A mediados de julio, el Comité de la ONU para la Eliminación de la Discriminación de la Mujer revisaba el caso de una mujer vasca de 36 años, considerando que esta había sufrido violencia obstétrica y «un trauma físico y psicológico duradero» a consecuencia de su mala experiencia durante el parto de su primer hijo en 2012. Se indicaba que la mujer había acudido a un hospital donostiarra a las 38 semanas de gestación tras haber roto aguas y que el centro médico había ignorado el protocolo de espera de 24 horas para inducirle el parto con el argumento de no tener que aguardar hasta la noche. En su relato de lo ocurrido, la mujer referiría una total ausencia de control sobre las decisiones que sobre su cuerpo se tomaban, sin haber podido ser escuchada y pasando a ser un mero recipiente de algo – el parto – que no era de su incumbencia.

 El anterior relato de pérdida de riendas corporales remite, en realidad, a una sensación familiar y viscosa de raíces muy profundas: esa noción difusa al principio del recorrido de vital de cualquier niña, que se va concretando en escenas, indicaciones, amenazas, advertencias y agresiones que nos señalarán progresivamente que vamos caminando por ahí con un cuerpo que no es nunca nuestro del todo, a excepción de cuando nos toca asumir los castigos de sus transgresiones o sus defectos e inadecuaciones respecto a los cánones de belleza que en ese momento operen y nos regulen la autoestima.

Empezamos a tenerlo claro cuando, siendo aún unas crías, las personas adultas que nos rodean nos indican – por prudencia, pudor y miedo – que juntemos las piernas al sentarnos en público, que tengamos cuidado de no mostrar o dejar intuir siquiera nuestra genitalidad o nuestro pecho aún plano como una tabla (esto último nos lo recuerda también Instagram). El mensaje es que nos pueden pasar cosas malas por ser lo que somos, por lo nuestros cuerpos provocan, y que las cosas malas se agravan además cuando comenzamos a menstruar: ese desangrarse mensualmente que indicar tan escandalosamente el quid de la cuestión.

Lo significativo de todo esto, es que la educación en lo que a menstruación se refiere, lejos de orientase a que comprendas tu organismo y sus ciclos, toma la misma dirección que ese ‘junta las piernas’ de hace un rato. También aquí el objetivo es la ocultación, el que tú te ocupes de domesticar del asunto para ‘no manchar’, porque machar con tu cuerpo es transgredir y, consecuentemente, avergonzarse por ello. No se trata, por tanto, de saber que esos dolores que hacen que te retuerzas y te encojas no son normales y sí consecuencia, por ejemplo, de una endometriosis. La cuestión es que aceptes la menstruación una especie de defecto de fábrica, un defecto engorroso de los cuerpos de las mujeres que no debe causar al resto el mínimo trastorno.

Otra cosa fantástica que sucede y que acompaña la llegada de esa menstruación es que, de una manera o de otra, acabas también haciéndote cargo de que eso que sucede en tu útero, el tener un útero de hecho, no es una cosa enteramente tuya, sino que cada estado de la tierra cuenta con leyes y mandatos oficiales y culturales muy claros sobre su gestión; un conjunto de normas y códigos que van a determinar tu vida reproductiva y tu propia identidad como mujer. Caminas con algo dentro, un útero, que bien parece que es hetero asignado: lo tenemos para que se nos diga cómo usarlo. Y ese cómo usarlo puede transitar un rango que va de lo ligera a lo completamente restrictivo. Subiendo un peldaño más aprendes también – ya como adulta y muy dolorosamente – a no bajar la guardia sobre lo que consideras una serie de derechos que te legitiman mínimamente para decidir: el marco de derechos conseguidos con sangre, sudor y lágrimas para recuperar nuestra agencia sexual y reproductiva, histórica y trasnacionalmente vulnerada, siempre es susceptible de eliminarse.

Que se lo digan a las mujeres estadounidenses que creían haber pasado pantalla de La mística de la feminidad de Friedan, los abortos con perchas y aquella nota de Silvia Plath en sus diarios en los que afirmaba que haber nacido mujer había sido su mayor tragedia. La escritora, aún adolescente, hacía en plenos años 50 una disección muy precisa de las consecuencias que para ella tendría explorar su sexualidad y buscar el placer en contraposición a los chicos de su edad. Esa transgresión vendría acompañada de un castigo: el rechazo social por la indecencia de hacer, el riesgo de sufrir abusos sexuales de los que además se la culpabilizaría, los embarazos no deseados y la posibilidad de morir en un aborto clandestino o ser estigmatizada como madre soltera.

Más de 70 años después, el derecho a abortar desaparece de la tierra de las libertades. Se elimina esa posibilidad de decidir mientras la industria de la gestación subrogada crece y se naturaliza, paradójicamente, como el derecho a procrear utilizando un útero ajeno: en ambos casos, los úteros de las mujeres son un continente sobre el que otros legislan, ejercen control, hacen negocio, emiten sentencias y penas de cárcel. Del escenario de esta porción del ‘mundo libre’ y saltando sobre el Atlántico hacia tierras europeas, aterrizamos en un verano de calor desértico, incendios, guerras que continúan y dan la bienvenida a otras, en un verano aún vírico al que los cuerpos llegan casi arrastrándose y con necesidad de respirar y desprenderse del manto de asfixia apocalíptica de los tiempos.

Y en este verano las chicas salen. Y en esas primeras apariciones en conciertos, discotecas, fiestas y celebraciones nos encontramos con nuevas tendencias de depredación como violaciones grupales, ataques brutales de madrugada mientras caminas de la sala de fiestas al tren y un inesperado disfrute perverso: pinchar piernas y brazos con jeringuillas con la aparente intención de someter y una ya evidente intención de asustar.

Los mensajes que difunden casos de esta nueva forma de depredación de cuerpos de mujeres jóvenes vía sumisión química se multiplican desde hace semanas en las redes generando una nueva ola de miedo y paranoia,  aunque ya llevábamos años asistiendo al uso de otros métodos de alteración de la consciencia para violar aprovechando todos los elementos que pueden articular el concepto de una mala víctima: salir de fiesta, beber, tontear, bailar, desconectar de todo y conectar con personas desconocidas; despertarte sin saber qué ha pasado, con un blanco mental de horas, en un lugar al que no pretendías llegar y con una ropa que, a plena luz del día, te devuelve un mensaje claro de inadecuación.

Lo que se ha hecho para frenar esos ataques se suma a la larga lista de inacción y omisión en lo que a violencias sexuales se refiere a la hora de centrarse en los agresores. Los grandes medios para frenar esto han sido recomendar que no pierdas de vista tu bebida, usar vasos con tapa que te compres tú misma, emplear unas pajitas con tintes reactivos, en resumen: ocuparte de tu autoprotección. Para que no te violen de camino a casa, la receta es portar un espray pimienta, portar llaveros que emitan sonido de alarma y apuntarte a cursos de autodefensa.  En resumen, ocuparte de protegerte de ‘eso’ que te puede ocurrir si tienes un cuerpo de mujer, si tomas ciertas decisiones, si no miras a izquierda y derecha antes de cruzar la acera de tus derechos sexuales y reproductivos.

Es altamente grave que la lucha contra la discriminación que esto supone y la reclamación de las calles y las noches como lugares propios de los que disfrutar, se anulen o se invisibilicen dentro de un nuevo reloj de cuco echado a andar con recicladas formas de asustar y recordarte tu asignación corporal y la sexualización sobre ella proyectada. Eso supone aceptar el mensaje de que nos pueden desahuciar de nuestros derechos continuamente y que a nosotras nos toca lidiar con la responsabilidad de asumir los riesgos y los costes de estar en lugares donde no se nos espera ni se nos quiere más que ocupando el lugar de meras presas a las que perseguir y cazar. Y es, también, distraer la atención del foco principal, que es la violencia contra las mujeres como reacción al miedo a perder privilegios para hacer mucho con muy poco, a que se tenga que compartir el pastel en igualdad de condiciones. La maquinaria de castigos del status quo del sexismo se activa para frenar lo que entiende como trasgresiones de género y que no son otra cosa que la consecución de libertades, la negación de callar y aceptar que te provoquen partos que no deseas, tocamientos que no consientes, invisibilizaciones y reclusiones que condicionan tu desarrollo personal y social. Y este es el juego perverso en el que no podemos quedarnos atrapadas.

Afirmaba el director de cine colombiano Víctor Gaviria a partir de la realización de su película La mujer del animal, que el origen escondido de toda violencia es la violencia contra la mujer: «Es un odio a la comunidad, que es femenina, un odio a la mujer. Casi siempre hemos pensado que la violencia contra las mujeres que se produjo en el conflicto es una cosa anecdótica, inevitable, una serie de hechos secundarios que no tienen sentido en sí mismos y que no son el núcleo de nada. Pero no, el centro es ese. Lo otro es una cortina de humo sobre ese odio y ese goce de destruir a la mujer y a la comunidad. Por eso al final de la película uno se da cuenta de que no solamente era ella sino la comunidad entera la que estaba pisada por el animal.

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