El primer punto de nuestro recorrido sirve como metáfora de confusión. El martes 30 de noviembre de 2021 estalló un incendio a unos bajos en una de las esquinas redondeadas de la céntrica plaza de Tetuán, donde antes hubo una oficina bancaria, ocupada por varias personas, cuatro de ellas muertas a causa del fuego, entre ellas dos menores.

Los adultos se dedicaban al negocio de la chatarra. Muchos vecinos, algo confirmado en nuestras investigaciones, los vemos con el habitual carro de la compra, y como bien dijo Jorge Carrión en el cómic Barcelona, ​​los vagabundos de la chatarra (Norma, 2015) no deja de resultar curioso como los símbolos del Capitalismo contemporáneo son las asas físicas y los refugios por excelencia de los más necesitados.

Ese mes la pandemia todavía centraba la actualidad y muchos medios vincularon a las muertes con la sobrecarga eléctrica por el confinamiento e incluso por la moda urbana de los patinetes. Otros optaron por abordarlo desde la tragedia de la desaparición de los pequeños negocios reconvertidos en viviendas para desfigurar el tejido de los barrios, liquidar su pequeño comercio y reforzar más aún la gentrificación.

Sin embargo, casi nadie lo analiza desde una óptica basada en la creciente pobreza de la capital catalana. Según los últimos informes, entre ellos el de Cáritas, casi un tercio de su población se encuentra en riesgo de exclusión social, habiéndose incrementado ese número en más de un millón de personas desde marzo de 2020, kilómetro cero de la crisis sanitaria.

El problema no es solo barcelonés. Cada vez es más frecuente observar a personas mayores y no tanto meter la cabeza en la basura y contenedores en busca de alimentos y objetos. La imagen no es igual a la de la catástrofe económica nacida a raíz de la quiebra de Lehman Brothers, larga en su duración y causante de esas colas cerca de mercados y restaurantes para recoger sobras a la hora del cierre. Ahora, las dinámicas son otras y el universo de la chatarra constituye un perfecto planisferio para, al menos, intentar comprender el desastre.

Chatarrero en el Eixample | Jordi Corominas

Sin saberlo, muchos puntos de Barcelona se asemejan a su miseria. Los ocupantes de la vieja oficina bancaria de Tetuán pagaron 600 euros por entrar a vivir, sin especificar si esa cantidad era mensual o un mero peaje para disponer de aquellas amplias instalaciones, polivalentes en lo que a su uso se refiere, llenas de habitantes fluctuantes y amparadas por unas mafias desdibujadas por su anonimato mediático, más proclive a tratar el fenómeno desde una vertiente buenista, pues incluso para ciertos estudios universitarios los chatarras son recicladores sociales, benéficos para descargar de materiales rechazados en muchas empresas, contentas por desprenderse de tanta losa, vendida a precio de coste a un misérrimo mercado por los transportadores, no así por aquellos traficantes a gran escala.

Según datos de Gestión de Residuos del Área Metropolitana de Barcelona, ​​en el 2017 cada ciudadano generaba una media anual de cuatrocientos cuarenta y cinco kilos, de los que se podía reutilizar un 90%, aprovechándose entonces sólo un tercio, cifra alejada del objetivo de la UE del 65% en 2030.

Hasta aquí podríamos meditar sobre cómo la permisividad con la depauperación tiene cierto talante social. El reverso más oscuro de la moneda propicia preguntar si asistimos a un renacido chabolismo apuntalado desde vectores económicos, como demostrarían los clásicos reductos de fábricas a punto de ser desguazadas en el Poblenou o agrupamientos mucho menos discretos bajo el Puente de Calatrava, por no hablar de algunas secciones de Pere IV, en la proximidad de los Besós. Otros, como uno en pleno parque de las Glòries, descubierto por servidor cuando, en plena sesión fotográfica, un muro repleto de grafitis reveló cientos de metros cuadrados destinados a la acumulación de toneladas de metal y chatarra.

Un ejemplo palmario de todo lo dicho hasta ahora puede detectarse en el barrio del Guinardó. El distrito, amplísimo, ha ocupado un modesto foco mediático por la dejadez municipal con el Baix Guinardó, bien por la problemática del centro para personas adictas sin techo de la calle Cartagena, a diez metros de la escuela Mas Casanovas, como por el desahucio de el Hort el Brot, ocupado, como hemos informado en estas páginas, en la actualidad por un doble aparcamiento al aire libre, con barra, valga la redundancia, libre este verano para furgonetas a rebosar de chatarra.

Furgonetas de chatarra al torrent de Lligalbé | Jordi Corominas

En la calle Villar, en su tramo entre Renaixença y Xiprer, la situación es bastante más grave. En 2018, un grupo accedió al interior de unos bajos a los números del 57 al 61, propiedad de la entidad bancaria Abanca, traspasándolo más tarde a una pareja que regresaron a su país y cedieron el relevo a un primo, metido de lleno en el negocio de la chatarra. De repente el entorno se llenó de ruidos constantes, fruto de continuas idas y venidas, ampliado por camionetas, y de las personas implicadas en este almacén con doble función, pues también es su vivienda.

En los últimos meses han precipitado la sensación de malestar. Los ocupantes se aposentan al exterior con sus sillas, hacen garabatos en los muros de la fachada, meen en los árboles y actúan como si fueran los dueños del lugar. Una vecina nos cuenta cómo llama día sí, día también al 112 desde la más absoluta frustración, agravada en grado superlativo porque la entidad bancaria ha presentado tres demandas en los juzgados. En la tercera, exclama, fue la vencida, y en febrero existe un orden de desalojo, sin ejecutar mientras los de la chatarra se dan el obsceno lujo de increpar al vecindario, con amenazas de muerte y plena impunidad.

Ésta se realza cuando llega la noche entre el ruido y mucho trabajo, pues son las horas para llenar los vehículos con todo lo custodiado en los bajos. Se ha personado intermediarios del Ayuntamiento, encargados de estudiar cómo se desarrollan los eventos en lo definido según sus premisas como asentamiento de personas vulnerables, cuando en realidad, corroboran los afectados, se trata de un centro rendimiento para lucrar estas mafias, osadas y eficaces como por haber logrado suministro de agua sin, alertan, demasiada burocracia. El pago de la misma corre a cargo de la comunidad.

Los calores nunca son buenos compañeros para el sosiego. Ahora mismo son muchos los que se interrogan en torno a cuando tendrá punto y final la pesadilla, visible en los alrededores, pues en la rambla Volart una antigua oficina del BBVA exhibe una entrada con una cortinilla, por lo de tener bien decorada la casa si reciben visitas. Con toda probabilidad su desahucio será indoloro y rápido ante la urgencia de vender ese bien inmueble.

En Villar, los de la chatarra nunca bajan la guardia. Dejan la puerta abierta, observan con atención a los peatones y en mi caso concreto me insultan por ir con una cámara de fotos, que ellos consideran una amenaza de primera magnitud.

Chatarrero en Sant Andreu | Jordi Corominas

Pregunto a la Guardia Urbana y uno de sus agentes me expone los distintos obstáculos para actuar. El primero, comprensible, es de manual. Nadie puede detener a una persona para llevar cosas a un carrito de la compra. El segundo, espinoso, radica en el respeto a la velocidad de los procedimientos jurídicos, “lentísimos y exasperantes.” Por otro lado, remata nuestro interlocutor, en la cotidianidad de Barcelona siempre hay frentes más urgentes entre atracos y rencillas.

Los vecinos se sienten impotentes ante tanta insalubridad y contaminación acústica, además de frustrarse por la impotente indefensión de permanecer despojados de su propia calle. Una de ellos manifiesta haber modificado el recorrido hasta su finca para no cruzarse con los de la chatarra, “unos reyes del mambo porque la ley ni está ni nadie le espera, y claro, cómo las elecciones están en tocar no debe ser muy conveniente mostrar cómo se descuida a los ciudadanos mientras se inauguran obras, como los jardines del Mas Ravetllat, pues está muy bien esto de dar verde a la gente, pero también los que mandan deberían preocuparse más de las problemáticas cercanas”.

Los barrios levantan la voz y poca prensa se hace eco de sus quejas. El sistema administrativo de los distritos ralentiza las soluciones, pero nadie se plantea dar más gobierno a los barrios para acelerar tantas minúsculas crisis, retrato de una capital harta de postales, deseosa de una convivencia digna para quien paga impuestos sin apenas abrir la boca .

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