliniana en la contienda entre el Canova y el Rosati, cafés de intelectuales, de Calvino a Fellini, de Moravia a Elsa Morante.

Asciendo hacia Villa Borghese, me concedo el lujo de transitar solo por via Veneto y en Barberini, una encrucijada, opto por una pausa en Termini hasta el tranvía hacia el Pigneto, algo marcado en mi agenda mental para el lunes por la mañana, pero mejor así para ir sin prisas y con la maleta al aeropuerto de Fiumicino, alfa y omega, hola y adiós.
Este barrio fue escenario de la Ópera Prima de Pier Paolo Pasolini en el cine, Accattone, o el intento de redención de un proxeneta en ladrón. Su frontera es desoladora, con un viaducto urbano casi como vestigio arqueológico de pensar las ciudades sólo para los coches, algo enmendado en Roma, donde algunas calles, como la via dei Fori Imperiali, son peatonales por empoderamiento del ciudadano, como asimismo acaece en muchos barrios parisinos.
En este límite con el Pigneto aún retumba el eco de esa delincuencia de poca monta, desgraciada, analfabeta y orgullosa de no trabajar desde lo normativo. Unos chavales me dicen algo, les suelto un grazie porque no me fío y me introduzco en la vía central, la del Pigneto, un museo al aire libre de arte urbano, con una arboleda muy primaveral y un sinfín de terrazas con personajes sacados de un manual hipster de páginas amarillentas, todo demasiado de postal autocomplaciente, excepto el Street Art.

La mezcla de gentrificacion y un poso de resistencia casan bien si nos ponemos frívolos. Además, esta revitalización es muy relativa en otras periferias romanas y en este sentido la via del Pigneto es un oasis debido a los murales urbanos como reclamo de una cultura muy de Instagram.
Al otro extremo del barrio, con ecos de Anna Magnani en Roma Città Aperta, cruzo un puente de hierro junto a las vías del tren e irrumpo en la via Fanfulla da Lodi, clímax del Street Art dedicado a Pier Paolo Pasolini. La calle fue uno de los epicentros del rodaje de Accattone. Recomiendo verla y comparar el before and after desde múltiples ángulos. El poeta, que según Bernardo Bertolucci reinventó el séptimo arte, quiere escapar sonriente de una ventana. Nos saluda contento, con ojo inquisidor en un muro adyacente, armonizándose esa pupila de aviso con la alegría roja de abajo.

Si avanzamos un poco más y nos giramos, en todo itinerario es imposible conformarse con una sola perspectiva, podremos admirar este ojo pasoliniano de Maupal, acompasado por la María joven de Mr. Klevra, que da color al blanco y negro del Evangelio según San Mateo.
En la esquina de Fanfulla da Lodi con via Braccio da Montone han reabierto el Necci, bar de los rufianes de Accattone, muy próspero desde su fundación en 1924 al nacer sin competencia ni vecindario. Ha transcurrido casi un siglo y su rincón condensa todo lo telúrico de esos aledaños, como si fuera un imán. Algo similar se da con un bar de la Clota, un suburbio barcelonés aún puro con una única iglesia donde la misa es cantada por los parroquianos en las terrazas.
El Idroscalo es, desde lo geográfico, una antípoda del Pigneto. Un nexo nada focalizado, el centro de gravedad permanente de esta singladura, se enclavaría en Campo de’Fiori, con la estatua de Giordano Bruno, quemado por hereje en febrero de 1600 por orden de Clemente VIII.

El pie de su estatua es, desde hace décadas, un clásico del beber al aire libre en las noches romanas, con algunas mañanas como simple espectadora del mercado. Esta popular plaza fue el marco para el discurso de Alberto Moravia durante el funeral de Pasolini, clave para entender cómo su estela se agranda con el paso del tiempo, algo insólito en otras latitudes. Moravia, íntimo de ese hombre del Renacimiento, lo defendió como poeta civil, con incidencia en la sociedad, más aún al inserirse en el sistema para denunciar sus excesos. Pronunciar esas palabras pegado a Giordano Bruno nos demuestra cómo la belleza fácil tiene, si nos preocupamos por los detalles, muchos más significados más allá de la típica postalita.


