Todas las varillas mágicas que van sonando hace unos años tienen que ver con la innovación. El otro mantra es “transformar el sistema”. Y creo que lo nuevo fuera hacer un buen debate sobre la raíz y la esencia de la educación: ¿para qué educamos? Un debate, real, veraz y lejos de los reiterados arquetipos que nos venden el humo que lo nuevo es esencialmente bueno.

¿Cuál es el objetivo de la educación? ¿Cuál es su finalidad? Según respondamos a estas cuestiones, las consecuencias pueden ser muy diferentes, tan distintas como la verdad o la mentira.

Si queremos tener personas y ciudadanos que no conozcan la naturaleza humana y su porvenir; que sus reflexiones sean planas, sin profundidad; que vayan sólo a la suya; que los conocimientos sólo les atesore el señor gúguel “porque lo tienen todo a un clic”; que sólo la inmediatez cuente o que ignoren su trascendencia… no es necesario hacer nada, ni debatir nada. La inercia que nos trae ya lo hará todo esto.

Creo que debemos aspirar a que la educación ayude a formar a personas íntegras, que tengan como guía las virtudes aristotélicas de la justicia, la prudencia, la fortaleza y la templanza. Virtudes que, según el sabio griego, eran las que conformaban al buen ciudadano que queremos. Y también creo que debemos formar buenos profesionales, bien competentes en cualquier trabajo que desarrollen en la vida.

Desde hace unos años, nos taladra el mantra de que del 65% de los trabajos del futuro todavía no sabemos cuáles son ni qué habilidades requerirán. Por tanto, habría un 35% que sí, pero tenemos que cambiarlo todo, porque lo nuevo es bueno. Pero diría que ocurre como mi generación, que vive, trabaja, toma decisiones y (¿mal?) gobierna en un contexto que en los 70 y 80 ni se soñaba, y el mundo gira. Tan mal no debieron educarnos. O sí. Seguramente esto viene ocurriendo hace muchas generaciones, pero nos creemos tanto que somos el centro del universo, que somos ciegos en la historia e ignorantes de la naturaleza humana. Eso sí, todo parece que va más rápido.

Debemos aspirar a que la educación ayude a formar a personas íntegras, que tengan como guía las virtudes aristotélicas de la justicia, la prudencia, la fortaleza y la templanza

Pero, ¡ay!, la educación es un proceso lento, laborioso, artesanal. Implica, en primer lugar, a los primeros y principales educadores, que son las madres y padres. Los maestros van detrás en el tiempo y conjuntamente. Porque para educar a una persona, hay que conocer, contemplar y educar todas sus dimensiones, y no hacerlo también educa, pero en la nada.

Incluso las nefastas leyes educativas de los últimos 30 años han ido reconociendo que es necesario velar por una educación integral, es decir, de todo el individuo. A menudo sólo se han cuidado la intelectual y la física, pero también está la social (más atendida hace ya años), o la emocional (más recientemente, inversamente proporcional quizá a la dedicación eficaz de los padres y madres, y de la “tribu”).

Pero también hay una dimensión trascendente de la persona a cuidar, en casa y en la escuela. Responde a los presupuestos ya las preguntas que la humanidad se hace desde que tiene conciencia: quiénes somos, qué hacemos aquí, hacia dónde vamos. Y a eso responden las humanidades: la historia, la filosofía, la literatura. Reivindicamos y enriquecemos los aprendizajes de los niños con la verdad del conocimiento. Aprender hondamente estos ámbitos de conocimiento nos prepara a conocernos ya conocer a los demás: la naturaleza humana que tozudamente se manifiesta con las mismas luces y sombras desde que hay humanidad. Nos prepara para la reflexión profunda del pasado y del presente, que debe construir el futuro.

Una sociedad dejará de serlo, si sus miembros no somos personas íntegras, buenos ciudadanos y profesionales, y conscientes de nuestra trascendencia. Y de un buen debate honesto y veraz pueden salir verdaderas innovaciones para llegar mejor al “¿para qué?”

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