“El fin de la abundancia”. Esta es la expresión que ha usado el presidente Macron para abrir el curso político en Francia. Genuinamente preocupado por la escasez de materias primas y de recursos esenciales como el agua o la energía, Macron advierte de la gran convulsión, el cambio radical que se está produciendo, y apremia a la ciudadanía francesa a adaptarse a la nueva situación.

También la Unión Europea está preocupada al respecto y ha propuesto un plan de ahorro energético para reducir la demanda de gas, proveniente mayoritariamente de Rusia, país sujeto a fuertes sanciones por su invasión de territorio ucraniano.

Por fin parece que la clase política, aunque forzada por la coyuntura, reconoce que el ritmo de consumo de las sociedades avanzadas no puede mantenerse por más tiempo. Se vislumbra pues un decrecimiento forzoso que inevitablemente será más traumático que uno que se hubiera llevado a cabo de forma planificada. Solo hace falta ver la reacción de la oposición española y de sectores como el comercial a medidas tan sensatas y poco disruptivas como limitar la temperatura de los aires acondicionados y quitarse la corbata, o apagar las luces de los escaparates por la noche. ¿Qué dirán cuando se les pidan verdaderos sacrificios? Que vendrán, porque estas primeras medidas suponen un ahorro moderado que por sí solo no cumple con los compromisos adquiridos con la UE.

No es solo el gas

Independientemente de la escasez de gas, el desencadenante de estas medidas, lo cierto es que desde el inicio de la pandemia y sobre todo con el conflicto en Ucrania se han producido una serie de eventos que sin duda han encendido las alarmas. La escasez de materias primas o de componentes manufacturados (estos últimos debido a los confinamientos COVID) han afectado a la producción de bienes y por ende al consumo, la viabilidad de empresas y al empleo. Ante esto el mercado reacciona de la única manera que sabe: incrementando precios. Los bancos centrales se ven ahora en la disyuntiva de contener la inflación o evitar una recesión.

El problema no es sencillo, pero cada vez es más evidente que no se puede abordar solamente desde la perspectiva económica, puesto que hay algo sobre lo que ni gobiernos ni autoridades económicas tienen control: la disponibilidad de recursos naturales.

La gran sequía que está azotando Europa este verano ha provocado un descenso impensable de las reservas de agua, de la que dependen no solo sectores fundamentales como el agrícola, el ganadero o el energético, sino directamente la vida de todas las especies, incluida la humana. Ahora mismo el sistema alimentario está seriamente amenazado por la escasez de agua y el coste de la energía.

Macron tiene razón

Por tanto, Macron acierta en su diagnóstico, y ahora solo falta que se acierte en las medidas. La sobreproducción y el consumo excesivo deben dar a paso a una gestión racional de los recursos naturales y esto necesariamente implicará cambios radicales en las sociedades más desarrolladas.

El ahorro voluntario o forzado de estos recursos naturales debe acabar con modelos de negocio insostenibles basados en consumo ingente de energía y transportes transoceánicos, pero también con patrones de consumo adquiridos en las últimas décadas aprovechando la “abundancia”.

Así, deberemos alargar la vida útil de máquinas, dispositivos y cualquier otro objeto, reducir ostensiblemente el número de viajes en avión, minimizar el comercio electrónico, racionalizar el uso de aparatos de climatización (¿por qué todo el mundo ve normal tener al aire a 20 grados en verano y la calefacción a 23 o más en invierno, incluso vistiendo manga corta?) o reducir el uso de vehículos privados, por poner unos pocos ejemplos.

Medidas valientes y decididas

La misma Francia, en la línea ya expresada, ha propuesto por ejemplo limitar los vuelos privados. Medida acertada, pero a todas luces insuficiente al ser un porcentaje muy pequeño del total. Pero ya es un primer paso que hasta hace poco era impensable. El siguiente debería ser prohibir los vuelos cortos cuyo trayecto puede realizarse en tren. Y en paralelo, fuertes inversiones en transporte público y en infraestructuras para evitar el éxodo masivo a las grandes ciudades y así preservar la vida rural, imprescindible para garantizar aspectos tan importantes como la seguridad alimentaria, la conservación de bosques y biodiversidad, y el retorno a la economía local y comunitaria.

La transición energética hacia fuentes renovables ya es imparable, pero debe ir acompañada de una reducción considerable del consumo energético para reducir ostensiblemente las emisiones de gases de efecto invernadero y para detener la explotación sin control de recursos naturales. A todos los niveles.

Adaptarse o morir

Como siempre han dictado las leyes de la naturaleza, nos toca adaptarnos a las circunstancias. Los próximos años serán duros y claves a la vez. A todo lo expuesto anteriormente hay que añadir la situación climática extrema, que endurece notablemente las condiciones de vida y pone en peligro la existencia de los más vulnerables.

Pero de nuestra capacidad de reacción y de adaptación depende todo. Aun estamos a tiempo de detener esta tormenta perfecta y de favorecer la llegada de tiempos mejores.

En este proceso, desaparecerán oficios, como ha pasado siempre, pero se crearan otros; la disminución de la mecanización provocará la recuperación de puestos trabajo largamente perdidos; se producirá la relocalización de la producción; los grandes beneficios ya no serán posibles; y la cooperación prevalecerá sobre el individualismo provocando que el modelo de la especulación y enriquecimiento rápido mute a uno en el que todo el mundo pueda tener las necesidades cubiertas dentro de los límites biológicos.

Puede sonar utópico, pero no hay otro camino. Y ya se van viendo movimientos en esta dirección.

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