De Coll i Vehí bajamos a Ruiz de Padrón, calle diseccionada en sus orígenes hará cosa de dos semanas, si bien por algunos documentos apreciamos cómo la confusión sobre su nombre dificultó sobremanera fijar algún tipo de bautizo, como sin ir más lejos demostraría un papel de 1879 donde Jerónimo Riera ha suplantado a su padre José. ¿Quieren más? Pueden verlo en la imagen. Progreso sufre una tachadura, reemplazada por Vista Alegre, en realidad la denominación durante algunos decenios de Besalú, con anterioridad, más que nada para acentuar la sensación de trabalenguas, copada por Jerónimo Riera.

Documento del 1879 donde se ve la confusión con el nombre del futuro carrer Ruiz de Padrón | Jordi Corominas

Ya pueden respirar. Ruiz de Padrón remite, muy en sintonía con la personalidad de los habitantes del viejo Sant Martí, al diputado defensor de abolir la Santa Inquisición durante la guerra de Independencia, o del Francés, eso lo dejo a su libre elección. En principio, quería enfocarme en su arquitectura, con alguna reja superviviente de sus inicios en la década de los setenta del siglo XIX, cuyo rastro puede observarse en algunas fincas arquetípicas, entre ellas las de mi sección favorita, comprendida entre Nació y Muntanya, abrupta conclusión de esta línea recta, muy hermosa por cómo genera perspectivas de aire eterno, potenciadas por sus tramos repletos de balcones.

Ruiz de Padrón desde el carrer Nació | Jordi Corominas

La nómina de sus propietarios también sirve para definir cómo evolucionaron las sensibilidades estéticas hasta los prolegómenos de la Guerra Civil. Cuando lo paseamos con atención resulta más bien normal fijarse en las puertas de sus números 43 y 45, de sinuosos dinteles y floridas como correspondían los cánones modernistas, aquí diáfanos pese a la continuación de las fachadas, nada exuberantes, contenidas como si de golpe y porrazo se hubiera adoptado una avanzadilla del credo novecentista.

¿Es esto un sinsentido? En absoluto. La explicación recae en la génesis de, al menos, uno de los dos inmuebles, pertenecientes a los hermanos Francisco y José Planas Cañellas, no Comellas, como indican algunos nombres muy amados por servidor, además de respetados.

Francisco declaraba tener residencia en passeig de Gràcia 58. La fantasía nos llevaría a imaginarle como uno de los introductores del yogur búlgaro en nuestro país, pues eso apuntan las publicidades de la época sobre esa dirección de tan prestigioso paseo, pero si vamos a lo práctico deduciremos cómo quería lucrarse como tantos otros a partir de un bloque óptimo para el alquiler, encargándolo a uno de los nombres más fascinantes y menos estudiados de ese tránsito entre centurias: Antoni de Ferrer, pintor y arquitecto fallecido en julio de 1909, cuando Barcelona ardió por la Semana Trágica.

Ruiz de Padrón 45, una de les casas Plana Cañellas | Jordi Corominas

Los planos del edificio son de 1905 y su ejecución, al menos en cuanto a la forma, se adecuó bastante a los mismos. Sin embargo, esos saltos pueden estar vinculados con su defunción. Planas tuvo problemas al suspenderse sus permisos de obra, factor aliñado con otras trabas burocráticos. No debe descartarse la terminación del conjunto a manos de una segunda rúbrica que quiso poner su particular toque de modernidad, como entonces lo era, más aún en un barrio, rehuir el sacrosanto modernismo y abrazar postulados del futuro.

A pocos metros hay dos medio gemelas arruinadas por la negligencia de no mimar aquello sin atractivo comercial. Las viviendas decimonónicas de las barriadas que antaño fueron pueblos sólo se salvarían si fueran atractivas para venderlas al turismo, esta es una de las grandes miserias de Barcelona, no enmendada por el principal partido de gobierno, para quien el patrimonio es algo esnob, excepto por su rentabilidad, gran aprendizaje de sus antecesores.

Los números 40 y 38 aún pueden rehabilitarse, de hecho, lo merecerían porque son ejemplares, imágenes palpables de incalculable valor. Ellas solas pueden explicar la Historia. Servidor, empecinado en fundirse con lo paseado, las usará para contar cómo la cotidianidad puede ser enloquecida, con los detalles felices de narrarnos los cambios del entorno.

Miramos el pobre 38 y volamos a la noche del lunes 7 de febrero de 1927. Estamos en plena dictadura de Primo de Rivera. Esa misma mañana, en su campaña contra todo aquello catalán, el gobernador prohibió las sardanas en la vía pública. No sabemos si la medida duró muchos años. La hemeroteca desgrana en agosto de 1929 las actividades de los vecinos de Ruiz de Padrón en sus fiestas, con la sardana en plan estelar para clausurarlas tras las carreras de sacos, chupinazos y bailes populares, ese infalible método para ligar, válido incluso hoy en día para todos aquellos libres de pantallas.

Vista actual del número 38 de Ruiz de Padrón | Jordi Corominas

Miren la suya, por favor. Regresamos a ese lunes. Son las diez. Joaquín Gómez llama a la puerta de Miquel Montserrat, entra y alega haberse equivocado de domicilio. Aun así, se queda, el anfitrión lo insulta y Gómez, ni corto ni perezoso, le arroja una piedra, hasta herir a la mujer de Montserrat, tan expeditiva como para sacar un revolver de un cajón y disparar al invasor.

La refriega terminó con ambos hombres en la cárcel durante una breve temporada, uno por allanamiento de morada, el otro por posesión ilegal de arma de fuego.

Ignoro, aquí os engañé un poquitín, la ubicación exacta de la casa de Montserrat, aunque sí puedo afirmar sin temor a equivocarme que la de Natalia Pujol Ribas se hallaba en los bajos del número 38. Esta mujer de treinta y ocho años vivía sola, separada de su marido tras convivir durante poco más de una década.

A las once de la noche del 17 de octubre de 1930 escuchó un ruido proveniente del corral. Alguien había saltado la tapia. Creyó hallarse ante ladrones, intentó retroceder y un hombre disparó, hiriéndola en la barriga para después suicidarse de un tiro en la cabeza.

El intruso era su esposo, Juan Mullerat Pujol. Natalia sólo sufrió un mero rasguño en el lado derecho del vientre porque la bala impactó en la ballena de su corsé, protección proverbial, más si cabe al permanecer íntegro en el cuerpo por la mansedumbre de José Mas Fradera, el amante oculto de la trama, mencionado una vez y no más para impedirnos dar más vueltas a ese segundo con hechuras de novela, como tantas otras cotidianidades caídas en la amnesia de nuestras velocidades.

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