Imaginemos una liga de dos equipos donde uno de ellos jugase siempre en campo contrario: público ferviente en contra, árbitros caseros, césped seco y por encima de su medida y comentaristas que infravaloran sus oportunidades y agrandan las del rival. Algo así se está encontrando el espacio confederal en su primera experiencia de gobierno en el Estado, donde sus logros quedan empequeñecidos por el ruido ensordecedor que se genera alrededor de su acción de gobierno e incluso se cuestiona constantemente que tenga derecho a jugar la competición.

La izquierda del cambio juega a tener la pelota y al juego de posición. Fue el caso del periodo que fue de 2014 a 2018 hasta la moción de censura cuando había un esquema de juego claro y se desarbolaba el juego rival, incluso el del actual socio de gobierno.  Sin embargo, el otro equipo juega a la contra, replegado en su área buscando el error del contrario, lanzando pelotas largas tratando de saltar las líneas de presión y buscando la espalda del rival. Es un juego más aéreo, de neutralización, que a la vez permite lanzar ataques rápidos y desprevenidos, muchas veces sin respetar siquiera las reglas del juego, como hemos visto con la renovación del CGPJ o con los indultos a los presos por el procés. La izquierda, por contra, tiene que masticar el juego y necesita que la pelota vaya rápida para encontrar huecos en defensas nutridas por lo que se ve obligada a atacar en estático y utilizar el regate mientras esas defensas pobladas utilizan ardides, les cogen de la camiseta y cortan constantemente el juego siendo muy difícil ya no generar ocasiones de gol, sino sencillamente llevar la iniciativa del partido.

Es evidente que de un tiempo a esta parte el espacio confederal no encuentra su juego, no sabe dar con la tecla adecuada para sortear las defensas rivales. Antes tenía una variante para cada situación de partido que hacía sus victorias inapelables, hechas con imaginación y audacia, incluida la abdicación del rey Juan Carlos I, entre otras grandes victorias. Pero el rival también juega y tiene herramientas poderosas. Ahora, el espacio confederal, desde posiciones de gobierno, a cada gol que mete, que han sido unos cuantos en esta legislatura (ERTES, SMI, Reforma Laboral, y un largo etcétera), da la sensación de estar permanentemente en fuera de juego. Por contra, cualquier cosa que se aleje de su estilo se explota como una falta de coherencia brutal o una contradicción insoportable narrada por locutores parciales que magnifican el error y restan mérito a los aciertos. Incluso goles que valen partidos como la Reforma laboral se cantan como derrotas, mientras que tampoco se es capaz de transmitir con el juego que se tiene un plan para ganar la competición.  La impresión general es la de haber metido un buen saco de goles pero sin embargo parece que, por las propias condiciones en las que juega, vaya perdiendo por goleada.

El problema es de base y tiene que ver con la lógica del poder heredada. El PSOE pudo cambiarla con sus mayorías absolutas pero decidió primar la razón de Estado sobre la razón de los votos, tal y como decía Vázquez Montalban. Y mientras los logros del Espacio confederal fueron incontestables y fueron capaces de levantar al público foráneo, como Ronaldinho en el Bernabéu o silenciarlo como Raúl en el Camp Nou, el otro bloque no pudo hacer nada. Sin embargo, a base de jugar en campo contrario con reglas contrarias, mientras su socio de coalición no cuestiona el desequilibrio y la injusticia,  esas reglas que por un momento parecieron tambalearse se vuelven a solidificar hasta el punto de convertirse en incuestionables y gracias a eso la izquierda del cambio  corre el riesgo de que se instale en una épica de la derrota o que la quinta gradería, esa donde se albergan los hinchas del equipo foráneo, quede vacía a pesar de sus innumerables jugadas memorables y goles merecedores del premio Puskas.

En esa lógica del poder existe la adhesión inquebrantable y acrítica, cosa que genera que cualquier discrepancia en el seno de coalición se perciba como una jaula de grillos,  no existe una cultura de la negociación y cualquier diálogo se percibe como cesión al chantaje. Dentro de esa lógica hay partidos que no son bienvenidos, ya que el espacio confederal es percibido como un outsider que no reúne las condiciones para participar del sistema, puesto que cuestiona la articulación territorial, la noción neoliberal del Estado y, en definitiva, la propia idea hegemónica de España. Evidentemente, al espacio confederal se le deja participar políticamente porque no hay más remedio, no porque se le haya aceptado como un miembro más de pleno derecho. Y eso lo convierte en el único partido antiestablishment de España, aún habiendo abrazado dicho espacio postulados como la pertenencia a la Unión Europea en las condiciones actuales y no cuestione la economía de mercado, entre otros. Todo ello aunque se haya intentado en el campo y en los despachos sacarlo de enmedio con todas las herramientas disponibles y cada día se trate de empequeñecer sus logros y agrandar sus debilidades.

Todo esto viene a demostrar que no existe igualdad de oportunidades y que las reglas del juego están viciadas con lo que la competición está adulterada. Hay que cambiar la lógica del poder y con ello el funcionamiento de los órganos de Estado para hacerlos más abiertos y participativos, a la vez que más leales con la democracia española. No vale, simplemente, cambiar unos nombres por otros como ha ocurrido recientemente con el CNI.  Lo que sirvió en su momento no sirve ahora, porque, a diferencia de hace cuarenta años, ya no existe la amenaza de un golpe de Estado por parte de los militares y la sociedad española poco tiene que ver con la de entonces. Con la reacción en marcha y la Restauración del Régimen en camino, hace falta más que nunca que reclamemos otra liga con reglas imparciales para dejar de jugar, eternamente, en campo contrario.

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