El séptimo arte nos separa de la escena a través de la cuarta pared, ese espectro invisible que nos ubica como voyeurs y no como participes de lo que está pasando en la película. Ya sea desde la butaca del cine o el sofá de casa, la mirada de la cámara se convierte en el filtro cómplice, en el telón abierto que nos muestra, pero que nos hace imposible intervenir. Diversos filmes han encontrado la forma de apelar de modo directo al espectador: personajes que rompen la pared y nos hablan, que buscan la complicidad del público dejando ir miradas directas.

La música en vivo es algo muy distinto. No hay cuarta pared, están los artistas y el público. Los asistentes a un concierto participan de manera directa en la experiencia que se está llevando a cabo, los músicos se dirigen de manera directa a la gente, y la gente a los músicos. La catarsis es colectiva y sin barreras. ¿Qué pasaría si alguien crea una cuarta pared en un concierto? Se podría acusar de estarse distanciando, ahora bien, ¿qué pasa si esa cuarta pared sirviera para acercarse más al público?

El Motomami World Tour ha hecho este fin de semana su doble parada en Barcelona. La artista de Sant Esteve Sesrovires jugaba en casa, motivo por el cuál las entradas se agotaron aún más rápido de lo normal y la llevó a llenar el Palau Sant Jordi el sábado 23 y el domingo 24 de julio. Todo lo que rodea a Rosalía conlleva ruido, polémica, admiración o crítica. El concierto del WiZink en Madrid, previo a los de Barcelona, volvió a poner en debate las posiciones respecto a la artista. Críticos musicales definían el espectáculo como “vídeo para TikTok” o “sarao poligonero”, cuando otros se posicionaban férreamente a favor del derroche de talento que decían haber visto en el escenario.

Se apagan las luces. Motores rugiendo anuncian la llegada de la Motomami suprema. Un grupo de bailarines con cascos brillantes se escurren en el escenario mientras se enciende una iluminación parpadeante y el furor del público genera un in crescendo que llega a su clímax: todos en posición, se quitan los cascos, ahí está ella. Desde ese momento hasta las casi dos horas después, la energía del Sant Jordi no decae. “Chica, ¿qué dices?”, Saoko, igual que en el orden del álbum, se convierte en el tema de arrancada. Pronto se puede atisbar que algo es distinto, el esqueleto técnico, la realización del concierto, queda a la vista del público. Un steadicam —uno de esos que llevan la cámara en mano con estabilizador— aparece en la ecuación y seguirá apareciendo hasta el final. Lo que se graba desde esa lente privilegiada que no solo persigue a la artista, si no que interactúa con ella, forma parte del entramado audiovisual bajo el que se conceptualiza el tour. No se trata simplemente de pinchar imágenes de la cantante para que los que están más lejos también puedan disfrutar. Es un seguimiento milimetrado bajo la batuta de la dirección artística del concierto. Todos saben lo que tienen que hacer en cada momento.

Lo que aparece en las pantallas del Sant Jordi es tan importante como lo que pasa en el escenario. Cuando se dirige al público antes de entonar temas más emotivos como podrían ser Genís o Dolerme, el primerísimo primer plano entra en juego. La grabación se encuadra en los ojos, unos ojos que, gracias a esa cuarta pared omnipresente, llegan a todo el recinto. Rosalía toca la cámara, la zarandea, le habla, le mira, le canta. No se esconde nada, igual que antes de cantar "De Plata", tema de "Los Ángeles", su primer álbum, algunos bailarines se acercan a ella para pinzar una larguísima cola en su atuendo, mientras el público puede verlo.

“La noche de anoche”, tema en colaboración con Bad Bunny, hace que Rosalía tome un pequeño dispositivo que le acompañará en su ruta por la primera fila del público. Las pantallas del Sant Jordi se convierten a formato teléfono, se ajustan a lo que sería algo parecido a una relación de aspecto 16:9. Lo que la artista está grabando modo selfie desde el dispositivo, es lo que todo el público ve. No se preocupa demasiado, como si estuviera haciendo un directo en Instagram, la cámara se mueve, se le ve un trozo de la cara mientras hace cosas, y baja entre la gente. Canta con algunos fans, los graba, se graba. Algo parecido se puede ver cuando canta “Chicken Teriyaki”, un single que trajo cola por la coreografía carne de TikTok que acompañaba en el videoclip. En el concierto, salen en patinetes con cámaras instaladas, se ve a los bailarines, y también la cámara instalada en el patinete de Rosalía. Todo un formato y un concepto de concierto no solo pensado a nivel de realización audiovisual, también a nivel de redes.

Hace unos meses la cantante hacía un directo dónde presentaba la coreografía de "La Combi Versace", performance que le valió halagos de las miles de personas que lo vieron, entre ellas, compañeras de la industria. Esa misma performance es la que ofrece en los conciertos, donde acompaña a la canción del baile junto al equipo. De igual manera con el tema "Hentai", que canta ella sola a piano con un fondo en pantalla parecido al mítico monte verde de Windows 95, no hizo una presentación magistral como la de la Combi, pero haciendo ensayos, ha hecho directos de ir por casa sin miedo a que su público vea como emite un gallo o se equivoca con las notas del instrumento.

En este caso, todos los artilugios tecnológicos de los que dispone y de los cuáles Rosalía hace uso, se convierten no solo en una herramienta, si no en un sello de identidad. Crea una cuarta pared, dónde hay momentos en los que en lugar de cantar mirando hacía el público, canta hacia la steadicam, y a la vez, esa cuarta pared, es la que le permite que todo el Sant Jordi vea sus ojos mirando directamente hacia ellos. Si bien se podría pensar que es algo arriesgado y que tener a un señor grabando, cámaras en lugares inhóspitos y un estilo social media podrían dar sensación de frialdad o lejanía, al público parece importarle más bien poco. Más allá de eso, el público parece estar disfrutando y conectado con la artista con la cuál probablemente compartan cierto imaginario, entiendan lo que está haciendo y la apoyen en ello. El concierto quizás sea un metaconcierto, donde pasan muchas cosas a la vez y se ven a distintas capas, donde las pantallas no se limitan a dejar ver, si no que buscan crear una película, un videoclip permanente, un montaje cuidado al detalle. Las cámaras, los selfies, el TikTok, la estética orquestada, los bailarines que a veces aparecen de espalda en persona pero se ven de frente por el steadicam omnipresente, por los que deciden qué cámara pinchar en cada momento, incluso el meme viral, "sassy Rosalía", donde se recopila el gesto chulesco de la artista en cada concierto antes de cantar "Bizcochito".

Motomami es un engranaje construido a medida donde hasta lo que el público graba para subir a sus redes, contribuye al ecosistema de lo que el equipo artístico debía buscar. Y si no es así, quizás simplemente sea un "sarao poligonero", y todos los que lo han conceptualizado, partícipes de un botellón barato en un callejón sin salida. Lo positivo es que sea una cosa u otra, probablemente Rosalía haya cumplido el objetivo que buscaba.

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