En la actualidad, Japón es una de las grandes potencias mundiales. El origen de este hito empezó a vislumbrarse a finales de los años sesenta, y despegó durante la década de los setenta con una industria muy competitiva a nivel internacional. Los recursos limitados que disponía el país obligaban a las empresas a tener una alta productividad, aumentando la flexibilidad y reduciendo los costes operativos.
Después de la Segunda Guerra Mundial, el gobierno de Japón impulsó durante años la creación de industrias mediante préstamos con intereses muy bajos y exenciones fiscales. La necesidad posterior de aumentar la productividad de las empresas, especialmente en el sector de la automoción, encontró en los robots la solución idónea, convirtiéndolo en las últimas décadas en el país con más robots del mundo.
La importancia de innovar, tanto en los productos como en sus procesos de producción, organización y comercialización es habitual oírlo en nuestros días, provocado por la disminución del ciclo de vida de los productos y la necesidad de disminuir los costes para aumentar la competitividad… pero en Japón ya tenían experiencia en estas exigencias del mercado: desde 1960 y durante treinta años el país vivió un crecimiento económico muy importante, con incrementos del 5, 7 y 8% de media en cada década, dando paso a lo que se conoce como «el milagro japonés», que no se ha repetido en ningún otro país del mundo nunca en la historia. Empresas como Honda, Nissan, Mitsubishi, Suzuki o Toyota tuvieron un gran impulso que a su vez contribuyó a desarrollar una potente industria robótica. La expansión de los robots a otros sectores industriales, con ejemplos de empresas muy conocidas como son Panasonic, Sharp o Sony, entre otros, han convertido a Japón en un verdadero país de los robots.
Pero en los sesenta no había robots, había obreros trabajando en condiciones insalubres, viviendo en condiciones muy precarias, muchos de ellos discapacitados por las heridas de la guerra o por los accidentes laborales y, especialmente, había emigrantes de las zonas rurales a las zonas industriales por la falta de trabajo. Todo ello un cóctel explosivo que provocó la marginación de una generación que había perdido la guerra y que había sobrevivido a dos bombas atómicas, y que veía cómo su identidad individual se diluía en los callejones de las grandes ciudades y en el deseo de ganar dinero a toda costa para salir de aquel infierno.
Un autor se erigió en el relator de este «mundo perdido» como él mismo denominó, el mangaka Yoshihiro Tatsumi (1935-2015), dibujante y guionista de mangas que, a modo de historias cortas, mostraban las miserias de esos trabajadores invisibilizados por la historia. No fue el primero en realizar este tipo de historias que se alejaban de los exitosos mangas infantiles y juveniles, más próximos a la comedia y la aventura. Pero sí fue el que bautizó el género en 1957 acuñando el término gekiga, caracterizado por guiones más realistas, costumbristas y, sobre todo, para adultos.
Tatsumi se convirtió en el máximo exponente del gekiga, reconocido como uno de los grandes autores de la historia, muy popular en Japón, pero también a nivel internacional, ganando los premios más importantes a lo largo de su carrera (hoy en día, son habituales las recopilaciones de su obra). En 2011 se hizo aún más popular a raíz del estreno de la película de animación Tatsumi (2011), dirigida por Eric Khoo, basada en su autobiografía Una vida errante (que publicó en su día Astiberri Ediciones en castellano en dos tomos, volumen uno y dos). La película, por cierto, ganaría ese año el premio a la mejor película de animación en el Sitges-Festival Internacional de Cinema Fantàstic de Catalunya.
Satori Ediciones ha recuperado en dos volúmenes una parte del trabajo de Tatsumi. En el volumen Mundo Perdido se recopilan veinte historias cortas publicadas originalmente entre 1967 y 1970, mientras que en Tatsumi son nueve historias (de mayor extensión), publicadas entre 1970 y 1972, y que el mismo autor compiló antes de su muerte, dando un sentido a la selección. En esta última obra, el autor escribe un epílogo donde muestra su satisfacción por la acogida de la película en el Festival de Cannes donde fue seleccionada en 2011 para su presentación mundial, además se incluyen unos breves apuntes autobiográficos que sirven para contextualizar la evolución de la obra del autor, así como información complementaria de los relatos que comprenden el tomo.
Los autores de cómics también eran artesanos y, como tales, también vivían en precario, compartiendo vivienda o estudio, pasando por las mismas precariedades del resto de la sociedad. También debieron emigrar a la gran ciudad, donde estaban las sedes de las grandes editoriales, para las que debían de trabajar de forma convulsiva continuamente para poder asegurar un sueldo digno, y más si tenías familia que mantener. Los protagonistas de los relatos que publica Satori Ediciones son siempre hombres con alguna destacada excepción, casi todos obreros de diferentes especialidades, o en paro y buscando trabajo de lo que se le ofrezca, cada perfil con sus correspondientes barrotes de una jaula simbólica.
Tatsumi se caracteriza por su habilidad como relator, sin tomar partido, invitando al lector a reflexionar sobre lo que acaba de leer. Y leemos las historias con aflicción por su contundencia, por contemplar la desesperación que lleva a los diferentes personajes a tomar las decisiones que acaban tomando (abandonar a tu madre enferma… meter tu mano en una máquina para poder cobrar una buena indemnización, aunque perdieras el brazo…). Es desalentador observar la sensación de falta de esperanza con la que se afrontaba el día a día, la percepción de que les habían robado un sueño y que vivían en un lugar donde no querían vivir.
La única historia protagonizada por una mujer en estos dos volúmnes (no era nada habitual en aquella época) corresponde al relato de una prostituta que atendía solo a militares estadounidenses. Explotada por estos, repudiada por sus vecinos, utilizada por su padre. Pero, en realidad, las mujeres son muy presentes en el resto de las historias: madres, novias, mujeres, compañeras, camareras… Y es ahí donde aparecen los aspectos más duros de las dos recopilaciones: las consecuencias de tener un embarazo no deseado en una época y lugar donde los métodos anticonceptivos no eran nada fáciles ni baratos. Consecuencias: abortos clandestinos con todo lo que ello supone para las mujeres, y abandono de los bebés recién nacidos, lo que suponía la muerte al lanzarlos a la basura o a las cloacas.
Cualquier análisis sociológico de la sociedad japonesa en las grandes ciudades en los años sesenta debe de tener en cuenta el trabajo de Tatsumi, un relator despiadado de su entorno. Su estilo característico en tinta en blanco y negro refuerza el realismo de su discurso, con las manchas de negro y los grises que dotan de oscuridad y profundidad, respectivamente, mostrando de forma desalmada la desesperación de sus personajes. Su estilo es realista y característico, diferenciándose del dogma asociado al manga con ojos grandes y expresivos. La falta de identidad, el desarraigo, las relaciones de pareja, la sexualidad, la intimidad, la precariedad laboral y las interminables jornadas de trabajo son el testimonio de una realidad que nos incomoda como lectores al descubrir… que no era todo lo que relucía en el milagro económico japonés de los sesenta.








