Se ha convertido en objeto tanto de la caza de brujas del régimen de Putin (asignación a residencia durante dos años hasta 2019 y prohibición posterior de salir de Rusia hasta principios de este año por un supuesto desvío de fondos como director del Gogol Center en Moscú) como por parte de productores y cineastas ucranianos que piden el boicot de sus obras por la invasión del país de Rusia.
Sus detractores recuerdan que sus películas y piezas de teatro han sido financiadas por oligarcas como Roman Abramovitch (que lo habría ayudado a exiliarse), y de esto ya se tuvo que defender en una rueda de prensa en Cannes que pareció más un tribunal que un encuentro periodístico sobre su película. Estas últimas semanas, además, la prensa de referencia francesa, empezando por el diario Le Monde, le dedica un generoso espacio y entrevistas pero también cuestiona que diga que “esta guerra es aún más terrible para Rusia que para Ucrania”, en el sentido que “los cohetes rusos destruyen las ciudades ucranianas, pero el espíritu de los ucranianos se refuerza mientras que el de los rusos es al revés”.
En su calidad de disidente, desde su residencia desde finales de marzo en Berlín, hay que interpretar sus palabras como el tormento de alguien que ve cómo se hunde toda la inteligencia cultural de su país en manos de un sátrapa como Putin y, a su vez, la incapacidad personal de parar las matanzas en territorio ucraniano. De hecho, Serebrennikov nació hace 52 años en Rostov del Don, cerca de la frontera y de una madre ucraniana. Aplicarle la cultura de la cancelación es condenar a todo ciudadano ruso a la imposibilidad de expresarse, incluso cuando es crítico con el poder. Y no dejarlo trabajar para demostrar que se puede ofrecer un relato diferente al oficial.

El director del Festival de Aviñón, Olivier Py, que programó El monje negro con dos años de antelación, incluso ha recibido amenazas de muerte por haberlo mantenido en cartel. Expuesto esto, la versión ampliada en el Palacio de los Papas respecto al estreno en enero pasado en el Thalia Theater de Hamburgo, suponía un reto mayor para alguien que hasta hace poco se veía obligado a dirigir sus piezas y las producciones de ópera en diferentes escenarios europeos a distancia (los films a competición Leto, en 2017, y Petrov’s Flu, en 2021, tampoco pudo presentarlos personalmente en Cannes). De nuevo, la prensa de referencia francesa ha sido muy dura en sus críticas con este Monje negro de dos horas y media, con cuatro puntos de vista diferentes (el campesino Péssôtski; su hija Tania; el artista-escritor protagonista Andrei Kovrine; y el monje que se le aparece a este último en sus alucinaciones) porque considera confuso y sobre todo excesivo el final místico con una retahíla de monjes cantando y bailando.
Al público, en cambio, le encantó este desdoblamiento del protagonista en tres actores distintos (Filipo Avdeev, Odin Biron -el Chaikovski homosexual del film- y Mirco Kreibich; mezclando alemán, inglés y ruso) y, aunque se pudiera perder al final con las elucubraciones sobre si un artista tiene derecho a hacer infelices a los otros en nombre de su libertad creativa, el resultado es de una fuerza física y visual por encima a lo que vemos visto en otras ocasiones en este espacio central de la ciudad papal. Aunque a veces ciertamente excesivo, Serebrennikov, como su Krovine, se deja la piel en cada uno de sus múltiples proyectos. Y es un error convertirlo únicamente en un objeto de curiosidad política.
Con su gorra negra, gafas de sol y vestimenta informal habituales, pudimos hablar brevemente con él el mismo día de la inauguración de la pieza en el Palacio de los Papas (7 de julio). Una conversación rápida, pero que demuestra su voluntad de no esconderse de nadie.
¿Cuál es la diferencia entre dirigir a distancia Outside (pieza de la que hablábamos en una crónica en 2019), a causa de la asignación a residencia en Moscú, y ahora aquí en Aviñón en persona para El monje negro?
Evidentemente es mejor estar aquí, ¡pero hoy también tengo el miedo escénico! Porque cuando uno tiene que quedarse en casa, sabe que el equipo está actuando en algún lugar pero deja hacer y se siente más tranquilo.
¿Hay muchos cambios entre la pieza presentada en enero en Hamburgo respecto a la que veremos esta noche en el Palacio de los Papas?
Hay muchos cambios porque se incluyen dos veces más de participantes, de actores, de bailarines, de cantantes. El espacio es diferente… Porque en el Thalia Theater el escenario es de diez metros y, aquí, ¡se extiende hasta los 35!

¿No tenéis miedo del mistral, que sopla muy fuerte?
Ayer ya hicimos el ensayo general bajo el mistral. Es toda una experiencia… Intentamos hacer como si este viento se transformara en una parte integrante del espectáculo.
Leyendo las crónicas y las entrevistas sobre El monje negro, se adivina una lectura actual de este cuento de Chéjov, que traspone el protagonista, Andrei Krovine, al mundo de hoy…
Está claro, es como si fueran nuestros contemporáneos. Yo solo puedo hablar del siglo XIX o de principios del XX por lo que yo mismo conozco.
¿Se identifica también con este protagonista?
Es algo más complicado que esto. Pero, evidentemente, hay ciertos pensamientos, mis sentimientos, que pongo allí dentro. Como con otros personajes de la pieza.
Usted mismo, en su situación, ¿se siente incómodo tras abandonar Moscú habiendo sufrido años de persecución por parte de la justicia rusa y, ahora, con gente que pide boicotear sus películas y sus piezas de teatro por la guerra en Ucrania?
No pienso; trabajo. Se hacen muchas reflexiones y escucho muchas voces en torno mío: hay quién te dice que eres un genio y, otros, que te lanzan ‘muérete, escoria’. Me acabaría convirtiendo exactamente en Krovine. Para no acabar loco, hay que escuchar menos las voces interiores y exteriores.
Texto completo en París/BCN


